KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

El día de muertos en la imaginería popular mexicana

Autor: 
Ramiro Arzapalo Dorantes
Fuente: 
Vida Pastoral (México)

La celebración del día de muertos en México se reviste de una peculiar explosión de colores, olores y sabores. La concepción de la muerte que subyace en las ofrendas a los muertos, nos habla no de un cese de la vida, sino de la prolongación de ésta en otras posibilidades y formas, en un lugar desconocido, donde las redes sociales trascienden el acontecimiento de la defunción. La idea de que los vivos y los muertos conviven en armonía y afecto aún después de años del deceso es una concepción social sui generisen la cual los lazos de convivencia social prevalecen con vigor y dinamismo.

En México la conciencia de finitud (que se devela con la muerte) conlleva un ímpetu optimista. De allí que los mexicanos asuman la muerte con sentido festivo y alegre. Hablamos de la muerte, un punto final –es cierto–, pero que nos suscita un especial sentido en nuestra existencia. De hecho, una “vida eterna” no es una vida humana. En este sentido, si quitáramos ese “punto final” de la existencia humana, borraríamos también el sentido existencial de nuestro proyecto humano, pues “lo que somos o queramos ser ahora no difiere de lo que seremos o queramos ser en un siglo, en mil años o nunca”. Los seres humanos somos finitos y limitados, por ello cada acción, cada decisión vale y llena de sentido nuestra frágil y breve existencia.

La muerte, un hecho cultural

La muerte, indudablemente, es un proceso social. Cuando alguien muere afecta toda la colectividad humana: el fallecimiento de un individuo, por lo regular, provoca en los “seres terrenales” una confrontación con la condición finita; cuando cesa la existencia de una persona hace que la sociedad asuma su partida. Las prácticas rituales y las representaciones sociales en derredor de la muerte, más allá de ser una necesidad psicológica, sirven para afrontar la separación física. En este sentido, por ejemplo, el novenario, el aniversario de muerte, etc., son formas eficientes para dosificar la partida, para despedir al muerto de manera paulatina.

Dado que la muerte es un acontecimiento desconcertante, definitivo, doloroso y conflictivo, exige a los humanos (los vivientes) un proceso para recuperar su ordinariedad. Aquí es donde cobran valor los rituales, ya que ayudan a reconstruir la realidad marcada por la ausencia del muerto: a través de los ritos se asume la ausencia y se reconstruye la realidad existencial en la que ya no participa el exánime.

Así pues, queda claro que la muerte es un problema biológico, de procesos físicos y químicos, pero “el acto de morir” –para el humano– es un asunto eminentemente cultural.

La festividad del Día de Muertos

En este sentido, la festividad del Día de Muertos es un espejo fiel de los anhelos y esperanzas de esta vida reflejadas en la trascendencia, allende las fronteras del misterio. Implica una forma de ver la vida y la muerte, que conlleva una riqueza histórica y cultural inmensa. Supone también la vida extendida hasta los confines de la muerte, o una muerte que se niega a erradicar la vida. Hablando con expresiones plásticas, se trata de una “muerte llena de vida”, tal como lo expresa el refrán: “El vivo al gozo y el muerto al pozo”; porque el vivo goza y el muerto –aunque se vaya al pozo– sigue gozando en el “más allá las delicias del “más acá”.

La forma de asumir el acontecimiento de la muerte, específicamente en el México contemporáneo es, sin lugar a dudas, de talante festivo. En México consideramos la muerte como una proyección de la vida; además, es una muerte no estática sino activa. La concepción cultural mexicana de la muerte ve a ésta como un cambio de statusexistencial; como una continuidad de la existencia mundana en el “más allá”; y al “más allá” como aquello que nunca abandona las referencias a esta vida presente.

En el contexto mestizo urbano mexicano, la celebración del Día de Muertoses una fiesta que se realiza en los últimos días de octubre y en los primeros de noviembre. Es una celebración que, al día de hoy, padece una paulatina mezcla entre “una sociedad de mercado” y las tradiciones culturales ancestrales. Como tal, ha sufrido nuevos sincretismos debido a la irrupción de tendencias universales que emanan de los países desarrollados-globalizados. Hablamos específicamente de las intromisiones del Halloween en la Fiesta de Muertos.

Vale la pena considerar, al respecto, las diferencias radicales que existen entre las procedencias culturales del Halloween y del Día de Muertos en nuestro país: mientras que para la primera la cuestión de los muertos es asunto de miedo, donde lo terrorífico emana de la posibilidad de que los muertos retornen a la vida, en el caso de las ofrendas y celebraciones del Día de Muertos (en el contexto tradicional mexicano) se trata de todo lo contrario: al muerto se le invita para que regrese al mundo de los vivos; se le crean puentes para que entable una convivencia amistosa, familiar y social (nunca terrorífica).

En los contextos urbanos (posmodernos y ultra tecnologizados) de México, el vínculo con la tierra, con la naturaleza y los entes divinos que pueblan el paisaje, se ha perdido paulatinamente. Es cierto que la tradición del Día de Muertos se conserva casi en todo el país a un nivel folklórico (y de referencia identitaria), pero es bajo la manipulación de las instancias educativas y gubernamentales. En cambio, en el campo mexicano la festividad del Día de Muertos es otro cantar, porque las comunidades campesinas, sobre todo las de ascendencia indígena, son depositarias de una tradición ancestral que se transmite con fuerza y entusiasmo. El vínculo que los hombres establecen con la tierra a través de la actividad agrícola hace que la ritualidad contemple no sólo a los entes divinos del entorno natural, sino también a los muertos que se integran a la actividad agrícola como “almas”. En el seno de este tipo de comunidades, morir no implica dejar de pertenecer al grupo social, ya que “los del pueblo”, “la gente del pueblo” sigue perteneciendo a la comunidad de individuos “aunque esté muerta”. En sí, existe una estrecha unidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Particularidades de la ofrenda del Día de Muertos

Existen diversas maneras en que los grupos indígenas celebran a sus muertos, pero dentro de esa diversidad permanecen ciertas notas comunes, tales como:

a) el muerto sigue perteneciendo a la sociedad; “allá donde está” sigue trabajando y tiene hambre, por lo cual debe ser alimentado incluso con alimentos del ámbito de lo etéreo;

b) el muerto tiene derecho a las esencias, olores y sabores de “los vivos”, pues trabaja junto con ellos en el éxito del ciclo agrícola. En todo caso, se trata de una concepción que implica la necesidad de mantener un intercambio social entre vivos y muertos.

La ofrenda misma es un sentido esfuerzo por agradar a los muertos y agasajarlos, no en la ambigüedad y anonimato de una referencia general, sino en una atención particularizada: se asiste de una manera exclusiva al papá, a la mamá, al abuelo, a la abuela, al hijo y a todos aquellos que han partido al “más allá”. Es un asunto tan personal, al grado quese vigilan los detalles más pequeños en cuanto a la personificación de la ofrenda: el atole es soplado en taza pequeña para que el niño muerto no se queme al beberlo, el chocolate se prepara amargo y sin azúcar para el abuelo porque así le gustaba, los tamales se cocinan sin chile para los niños, se compra el refresco preferido del tío, la marca de cigarros que usaba el papá, etc.

No es de extrañar que en la tradición oral de estos pueblos sean frecuentes las leyendas en torno a la festividad o al evento de la muerte. Por ejemplo, hay una historia muy recurrente en Michoacán y Oaxaca, donde se habla de una procesión de las ánimas que se aparece a los vivos que ya no quieren ofrendar. Dicen que en la noche del 2 de noviembre, una persona que había dejado de poner la ofrenda a sus muertos por considerarlo una “pérdida de tiempo” o una “superstición”, escuchó ya muy tarde en la noche el tumulto de mucha gente que pasaba fuera de su casa. Entonces al asomarse por la ventana, vio la procesión de las ánimas que se dirigían de regreso al lugar de los muertos, muy contentas, platicando y cargando la comida, la bebida y las flores que sus familiares les ofrendaron. Se presumían entre ellas lo que cada cual había recibido e intercambiaban cosas que se les antojaban de las otras ofrendas. Esta persona incrédula, reconoció a gente con la que convivió en vida. Todos avanzaban con algarabía por la calle iluminados por las velas y cirios que les dieron en la ofrenda. Sin embargo, en el último lugar de la fila de esta larga procesión, pasaron –en penumbras, apesadumbrados y llorosos– los padres de este espectador. Caminaban muy tristes, con las ropas roídas, las manos vacías y sin consuelo alguno, pues su hijo (en este caso, el espectador de la procesión) no les había otorgado nada en la ofrenda. Dichas ánimas se lamentaron al pasar frente a su casa: “Ingrato mi’jo que nunca se acuerda de nosotros”“Ya olvidó todo lo que hicimos por él cuando vivíamos”.

Ciertamente se trata de una leyenda, la cual ha sufrido algunas variantes en su narración, tales como la que reza que el hijo que ya no ponía ofrenda era imprecado por ello por sus familiares, entonces –ya harto– y para que no lo molestaran más, puso en la mesa de su casa un atado de rastrojo. En la noche despertó al paso bullicioso de la procesión de las ánimas y al final de todo el cortejo alegre y rebosante de regalos, venían cabizbajos sus papás cargando su ato de pastura.

En algunos lugares de Michoacán dicen que los muertos olvidados se prenden un dedo “para aluzarse” el camino de regreso que conduce al “más allá”, porque no consiguen nada en su viaje a nuestro mundo, porque no encuentran a nadie que les bride ofrenda...

En fin, hay muchas historias de este tipo, la mayoría de ellas resalta la ingratitud de quien olvida ofrendar a sus muertos. Además, todas llevan al mismo desenlace: quien no creía, empieza a creer y no vuelve a fallar en ofrendar a sus muertos cada año.

Una experiencia en Chilac, Puebla

Hace algunos años tuve la oportunidad de estar en Chilac, Puebla, con ocasión de la fiesta de muertos. En esta comunidad se ofrendan canastas y tenates de diferentes tamaños, de acuerdo a la edad del difunto. Las canastas son dedicadas a las mujeres y los tenates a los varones. Hay canastitas minúsculas que caben en la palma de la mano y otras muy grandes, donde caben guisos, tortillas, panes, licor, etc. A los niños se les ofrendan dulces, galletas, leche con azúcar, café con leche, etc., además de que se les colocan juguetes. Es muy interesante que, durante los días que se realizan estas ofrendas, las redes sociales que se articulan no solamente incluyen a los vivos sino que incorporan a los muertos, mediante las visitas y envíos de ofrendas a los familiares o amigos difuntos.

Por lo general, la ofrenda se coloca en la habitación principal de la casa familiar, donde también se dejan las camas preparadas con sábanas y cobijas limpias para recibir a los invitados principales, es decir, a los difuntos que permanecerán acompañados de los vivos. Hay que destacar que durante estos días el ir y venir de personas que llegan a las casas a dejar sus canastas o tenates, según sea el caso, implica la continuación y el afianzamiento de lazos sociales con los difuntos, a quienes se les considera parte activa de la comunidad de los vivos.

En medio de esta experiencia ritual el término “creer” se asume de una forma mucho más radical que en los contextos no indígenas. Sobre todo porque la presencia o ausencia de las almas de los difuntos se circunscribe a un ámbito de creencia personalizada. En medio de estas comunidades, como la referida de Chilac en Puebla, la presencia de estos miembros de la comunidad se considera tan real que aún en su nuevo estatusde “ánimas” son recibidos como una visita real y material que requiere la asignación de un espacio para que pernocten, así como el suministro de bebidas y alimentos que crean un contexto festivo, donde los vivos y los muertos degustan en profunda comunión.

Definitivamente, la concepción de la muerte como un punto final de la existencia sin posibilidad de solución, no opera en estas comunidades, donde la vida no termina con la muerte, sino que continúa después de ésta en una cercanía muy marcada de actividades, pertenencia social y gustos personales que se siguen satisfaciendo.

El culto a los muertos: un indisociable binomio vida-muerte

En el marco de lo que hemos venido desarrollando, podemos evocar un elemento insoslayable que aparece en las tradiciones mexicanas: el muerto consume solamente los aromas de las ofrendas (aromas que perduran todo el año), porque ya es alma, y los vivos –a su vez– participan del convite al consumir la comida de la que ya comieron sus muertos.

Al ser consideradas las almas como algo etéreo, se considera que solamente consumen los aromas y las esencias de los alimentos que se les presentan como ofrendas. Por ello, es imprescindible que los alimentos contengan mucho condimento, como chile, hierbas de olor, epazote, laurel, piloncillo, canela, café, vainilla, etc. De igual forma, el camino de regreso del “más allá” hacia la casa en el “más acá”, se marca con flores muy aromáticas, como el cempoalxóchitl y el pericón.

En este orden de ideas, el muerto come una vez al año –cuando se le ofrenda– y se le da comida para llevar y compartir en el otro mundo. Esto llama la atención, sobre todo en algunas poblaciones, como la de San Marcos Tlacoyalco, al muerto reciente se le ofrendan continuamente un pan y un refresco durante el primer año de muerto, en lo que se acostumbra a comer cada año.

Todos estos rituales, de una u otra forma, nos hablan de una concepción de la vida y la muerte que no está atravesada por una barrera impenetrable entre el “más allá” y el “más acá”. En cierto sentido esa trascendencia a la que llega el difunto, nunca es tan trascendente como para divorciarse de la inmanencia de este mundo en el aquí y el ahora. Es otra cosmovisión, donde las realidades de este y el otro mundo parecen resumirse en este único mundo con potencialidades diferentes (las almas pueden hacer cosas que los vivos no). Definitivamente es una concepción del cosmos donde los ámbitos de lo divino, la naturaleza, los humanos –vivos y muertos– interactúan en un constante intercambio de bienes y relaciones a imagen y semejanza de las redes de solidaridad y organización social que viven estos grupos culturales.

Aquí lo que está de fondo es la concepción misma de la muerte, en su indisociable binomio vida-muerte. No se trata de un culto a la muerte, como personificación del acontecimiento último, sino de un culto a los muertos y el reflejo de sus posibilidades de acción en el a posterioride la muerte.

A manera de conclusión

Evidentemente el culto a los muertos es una característica universal humana. Eso es incuestionable y resulta tautológico. Sin embargo, los matices en esas formas culturalmente diversas de concebir a la muerte y al muerto, son también incuestionablemente diferentes. De esa diferencia “nuestra” es a lo que me quiero referir. Generalmente en Europa y en África el culto a los muertos pone un especial énfasis en “cumplirle” al difunto, en un esfuerzo por que se aleje y no vuelva. La idea de un muerto presente no es para nada concebida como una bendición o motivo de alegría, de hecho, se concibe como terrorífico el establecimiento de un contacto postmortem con ellos. El culto, los rituales que se efectúan en derredor del muerto en esos contextos es un claro decirle: “¡Vete!”, “¡Aléjate de nosotros!”, “¡Ya no perteneces a este lugar!”. El mismo Halloween opera bajo esa lógica: el muerto es cosa de miedo, contingencia, intranquilidad, es mejor que esté lejos (tal vez no olvidado, pero que su presencia no interfiera en este mundo). En África, por ejemplo, el culto a los muertos se asocia muy frecuentemente con una obligación que, de no cumplirse, el muerto se cobraría “a lo chino” con los vivos. Las relaciones que se establecen entre vivos y muertos se asemeja a un soborno que garantiza la distancia y la ausencia.

En este orden de ideas, en la América indígena, las cosas son muy diferentes. Casi podríamos decir que la tendencia es diametralmente opuesta. Todo culto, ritual, oración u ofrenda que se hace a los muertos, están encaminados a invitar a las “almas” de los difuntos a convivir, codearse, embriagarse, comer y reír sin atisbo de miedo alguno a la presencia espiritual de los finados. Las redes sociales se conservan, también la adscripción a la familia, los parentescos y las amistades. Esta característica cultural resulta muy original y digna de ser considerada a profundidad. Incluso en el México mestizo, esta concepción ha permeado –aunque en diferentes niveles de profundidad– y ha generado una manera muy sui generis de concebir a los muertos.

En este sentido, el culto a los muertos en México, junto con otros países latinoamericanos, se asemeja mucho a lo que se puede observar en Asia, con el culto a los ancestros, donde todo el esfuerzo ritual ofrendado es un constante, vivo y sentido grito impregnado de afecto dirigido al difunto: “¡Vuelve! ¡Regresa!... porque sigues perteneciendo a nosotros”.

 

Acerca del autor

Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes es Doctor en Historia y Etnohistoria (ENAH). Profesor investigador en la Universidad Intercontinental de México, en las licenciaturas en Filosofía y Teología. Además, es Coordinador de la Maestría en Filosofía y Crítica de la Cultura. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de la Asociación Filosófica Mexicana y del Colegio de Estudios Guadalupanos. Estudioso de los procesos culturales implícitos en los fenómenos religiosos populares en comunidades de ascendencia indígena en México.

 

El artículo aquí presente fue publicado en la revista: Vida Pastoral (México)