KÉNOSIS

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Cuaresma: camino hacia la Pascua

Autor: 
Martín Irure

La fisonomía de la Cuaresma surge a partir del simbolismo bíblico de los cuarenta días, un periodo de prueba y de tentación, de éxodo a través del desierto –el de Israel que duró cuarenta años– pero también de gracia y de acción divina en favor de su pueblo. Es el recuerdo del propio Jesús, cuando después de ser bautizado por el Bautista en el Jordán, fue llevado por el Espíritu al desierto.

La Cuaresma es un verdadero acto sacramental mediante el cual la comunidad cristiana reaviva y renueva cada año el paso de la muerte a la vida, el paso de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Es un periodo que nos introduce en la reflexión del misterio central de nuestra fe, es decir el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo.

Estructura de la Cuaresma

El tiempo de Cuaresma abarca desde el Miércoles de ceniza hasta las primeras horas de la tarde del Jueves santo. La misa de la Cena del Señor pertenece ya al triduo pascual. Ahora bien, como el Miércoles de ceniza es un día laboral, para la mayoría de los cristianos la Cuaresma comienza con su Domingo primero de Cuaresma, a pesar de que el citado Miércoles es de ayuno y de abstinencia.

La Cuaresma descansa sobre los domingos denominados I, II, III, IV y V de Cuaresma y Domingo de Ramos. En dichos domingos se mantienen las lecturas tradicionales en las que se narran las tentaciones del Señor y su transfiguración, así como aquellos pasajes clásicos de Cuaresma catecumenal: el relato de la Samaritana, el del ciego de nacimiento y el de la resurrección de Lázaro. Tales domingos se ocupan de introducirnos al misterio pascual y nos hacen una llamada a la conversión. Por su parte, el Domingo de Ramos se centra en la proclamación de la pasión del Señor, leída cada año según un evangelista sinóptico.

El Miércoles de ceniza

La importancia del Miércoles de ceniza surge del rito de la imposición del polvo sagrado, que es un gesto de origen bíblico y judío, y que alude al luto y al dolor. En el rito se recuerda nuestra vida perecedera redimida por Cristo. Su práctica comenzó a ser obligatoria para toda la comunidad cristiana a partir del siglo X.

Con el Miércoles de ceniza se introduce a los cristianos en la penitencia pública mediante el recuerdo de que “el hombre es polvo”. Sin embargo, más que el sentido de ocaso humano, la Iglesia insta a sus fieles a renovar la conversión y a incorporarse en el gozo pascual. De allí que en el rito también se incluya una fórmula exhortativa para imponer la ceniza: “Conviértete y cree en el Evangelio” (Mt 1,15).

Las lecturas que se proclaman el Miércoles de ceniza contienen una fuerte llamada a la interiorización de las obras penitenciales de la Cuaresma y a la autenticidad de la conversión. Conversión que exige mayor fuerza a los ya bautizados, puesto que hemos sido invitados insistentemente por Jesús a un cambio de vida: a un paso del hombre viejo al nuevo (como lo vivió el apóstol Pablo), de la enfermedad a la salud (como el hijo del centurión), de la lucha y los peligros al triunfo (como la historia de José, de Susana, de Jeremías), de la sed al agua viva (como el agua de Moisés al pueblo y de Cristo a la Samaritana), de las tinieblas a la luz (como el ciego de nacimiento), de la muerte a la vida (como Lázaro), del pecado a la conversión (como la historia de Jonás y Nínive o la historia del hijo pródigo).

Las lecturas bíblicas de Cuaresma nos recuerdan que todos tenemos algo que “matar” en nosotros: el orgullo, la pereza, la ira, el egoísmo. Y que todos tenemos algo que renovar, pues hemos de ser unos hombres nuevos, hasta lograr la configuración con Cristo Jesús.

El espíritu que debe presidir la Cuaresma está sintetizado en la siguiente oración: Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal.

Protagonismo de Cristo en la Cuaresma

Es imprescindible resaltar el protagonismo que ocupa Cristo en todo el ciclo de Cuaresma. Para comprender esto es preciso situarnos en la clave adecuada: los momentos más decisivos de la vida histórica de Jesús aparecen expuestos en este tiempo litúrgico. El episodio de las tentaciones, proclamado por la liturgia del primer domingo, no es sólo un momento decisivo en la vida de nuestro Redentor, es sobre todo la actualización del drama de Adán en el paraíso, de Israel en el desierto y de cada cristiano en su vida. Porque Cristo, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, y al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado. Asimismo, Jesús al atravesar el mar Rojo de su bautismo en el Jordán y al adentrarse en el desierto nos sumerge en el itinerario prebautismal y penitencial para después sellarlo con la celebración jubilosa de su resurrección, que es la Pascua que no acaba.

La Cuaresma nos prepara al misterio pascual

Como sabemos, la Cuaresma es un tiempo de preparación al misterio pascual, al misterio de redención. Es un ciclo en que la Iglesia aplica una pedagogía profunda: nos adentra en la Pascua de Cristo de una manera concreta porque lo hace no a partir de conceptos, sino en el gran acontecimiento que constituye la muerte y resurrección de Cristo; de una forma completa, porque no considera sólo la muerte del Mesías, sino también su resurrección, ambas como única intervención salvadora del poder de Dios; y de una forma dinámica, porque hace resaltar el paso poderoso de la muerte a la vida de Cristo.

Recuérdese que el misterio de la pasión, muerte, resurrección y ascensión de Cristo es el gran suceso de la historia, el acontecimiento salvador por excelencia; es el acto vital, dinámico, del Dios poderoso que nos salva de la muerte por la Muerte de su Hijo, y nos introduce en la Vida nueva.

En este sentido, la Cuaresma cobra importancia a partir de su capacidad para introducir a los cristianos en la Pascua del Cristo físico a lo largo de la historia, haciéndoles pasar de la muerte del pecado a la vida nueva y fructífera de la gracia.

Un tiempo fuerte de noventa días

Si hacemos un análisis exhaustivo, nos daremos cuenta que todo el Año litúrgico tiene como finalidad la asimilación del misterio de Cristo. Pero dicha asimilación cobra mayor intensidad en el tiempo de Cuaresma y Pascua, que abarca un total de noventa días.

En un primer momento (cuarenta días), la Cuaresma nos inicia en la Pascua, nos entrena en el paso de la muerte a la vida; luego, con el Triduo Pascual (Viernes, Sábado y Domingo de resurrección) se conmemora el Tránsito del Señor (de la muerte y del sepulcro a la vida) que se prolongará en el Tiempo Pascual como solemnidad de cincuenta días hasta Pentecostés.

La Cuaresma no es, pues, un fin en sí mismo, sino que culmina y se perfecciona en la Pascua. De allí que el proceso pascual decisivo para cada cristiano se realiza en tres tiempos a lo largo de los noventa días: a) morir al pecado y al mundo; b) morir al egoísmo para estrenar una nueva existencia; y c) celebrar con Cristo el nacimiento a la nueva vida, llenos de energía y entusiasmo, como niños recién nacidos.

En sí, los noventa días de “tiempo fuerte” son una primavera espiritual de la Iglesia y de cada cristiano; son un tiempo para renovar la vida de gracia, un impulso para recorrer llenos de energía todo el Año litúrgico.

Tiempo de conversión

La incorporación al misterio de la Pascua de Cristo la expresa la liturgia cuaresmal en una palabra: conversión. Dicho término deriva de la palabra griega metanoia, que significa cambio de mentalidad (porque en la mente se origina la transformación de la persona); o bien, de la palabra latina con-versio, que viene a indicar lo mismo: vuelta, cambio de dirección. La palabra se ha traducido también al latín paenitere o penitentia, que se entiende como conversión total.

En el ámbito cuaresmal hemos de entender por conversión a un cambio radical: a) de nuestra mentalidad mundana, lejana al Evangelio, hacia una mentalidad cristiana; b) de nuestro camino de pecado hacia el camino de la gracia; y c) del reino del egoísmo a una apertura de docilidad para con Dios y de amor para con el prójimo.

En otras palabras, nuestra Cuaresma (y nuestra Pascua) deben implicar la vida toda. No hemos de contentarnos con aplicarnos agua bendita o evitar los alimentos preferidos. La conversión es “morir con Cristo para resucitar con Él”, y debe hacerse con decisión hasta lo más profundo de nuestro ser. Por tanto, si no hay abstinencia del pecado y del egoísmo, no se entra en la raíz de la Cuaresma ni en la raíz de nuestra personalidad para cambiarla.

La Cuaresma como sacramento

Lo importante en la Cuaresma es prepararse a la incorporación en la muerte de Cristo y en su resurrección; prepararse a dar el paso de las sombras a la plenitud de la luz.

En este sentido, la Cuaresma se vuelve un signo eficaz de la gracia; aparece como “sacramento”, porque su realidad exterior (simbolismo) nos conduce a una realidad interior de conversión y de espíritu de Dios que nos renueva para la Pascua. Por eso es que decimos que los medios exteriores para su observancia (ayuno, limosna, caridad) se vuelven útiles, tienen importancia, pero siempre contará más la postura interior y el empeño personal.

Ahora bien, ¿cuáles son esos medios que la Cuaresma nos ofrece para nuestra conversión interior? Ante todo, la Palabra de Dios, mediante la cual llegamos al conocimiento de los planes divinos y su misterio de salvación. De hecho, los Padres de la Iglesia resaltaron continuamente que la Cuaresma es tiempo de meditación de la Escritura, porque la contemplación de la historia de salvación conduce al perfeccionamiento personal: “El que medita la ley del Señor día y noche, da fruto a su debido tiempo” (cfr. Liturgia del Miércoles de ceniza).

Otro medio importante que nos propone la Cuaresma para adentrarnos en el misterio pascual es la oración, la cual nos ayuda a purificar nuestro ser, nos renueva y nos estrecha con el Creador. La misma Iglesia se pone en actitud de oración durante la Cuaresma, pidiendo la salvación para la comunidad entera y para cada uno de sus miembros.

Otros medios exteriores que la Cuaresma utiliza para fortalecer la postura interior son: el ayuno, la limosna y la caridad. Todo ello enfocado a la asimilación del mensaje evangélico, porque la verdadera imagen de la Iglesia en este tiempo litúrgico no es solamente la de un pueblo que ayuna y llora, vestido de saco y cilicio, sino, sobre todo la de una comunidad que se recoge en escucha orante de la Palabra de su Señor.

Hacia la renovación bautismal

El ambiente bautismal que desde los primeros siglos impregna la Cuaresma entra totalmente dentro del proceso de tránsito de la Iglesia y de cada cristiano a la vida pascual de Cristo: a) los catecúmenos dejan las costumbres viejas; pasan de la tiniebla del pecado a la luz y la vida en Cristo; y b) los ya bautizados renuevan su experiencia de bautizados, profundizando así en la raíz misma de su existencia cristiana.

Por eso la liturgia de la Cuaresma también recurre a temas bautismales. En las lecturas de los últimos domingos de este tiempo litúrgico se colocan evangelios típicos bautismales: el de la Samaritana (Cristo como agua viva), el del ciego de nacimiento (Cristo como luz) y el de Lázaro (Cristo como vida). Todos ellos evocando la renovación bautismal y el fortalecimiento de la vida en Cristo.

En la Cuaresma, pues, la comunidad cristiana experimenta la vinculación entre Bautismo y misterio pascual. Hace patente el gesto de entrar en la fuente, desnudos (limpios de pecado), para sumergirse en el agua y compartir la muerte y sepultura con Cristo, el cual resucitará glorioso el Sábado santo.

Cuaresma: liberación espiritual

La corriente principal de la Cuaresma debe correr, pues, a través del hombre interior, a través de su corazón y su conciencia. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En el tiempo de Cuaresma es cuando el hombre se convierte a Dios por la gracia proveniente del perdón y la liberación espiritual. En este sentido, la penitencia se comprende no sólo como un esfuerzo, una carga, sino también como una alegría. Una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.

Desgraciadamente el hombre contemporáneo ha perdido, en cierta medida, el sabor de la alegría cuaresmal. Una alegría que emana del esfuerzo espiritual y de la lucha por encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias, principalmente aquellas que están estrechamente vinculadas con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, con el esfuerzo intelectual y físico.

Por eso, la liturgia austera del Miércoles de ceniza y, después, de todo el periodo de Cuaresma, es una llamada sistemática a una alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de nosotros mismos y por la lucha en alcanzar intimidad con Dios.

Cuaresma: tiempo de misericordia

La Cuaresma, además de ser un tiempo gozoso, debe ser un tiempo dedicado al amor. Porque la Cuaresma no es privación, sino enriquecimiento; no es negatividad sino todo lo contrario, es creatividad, esfuerzo por renovar, construir y conquistar la misericordia.

Lo que le Iglesia pretende con sus hijos en la Cuaresma es ayudarlos a crecer un poco, ayudarlos a rejuvenecerse, a adquirir mejores cualidades y a estar más contentos consigo mismos. Porque precisamente eso es lo que teológicamente significa conversión.

Bajo este presupuesto se comprende que aquel que verdaderamente se renueva por dentro durante la Cuaresma no tardará en expresar hacia fuera su conversión. Este proceso puede exigir a veces una terapia liberadora, como el que se pone a régimen para perder los kilos que le sobran, o como aquel que acepta una operación para quitarse un quiste o una verruga que le afean. Terapias válidas si ayudan a la interiorización. Pero hay una operación radical a la que todos tenemos que someternos: la operación del corazón. No aquella que consiste en limpiar una arteria o de poner una válvula más en nuestro órgano central de la circulación de la sangre. Se trata de un trasplante total. Aquel mediante el cual revoquemos nuestro corazón de piedra para dar lugar a un corazón de carne. Y cuando hablamos de un corazón de carne nos referimos a una personalidad llena de ternura y benevolencia, a una personalidad de corazón sensible y misericordioso como el de nuestro Padre Dios.

A propósito, el Papa Francisco señala que la Cuaresma debe estar enfocada a imitar la misericordia con que se manifestó definitivamente Jesucristo, a quien se le conmovieron fácilmente las entrañas ante el enfermo, ante el hambriento, ante el pecador y todo el que sufría abandono o exclusión. Por cierto, la clave para la transformación del mundo es la misericordia, ya que sin ella sólo se construye un mundo duro, frío, competitivo; un mundo que crece en soledad, que divide y enfrenta a los hombres; un mundo deshumanizado, sin entrañas, sin corazón.

A modo de conclusión

Como ya lo hemos dicho, la Cuaresma es el tiempo que precede y dispone a la celebración de la Pascua. Es el tiempo de la escucha de la Palabra de Dios y de la conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los hermanos; es tiempo de interiorización y de ejercicio de las prácticas de penitencia exterior: oración, ayuno y caridad.

De nuestro cuidado pastoral dependerá la profundización del misterio de Cristo entre los fieles. En ese sentido, deberá ponerse atención en la liturgia de los sacramentos, en la catequesis, en la predicación y en la animación apostólica. No olvidemos que, a pesar de la secularización de la sociedad contemporánea, el pueblo cristiano advierte con claridad que durante la Cuaresma hay que dirigir el espíritu hacia las realidades que son verdaderamente importantes; que hace falta un esfuerzo evangélico y una coherencia de vida, traducida en obras buenas, en forma de renuncia a lo superfluo y suntuoso, en expresiones de solidaridad con los que sufren y con los necesitados.