KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

El perfume y la pecadora

Autor: 
Enrique Monasterio
Fuente: 
Pensar por libre

Sus padres le dieron un nombre al nacer, pero ella, avergonzada, lo había escondido al paso de los años para que no lo asociaran con su oficio. Nadie debía conocer su verdadera identidad de pecadora. La llamaban con un apodo que alguien inventó una noche de alcohol y furia. Toda la ciudad la conocía por ese mote.

El búho la veía cada día al ponerse el sol. Vestía de colores vivos y caminaba con la cabeza erguida, el cabello suelto y un enérgico golpeteo de tacones sobre las losas de la calzada en la ciudad. Se vendía a sí misma con una canción obscena. Y cualquiera diría que se sentía orgullosa de ser quien era.

Cierto día, sin embargo, sucedió lo que tenía que suceder. Aún no había anochecido, y ella iba tan decidida portando un vestido blanco y unas viejas sandalias. Llevaba en sus manos un frasco de alabastro tallado por algún orfebre.

—¿A dónde vas y por qué lloras? —le preguntó el búho—.

—He sabido de la presencia de Jesús de Nazaret en la ciudad, un profeta que devuelve la vista a los ciegos y limpia la carne de los leprosos.

—¿Y crees que puede curarte también a ti?

—Dicen que basta con tocar la orla de su manto para que queden perdonados los pecados...

—Solo Dios perdona —respondió el búho—, pero, ¿qué llevas en las manos?

La pecadora apretó el frasco de alabastro contra su pecho y aceleró el paso.

En casa de Simón, el fariseo, las puertas estaban abiertas de par en par. Se celebraba un banquete, y el anfitrión quería que todo el pueblo fuera testigo de su riqueza y de la presencia en su casa de Jesús de Nazaret, el famoso Profeta de Galilea.

Los mendigos se agolpaban en la calle; los perros, bajo las mesas, daban cuenta de lo que desechaban los convidados. Jesús apenas comía. Y con profunda atención, y en silencio, escuchaba a su anfitrión y a los invitados.

Fue en ese instante que la pecadora, abriéndose paso entre la gente, llegó a los pies del Maestro. Los invitados se miraron escandalizados. Y Simón hizo un ademán de rasgarse las vestiduras por tal atrevimiento, pero Jesús le sujetó la mano.

La “pecadora” quebró el frasco de alabastro y derramó el perfume sobre los pies de Jesús. El aroma que llenó la estancia representaba su vida entera. En el frasco estaba toda su fortuna, su falsa riqueza atesorada moneda a moneda durante años.

El Señor miró a la pecadora con ternura y dijo sólo una palabra:

—“María…”

Las lágrimas de María, límpidas y copiosas, se mezclaron con el perfume.

—¡Ese es mi nombre! ¡Esa soy yo desde que vivía en Magdala!, pensó para sí la mujer.

—Has amado mucho, María. Por eso tus pecados te son perdonados, y desde hoy te invito a recordar el nombre que llevas desde niña. Sí, aquel que yo mismo te predije antes de la creación, para que fueras única y libre…