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La asombrosa virtud de la prudencia

Autor: 
Nereyda Rodríguez Ayala
Fuente: 
VP - México

¿Cuántos conflictos familiares, sociales, escolares o laborales nos ahorraríamos si actuáramos de una manera adecuada en cada circunstancia? Podríamos evitar muchos problemas si nos detenemos a pensar, por ejemplo, en lo que diremos y en qué tono lo haremos para hablar con la verdad, pero sin lastimar, a un familiar o amigo; o bien, si reflexionamos de qué manera podemos calcular bien nuestro tiempo para llegar puntuales al trabajo o de qué forma administraremos el dinero que ganamos.

Asimismo, ¿cuántos accidentes podríamos evitar si tomáramos las precauciones pertinentes? Por ejemplo, no bebiendo alcohol o distrayéndonos con el celular mientras manejamos; o, ¿cuántas enfermedades evitaríamos si cuidáramos de nuestro cuerpo desde la juventud? En fin, la lista de ejemplos de cuán importante y definitiva es la prudencia a lo largo de nuestra vida se puede volver infinita.

¿Qué es la prudencia?

Podemos decir que la prudencia es la virtud que nos permite tomar buenas decisiones en cada momento de nuestra vida, la que nos dispone a elegir nuestro verdadero bien y los medios correctos para alcanzarlo.

Ser prudente es saber discernir qué es lo importante, lo fundamental y lo trascendente para tomar –a tiempo– una buena decisión y un camino positivo que nos conduzca al bien.

Por el contrario, la falta de prudencia siempre tendrá consecuencias negativas en lo personal y en lo social; desde tener relaciones conflictivas en el trabajo o escuela o un gran desorden en el hogar, hasta tener enormes deudas por falta de mesura en los gastos; e incluso, hay imprudencias más graves que nos pueden costar la salud, la libertad o la vida.

En este mismo orden de ideas, posiblemente una de las cosas que más nos cuesta trabajo es reflexionar y conservar la calma en todas y en cada una de las circunstancias diarias. Cometemos muchos desaciertos y desatinos que se derivan de la impulsividad, la precipitación o el mal humor descontrolado; también de la inconstancia e indisciplina; o bien, de una percepción equivocada de la realidad, de prejuicios o de la falta de una completa y adecuada información. Podemos inferir, entonces, que la imprudencia está muy relacionada con la falta de dominio de las pasiones y de la irreflexión.

Una virtud cardinal

Para referirnos a la prudencia, cabe recordar que ésta se encuentra dentro de las cuatro virtudes cardinales, las cuales son: prudencia, fortaleza, justicia y templanza. Tales virtudes son adquiridas humanamente, es decir, con nuestro entendimiento y voluntad, y no son infusas, como lo son las virtudes teologales. Se llaman cardinales porque son los ejes en torno a las cuales giran las demás virtudes.

Sabemos que todas las virtudes son disposiciones espirituales orientadas directamente al bien. Nos encaminan a la perfección, pues hay que disponer de todas nuestras potencias y cualidades personales para estar en armonía con el plan de Dios; orientan toda nuestra persona hacia el Bien Supremo.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que las virtudes humanas son actitudes firmes y disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. La persona virtuosa es la que practica libremente el bien para armonizarse con el amor divino.

También en el Catecismo de la Iglesia Católica (núm. 1806) se afirma que la prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. Dice también que es la que guía inmediatamente el juicio de la conciencia y que el hombre prudente decide y ordena su vida siguiendo este juicio.

“El hombre cauto medita sus pasos”, podemos leer en Proverbios (14, 15). Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

Con gran razón, Santo Tomás de Aquino llama a la prudencia genitrix virtutum, madre de las virtudes y también auriga virtutum, conductora de todos los hábitos buenos. Este doctor de la Iglesia también define a esta virtud como la recta razón de nuestro actuar. Este actuar es un acto interno que afecta nuestra vida y la de los demás.

Una persona prudente

La persona prudente actúa con sagacidad, discernimiento y ecuanimidad; pondera y jerarquiza de acuerdo a su tabla de valores morales o a las convicciones de su fe. Habla con cuidado, de forma justa y asertiva. Lleva a cabo todos sus actos con moderación, templanza, previsión y sensatez. Toma precauciones para evitar posibles daños, dificultades o peligros. Respeta la vida, los sentimientos y las libertades propias y la de los demás. Prudencia es lucidez para conocer la medida de las cosas.

La prudencia está relacionada estrechamente con la sabiduría que, de forma sencilla, la podemos entender como la cualidad del buen juicio desarrollada a partir de la experiencia, la observación y la reflexión. Santiago (3,17) nos da una descripción más bella de la sabiduría en la Sagrada Escritura: “La sabiduría que viene de arriba es rectitud, paz, tolerancia y comprensión. Está llena de compasión y produce buenas obras.” Tal vez por todo esto, Víctor Hugo decía que la prudencia es la hija mayor de la sabiduría.

La prudencia hace que el individuo razone con buen juicio, que mantenga equilibrio entre la acción y la razón, que se desempeñe con justicia. Nuestro Señor Jesucristo nos pide hacer uso de todas estas cualidades cuando aconseja: “Miren que yo los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas” (Mt 10,16).

Ser prudente también es pensar antes de hablar. Es expresar la palabra adecuada en el momento oportuno y obtener buenos resultados. Dice el Libro de los Proverbios: “La persona prudente medita bien las palabras que va a decir”.

En este mismo sentido podemos retomar la frase: “El hombre prudente no dice todo lo que piensa, pero piensa todo cuanto dice”. Si nos damos un momento para reflexionar llegaremos a la conclusión de que no hay necesidad de reprender a gritos a los hijos o de discutir acaloradamente con el cónyuge o tener un roce con algún vecino; concluiremos también que es mejor evitar malos comentarios acerca de terceros y también contenernos de decir cualquier cosa con enojo porque seguramente, más tarde, nos arrepentiremos. “Si alguien no peca con su lengua, es un hombre perfecto, capaz de dominar toda su persona” (Sant 3,2). Esto último refuerza lo que el apóstol Pedro declara: “También podemos conocer que la persona prudente es quien lleva una vida de autodominio y sobriedad” (1Pe 4,7)

La prudencia es, entonces, decisiva en nuestra vida. En primer lugar, para conservarla y cuidarla; en segundo lugar, para tomar decisiones trascendentes que afectarán o traerán consecuencias en el plano terreno, por ejemplo: qué profesión estudiar, qué amigos tener, con quién casarse, o no casarse, aceptar un trabajo, decidir cuál será nuestro lugar de residencia, etcétera; y en términos más trascendentes aún, también a lo largo de nuestra vida, tomamos decisiones que pueden hacernos ganar la gloria de Dios o condenar nuestra alma: “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mc 8,36).

Vemos claramente que esta virtud reside propiamente en el entendimiento porque discierne y jerarquiza lo que, en cada caso particular, es más apropiado para conseguir nuestro fin; es un razonamiento que junta el conocimiento de los principios que nos rige con el de las realidades positivas, en medio de las cuales debemos organizar nuestro vivir. Consecuentemente, interviene la voluntad para mandar al entendimiento –que ya ha considerado los motivos y razones que le habrán de servir para elegir con tino– y mandará la ejecución de los medios elegidos.

Se puede enfocar las motivaciones de nuestros fines hacia el logro de la concordia social o hacia la eficacia en el trabajo; mas, para el cristiano, el motivo fundamental de la virtud de la prudencia debe ser el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Elementos constitutivos

Para obrar prudentemente son necesarias tres condiciones: deliberar con madurez, decidir con sabiduría y ejecutar bien.

Deliberar con madurez: Una madura deliberación para discurrir cuáles son los medios más adecuados para el propósito que intentamos ha de ser proporcional a la importancia de la determinación que hayamos de tomar. Es de suma importancia considerar en tal deliberación el pasado, el presente y el porvenir.

El recuerdo de lo pasado servirá de mucho porque, aun cuando la naturaleza humana sigue siendo la misma en todos los tiempos, es muy conveniente consultar con la historia para ver cómo resolvieron otras personas los problemas que se nos presentan ahora a nosotros; sus experiencias nos pueden ahorrar algunos errores. Al recordar sus aciertos y sus equivocaciones sabremos mejor cuáles son los peligros que habremos de evitar y los medios de los que debemos disponer. También debemos examinar nuestra propia experiencia; hemos de recordar qué nos salió bien y qué nos resultó mal en alguna ocasión parecida. Así que, la persona prudente sabe aprovechar su propia experiencia y la de otros.

Asimismo, hemos de tener en cuenta el presente, es decir, las condiciones actuales en las que vivimos. Cada época y cada generación tiene sus rasgos particulares, y aun nosotros no somos los mismos en la edad madura que en la juventud o en la niñez.  Aquí intervendrá el entendimiento para ayudarnos a interpretar las experiencias pasadas y acomodarlas a las circunstancias presentes.

Por último, aun el porvenir manda a la prudencia: antes de determinarnos a llevar a cabo alguna acción conviene prever cuanto podamos las consecuencias que traerán nuestras obras para nosotros y para los demás. Así, con la memoria de lo pasado y la previsión del porvenir podremos organizar mejor el presente.

Decidir con sabiduría: Después de haber deliberado, es esencial juzgar bien, o sea, decidir entre los medios que se nos ocurren los que son los más eficaces. Para conseguirlo es importante dejar de lado los prejuicios y las pasiones que pueden perturbar nuestro juicio e intentar ver las situaciones a la luz de la fe; no nos contentemos con considerar superficialmente las razones que nos inclinan a la una o a la otra parte sino examinemos a fondo, con perspicacia, pesando el pro y el contra. Por último, juzgaremos con decisión, sin vacilaciones excesivas, puesto que hemos considerado cada cosa según su importancia y tomaremos la determinación que nos parece mejor. De esta manera, podemos determinarnos con confianza porque pusimos de nuestra parte cuanto pudimos para conocer la voluntad de Dios, y podemos estar seguros de que nos concederá su gracia para poner por obra nuestras resoluciones.

Ejecutar bien: Entonces, no hemos de tardar en realizar el plan que hayamos determinado. Y esto exige tres cosas: previsión, circunspección y precauciones.

Previsión es calcular de antemano el esfuerzo que ha de costarnos el conseguir nuestro objetivo, los obstáculos con los que podemos tropezar y los medios y recursos para vencerlos. Recordemos la parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-13): sólo cinco de ellas pudieron entrar a la fiesta de la boda porque, junto con sus lámparas, llevaron sus botellas de aceite.

La circunspección requiere abrir bien los ojos, considerar todas las cosas y las personas, de un lado y de otro, para tener una visión integral y completa; observar todas las circunstancias para comprenderlas y adaptarnos a ellas; estar al tanto de los acontecimientos para aprovecharlos favorablemente y poder prevenir las malas consecuencias de los que sean adversos. Recordemos la parábola de los talentos (Mt 25,14-30) los servidores que recibieron los cinco y los dos talentos aprovecharon sus circunstancias y redoblaron la ganancia. Muchas veces no importa tanto cuáles o cuántos son nuestros dones y talentos, sino cómo los administramos.

Acerca de las precauciones podemos decir que, aun después de haberlo previsto todo, algunas veces no suceden las cosas como habíamos pensado porque nuestro conocimiento y razonamiento son limitados y falibles. Por ello, siempre que sea posible, es menester guardar ciertas reservas y recursos en caso de que las cosas no salgan tal como las habíamos planeado.

Por supuesto, en las decisiones más graves o trascendentes siempre es meritorio consultar con personas sabias y experimentadas para buscar su consejo. También es necesario ser autocrítico y buscar la crítica constructiva. Muchas veces, no basta con la propia consideración, sino que se ha de consultar con las personas prudentes y de buen criterio; un consejo o una advertencia de un buen amigo, de un familiar sensato o de un sacerdote nos pueden abrir los ojos y hacer ver un aspecto que no habíamos contemplado. “Dos cabezas piensan más que una”, dice un refrán. De igual manera, es esencial adquirir el hábito de no resolver cosa alguna sin referirla a Dios y a su fin. Por todo ello es que la virtud de la humildad es vital para ejercer la virtud de la prudencia.

También es muy importante destacar que, es tan relevante reflexionar y deliberar una decisión como huir de la indecisión y evitar la excesiva vacilación porque, entonces, podemos caer en la procrastinación, es decir, en la postergación y en la evasión. Retomando de nuevo la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), leemos: “…el que recibió uno, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su patrón…” Sabemos que este servidor tuvo miedo y creyó que cumplía con su patrón simplemente con devolverle el talento; pero, la parábola sigue: “Quítenle, pues, el talento y entréguenselo al que tiene diez. Porque al que produce se le dará y tendrá en abundancia, pero al que no produce se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese servidor inútil échenlo a la oscuridad de allá afuera: allí habrá llanto y desesperación”.

En este sentido, debemos ser sinceros y reconocer que, en ocasiones, cuando algo no nos gusta o nos incomoda argumentamos que es prudencia lo que en realidad es pereza o comodidad. Damos un sin fin de razones e inventamos obstáculos, incluso ante nosotros mismos,  para evitar comprometernos y tomar acción. El egoísmo y el temor también los disfrazamos de prudencia. Seamos conscientes que todas estas son conductas nocivas que nos hacen caer, precisamente, en la imprudencia.

La persona prudente hace lo que puede y calcula hasta dónde puede; por ello, hay un equilibrio entre audacia y precaución. Ser prudente no significa dejar de tomar riesgos, significa medirlos y poner medios para evitarlos; y a partir de ahí, actuar con la mayor responsabilidad.

La prudencia cristiana

Además hay que tener siempre presente que la prudencia cristiana también se apoya en medios sobrenaturales como son los sacramentos y la oración. La confianza de que, con estos medios, Dios nos da la gracia para discernir y cumplir su voluntad debe estar presente en cada cristiano.

Podemos abundar aún más en este sentido cuando decimos que la regla de la prudencia cristiana no es la sola razón, sino la razón iluminada por la fe. Su expresión más noble la encontramos en el Sermón de la Montaña, contenido en el capítulo 5 del Evangelio de San Mateo. En esta enseñanza podemos ver la plenitud de la virtud de la prudencia cristiana: “[…] Ustedes son luz para el mundo. No se puede esconder una ciudad edificada sobre un cerro. No se enciende una lámpara para esconderla en un tiesto, sino para ponerla en un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Así pues, debe brillar su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los Cielos […]”

Concluimos, pues, que la prudencia se puede resumir así: buenas obras que glorifican a nuestro Padre que está en los Cielos.

Acerca de la autora: Nereyda Rodríguez Ayala se ha desempeñado como reportera de prensa escrita en la agencia de noticias NOTIFAX; ha sido Asesora de Prensa y Relaciones Públicas en el Senado de la República Mexicana; ha colaborado en el monitoreo, análisis y redacción de la información transmitida por radio televisión en el Instituto Federal de Producción de Programas Informativos y Especiales (CEPROPIE) y en el Instituto Mexicano de Televisión. Actualmente es docente de diversas materias de Comunicación Social en el Instituto de Comunicación y Filosofía (COMFIL). Desde el año 2004 pertenece a la Misión Evangelizadora (Misión 2000).