KÉNOSIS

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Enri de Lubac: El drama del humanismo ateo

Vivimos tiempos de profunda zozobra. Esto ya nadie lo duda. La evidencia del desastre económico que padecemos es un efecto muy claro del diagnóstico, pero no el único; la inestabilidad política al igual que la crisis artística, o la deshumanización del arte –que diría Ortega y Gasset–, la crisis educativa o el preocupante desequilibrio ecológico… son otras secuelas. No obstante, resulta muy curioso que una mayoría social se ampare en estas pseudocrisis, más bien consecuencias o efectos de la gran crisis antropológica, en vez de preguntarse por la raíz del problema. Es decir, cuál es el responsable de todos esos inquietantes efectos y cuál es la causa de estos tiempos tan modernos. Quizá, la razón de esa falta de inquietud esté en que la supuesta generación más preparada de la historia no tenga la capacidad de comprender la realidad. Ante este fenómeno, no sería atrevido afirmar que la generación con más títulos de la historia es la que menos piensa y la más acrítica. Una curiosa pero preocupante paradoja gestada por unos irresponsables educativos que han devaluado el sistema de educación en todas sus etapas y a nivel internacional. Muestra de este sistema de (des)educación –como diría Chomsky– no solo lo encontramos en la educación secundaria sino también en la decadencia y disgregación de los fundamentos transcendentales de aquella institución superior que, por el olvido de sus raíces, y a excepción de algunas excelentes anécdotas, actualmente no podríamos denominarla con el nombre de Universidad.

Por tanto, ¿quién –o qué– se esconde tras estas cortinas de humo? La respuesta es bien sencilla: lo que realmente está en crisis es el hombre y en su efecto todo aquello en lo que se apoya (el sistema educativo, político, económico, la expresión artística o, entre otras consecuencias, el grave problema ecológico). Este es el verdadero drama antropológico que nadie quiere ver o diagnosticar, a excepción de algunas honrosas anécdotas. Como paradigma coloco al escritor, filósofo y teólogo francés Henri de Lubac (1986-1991) conocido por su clásica e iluminadora obra El drama del humanismo ateo, publicado por la editorial Encuentro.

Este libro ahonda en la raíz no solo del terremoto que actualmente padecemos sino también de la situación que Lubac intuyó en 1944: el origen de “la gran crisis de los tiempos modernos, en la cual estamos inmersos actualmente, y que se manifiesta, en su aspecto externo, en forma de desórdenes que engendran crímenes colectivos y se traducen en fuego, ruinas y sangre”. Es una desconstrucción humana a causa del nihilismo que, acunado en el siglo XVIII por la dicotomía kantiana de lo transcendente y lo inmanente, el avance del utilitarismo y otras doctrinas, se materializó principalmente durante en el siglo XIX por medio de los antiteístas Ludwig Feuerbach(1804-1872), Friedrich Nietzsche(1844-1900) y Auguste Comte(1798-1857).

Estos son los principales retratos del humanismo ateo que no solo niega a Dios (ateísmo) sino que además lucha furiosamente contra toda creencia religiosa (antiteísmo) con el objetivo de instaurar al soberbio Superhombreque se bajó de los hombros de los gigantes. Este precedente y novedoso ser es el mismo que tanta sangre derramó durante el siglo pasado y cuya náusea existencial sigue palpitando en el hombre del siglo XXI. Como bien afirma el escritor Valentí Puig, autor del magnífico prólogo: actualmente “la crisis antropológica es de una envergadura inusitada y, cuarenta años más tarde, podemos decir que todo ha ido a peor”. Si ya no hay guerras mundiales, civiles ni totalitarismos en lo que conceptualmente denominamos Occidente, ¿cómo es posible que la depresión sea una enfermedad en los países desarrollados después del logro de la democracia, el progreso médico o la consecución del tan ansiado bienestar socioeconómico?, ¿por qué el hombre democrático se siente tan hastiado, solo, desarraigado y depresivo?, ¿cuál es la razón de este desencanto que tan genialmente refleja el poeta y novelista francés Michel Houellebecqen sus obras (Las partículas elementalesEl mapa y el territorioLa posibilidad de una isla)? Para comprender las causas de este triste diagnóstico contemporáneo, Lubac analiza con una brillante, sobria y apasionada pluma el pensamiento de los tres filósofos precedentes con el fin de explicar la repercusión de sus ideas en la sociedad. El libro, dividido en tres partes, comienza examinando a Feuerbach, Marx y Nietzsche. Prosigue con el humanismo positivista (Comte) y concluye con el iluminador y transcendente escritor ruso Fiódor Dostoievski(1821-1881).

Con respecto a los primeros, Lubac explica primeramente a Feuerbach y sus intentos por liquidar psicológicamente lo que él denominada la ilusión religiosa. A continuación analiza las repercusiones de su pensamiento en Engels, Bakunin y Marx para demostrar cómo el pensamiento feuerbachiano se injertó ideológicamente en la masa social. Con respecto a Nietzsche el autor dedica un amplio y detallado estudio a su conocido y categórico pronunciamiento sobre la muerte de Dios. Lubac, a través de un apasionante y sincero análisis de sus obras, descubre al lector la profunda e interesante observación del filósofo alemán sobre la realidad social en la que vive, y su fervoroso odio contra toda manifestación religiosa con el fin de imponer a su soberbio Prometeo: “desde que no hay Dios –afirma Nietzsche–, la soledad se ha hecho intolerable; es preciso que el hombre superior ponga manos a la obra”. Este hombre superior es el que más tarde calaría en las ideologías totalitarias del siglo XX; un frustrado superhombre que inocularía su angustia existencial en las futuras generaciones; en la actual sociedad hipermoderna. Tras este análisis, Lubac prosigue estudiando la ruptura nietzscheana con la tradición filosófica, las repercusiones en el pensamiento occidental y la profundización de la existencia junto al filósofo danés Soren Kierkegaard.

Por lo que se refiere a la segunda parte, el autor nos descubre al padre de la sociología y del positivismo: el filósofo francés Auguste Comte. A diferencia de los autores precedentes que emplean su literatura para destruir a Dios y al primigenio homo religiosus, Comte se esfuerza principalmente en la organización de la humanidad escindiendo la religión de la teología. Este es su punto de partida. Es decir, aunque no la rechaza, al rebajar la religión a un simple sentimiento, elimina todo vestigio de transcendencia y reduce el conocimiento humano a un mero objeto de estudio de la sociología. Esta reducción del conocimiento y la cosificación del hombre, que Comte desarrolla en la ley de los tres estadios de su obra Curso de filosofía positiva, es para Lubac un craso error. De este modo dedica toda la segunda parte del libro a desarrollar el positivismo comtiano y a argumentar sus incongruencias. Asimismo Lubac deja entrever cómo esta corriente, sin ser la más guerrera contra Dios como sus predecesoras, es la que más se ha infiltrado sibilinamente, a través de su física social, en el latido de nuestra sociedad. Por ejemplo el planteamiento de Comte de fundar una pseudorreligión que sustituyera el culto de Dios por el de la Humanidad (por medio de un calendario nuevo o, entre otras medidas, la celebración de fiestas a importantes personajes de la historia como Abraham, Lao-Tse, Mahoma, Beethoven, Prometeo, Cervantes, etc. –paradójicamente, su almanaque no incluye a Jesucristo pero sí a san Pablo o a santa Teresa de Jesús–) recuerda a la actual corriente espiritual New Ageo a las ideas políticas de algunas almas bellas hegelianas. Estas son algunas de las interesantes razones por el cual Lubac dedica un amplio capítulo a este autor.

Finalmente, esta magnífica obra que recomiendo encarecidamente concluye analizando el iluminador pensamiento del ilustre escritor ruso Fiódor Dostoievski ante el drama del humanismo ateo. Como decía unos párrafos atrás, la crítica del mundo moderno que tan genialmente realiza Nietzsche es muy parecida a la expresada por Dostoievski en sus obras, como de igual modo describe en sus libros el filósofo francés Charles Péguy. Si bien, en lo que difieren estos dos autores con respecto al filósofo alemán es, entre otras cosas, en la negación categórica de Nietzsche sobre Dios y su ruptura con el pasado filosófico. Esta quiebra es el problema nietzscheano, a diferencia del pensamiento del escritor ruso y del filósofo francés cuyos mensajes de esperanza hacia un tiempo nuevo se apoyan en el milenario humanismo grecorromano y cristiano; ambos urgen recuperar su esencia, incluso en la aburguesada Iglesia. El resultado es que el hombre renovado de Dostoievski y de Péguy, a diferencia del nietzscheano, no se siente hastiado ni angustiado; todo lo contrario, está alegre y esperanzado a pesar de la zozobra que le rodea: “mientras Nietzsche –afirma Lubac– se siente cada vez más arrastrado a maldecir la Cruz de Cristo para encadenarnos al carro titubeante de su Dionisos, Péguy señala en Jesús al que recoge todo lo trágico antiguo para transfigurarlo en la ardiente caridad”.

De igual modo ocurre con los personajes de Dostoievski, espejos de su alma. Unos retratos que Lubac analiza en tres geniales capítulos apoyándose en la obra del autor (“comparación con Nietzsche”, “la quiebra del ateísmo” y “la experiencia de la eternidad”). Un proceso vital el de sus personajes, las voces de su alma, que reflejan los problemas de su tiempo a la deriva del nihilismo, la búsqueda incesante de Dios del hombre en camino y el amoroso, vibrante, alegre e íntimo Encuentro y Abrazo del hombre con la Eternidad. Esto mismo, aunque fugazmente, es lo que percibió Nietzsche al descubrir causalmente en una librería de Niza, en 1887, la obra de Dostoievski El espíritu subterráneo: “me causó una alegría extraordinaria”. Y al año siguiente, curiosamente, al contestar una carta del crítico literario danés Georges Brandés que le advertía de la religión cristiana profesada por el escritor ruso, Nietzsche asegura: “le he concedido un reconocimiento extraño, aunque esto vaya en contra de mis más profundos instintos. Sucede lo mismo con Pascal”. Aunque su entusiasmo fuera rápidamente repudiado, este primigenio y sincero atisbo de admiración y alegría de Nietzsche, ante la esencia del mensaje cristiano subyacente en la obra dostoievskiana, es paradigma del esperanzador Encuentro con aquella verdad que también anunció el escritor ruso: “La belleza salvará al mundo”. Que así sea.

 

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