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La familia en el Concilio Vaticano II

Autor: 
Julián Arturo López Amozurrutia
Fuente: 
Vida Pastoral - Mx

El Concilio Vaticano II mostró su aprecio por la institución familiar no sólo constituyéndose como el primer pronunciamiento magisterial en explayarse en el tema (cfr. LG, nn. 11.35.41; GS, nn. 25.32.47-52.61.67.74; AA, nn. 11.30; DH, no. 5; AG, no. 15), sino también por su continua referencia a él, ya sea para hablar de la Iglesia (“familia de Dios”, cfr. sobre todo LG), ya sea para tratar sobre la humanidad entera (“familia humana”, cfr. GS). La temática abordada en él es abundante, e incorpora una perspectiva antropológica, teológica y eclesial del más amplio alcance. Nos limitamos, a continuación, a señalar algunos de sus principales derroteros.

1. La familia

Ante todo, se reconoce el carácter natural de la familia, rubricado por la divina Revelación. “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina” (GS, no. 47). Su relevancia es tal que de ella depende en buena medida la formación de las personas, así como la cohesión social. Contemplada desde la fe, alcanza su peculiaridad sacramental como signo de la unión del Señor con su Iglesia y como espacio de realización eclesial.

Conviene aún precisar un aspecto del carácter “natural” de la institución familiar, de acuerdo con el Concilio. Al tratar la índole social del ser humano, que “demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados”, aunque en todo caso “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana”, distingue dos tipos de vínculos sociales: los que “proceden de su libre voluntad”, que en varios momentos llama “asociaciones”, y los que “responden más inmediatamente a su naturaleza profunda”. Entre estos últimos ubica tanto a la familia como a la comunidad política.

Respecto a la configuración de la familia, el Concilio identifica su estructura básica a partir de la unión matrimonial –que entre cristianos constituye un sacramento peculiar–, ordenada por sí misma a la procreación y a la educación de la prole. Tales son sus “bienes y fines” (GS, no. 48). Como realidad humana, está marcada por la fundamental bondad de la persona creada a imagen y semejanza de Dios (cfr. GS, no. 12), pero también por la fractura del pecado (cfr. GS, no. 13) y la necesidad de redención, así que el Verbo encarnado, “sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social” (GS, no. 32). También en este campo “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS, no. 22).

2. En la misión de la Iglesia

Atenta a las “profundas transformaciones de la sociedad contemporánea” (GS, no. 47), la perspectiva pastoral del Concilio permite simultáneamente contemplar la doctrina sobre el Matrimonio y la familia y considerar la situación que enfrenta en la actualidad, identificando tanto lo que oscurece su verdad como lo que manifiesta su auténtica naturaleza, con una actitud básicamente positiva, de la que se deriva su lugar en la misión de la Iglesia.

Ante todo, destaca el ser lugar de testimonio, anuncio y vivencia de la fe, como espacio en el que se ejercita el sacerdocio bautismal y se cumple la vocación a la santidad. Al interno de la familia, esto se verifica tanto en las relaciones conyugales como en las filiales, y más allá de ellas en referencia a toda la Iglesia y a la sociedad en general.

Enseña primero la Constitución dogmática sobre la Iglesia: “Los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del Matrimonio... se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el Bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno...” (LG, no. 11).

Y después: “Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella” (LG, no. 41).

3. Campo prioritario del apostolado laical

Conviene destacar que el cumplimiento de esta responsabilidad constituye un campo prioritario del apostolado laical. En efecto, en la vida matrimonial y familiar “el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad” (LG, no. 35).

Esta misma convicción se expresa en el Decreto sobre el Apostolado de los laicos, abundando en ella y cualificándola con particular dignidad: “Siempre fue deber de los esposos, pero hoy constituye la parte más importante de su apostolado, manifestar y demostrar con su vida la indisolubilidad y santidad del vínculo matrimonial; afirmar con valentía el derecho y la obligación que los padres y los tutores tienen de educar cristianamente a la prole, y defender la dignidad y la legítima autonomía de la familia”. De donde derivaba: “Cooperen, por tanto, los esposos y los demás cristianos con los hombres de buena voluntad para que se conserven incólumes estos derechos en la legislación civil; se tengan en cuenta en el gobierno de la sociedad las necesidades familiares en lo referente a vivienda, educación de los niños, condiciones de trabajo, seguridad social e impuestos; póngase enteramente a salvo la convivencia doméstica en la organización de las emigraciones” (AA, no. 11).

Aún más, puntualiza con abundantes ejemplos las posibilidades de este compromiso, tanto al interno de la comunidad como hacia fuera de ella: “Esta misión de ser la célula primera y vital de la sociedad, la familia la ha recibido directamente de Dios. Cumplirá esta misión si, por la mutua piedad de sus miembros y la oración en común dirigida a Dios, se ofrece como santuario doméstico de la Iglesia; si la familia entera se incorpora al culto litúrgico de la Iglesia; si, finalmente, la familia practica el ejercicio de la hospitalidad y promueve la justicia y demás obras buenas al servicio de todos los hermanos que padecen necesidad. Entre las diferentes obras del apostolado familiar pueden mencionarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados, acoger con benignidad a los forasteros, colaborar en la dirección de las escuelas, asistir a los jóvenes con consejos y ayudas económicas, ayudar a los novios a prepararse mejor para el Matrimonio, colaborar en la catequesis, sostener a los esposos y a las familias que están en peligro material o moral, proveer a los ancianos no sólo de lo indispensable, sino también de los justos beneficios del desarrollo económico” (AA, no. 11).

Por si fuera poco, no se duda en reconocer la función de la familia en tierras de misión, donde “las familias cristianas dan al mundo testimonio valiosísimo de Cristo cuando ajustan toda su vida al Evangelio y dan ejemplo de Matrimonio cristiano” (AA, no. 11), y donde uno de los objetivos para “arraigar profundamente en el pueblo” no es otro que hacer florecer “familias henchidas de espíritu evangélico” (AG, no. 15).

4. Familia y educación

Entre los espacios de formación cristiana, y señaladamente para el apostolado, no se duda poner en primer lugar a la misma familia. “A los padres corresponde el preparar en el seno de la familia a sus hijos desde los primeros años para conocer el amor de Dios hacia todos los hombres, el enseñarles gradualmente, sobre todo con el ejemplo, a preocuparse por las necesidades del prójimo, tanto materiales como espirituales. Toda la familia y su vida común sean, pues, como iniciación al apostolado” (AA, no. 30).

De hecho, la educación más en general es un tema sobre el que el Concilio profundiza. Ante todo, se defiende que “la madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a medida que van creciendo” (GS, no. 61).

Sobre esta línea, la Declaración sobre la Educación Cristiana de la Juventud reconoce el deber y derecho fundamentales e insustituibles de los padres en este campo: “Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan. Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con la gracia y los deberes del sacramento del Matrimonio, importa que los hijos aprendan desde los primeros años a conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el Bautismo. Encuentren en la familia la primera experiencia de una saludable sociedad humana y de la Iglesia. Por medio de la familia, en fin, se introducen fácilmente en la sociedad civil y en el pueblo de Dios” (GE, no. 3).

Este principio se desglosa en el derecho de los padres, según su conciencia, de elegir las escuelas de sus hijos (cfr. GE, no. 6), y sobre todo en el campo de la educación religiosa. En efecto, “cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos de acuerdo con su propia convicción religiosa. Así, pues, el poder civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con auténtica libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de elección. Se violan, además, los derechos de los padres si se obliga a los hijos a asistir a lecciones que no correspondan a la convicción religiosa de los padres o si se impone un sistema único de educación del cual se excluya totalmente la formación religiosa” (DH, no. 5).

Conclusión

El Concilio Vaticano II no dudó en contar a la familia como uno de los “problemas actuales al que debe atenderse con más urgencia, dado que los ataques e incomprensiones de su naturaleza afectan profundamente al género humano” (cfr. GS, no. 46). Más aún, este fue el tema que trató en primer lugar. Nuestro repaso nos ha permitido captar que, por un lado, se trata de un punto neurálgico, y que además, padece ya desde hace cincuenta años fuertes presiones culturales, mismas que han tendido a agravarse.

La acción eclesial de nuestros días sigue teniendo en la familia uno de sus puntos más sensibles. El magisterio conciliar es un ejemplo tanto en su capacidad de formular con lucidez los problemas como de profesar con claridad la convicción creyente. Lo cierto es que la articulación de la pastoral familiar no ha logrado permear en los diversos estratos de las comunidades cristianas. Un vigoroso anuncio de la belleza del Matrimonio y de la familia, una evangelización franca y alegre sobre su naturaleza, un acompañamiento cercano y diligente de las familias concretas, una perseverante oración y una apertura constante y esperanzada a la gracia redentora de Jesucristo, son siempre principios vigentes que debemos poner en práctica, por el bien de las personas, de la sociedad y de la misma Iglesia.

Acerca del autor

Julián Arturo López Amozurrutia, sacerdote diocesano de la Arquidiócesis de México, es Doctor en Teología Dogmática (Roma). Ha presentado sus servicios en la Secretaría del Sínodo de los Obispos durante el Asamblea Especial para América (1997); ha sido Director Espiritual Adjunto en el Seminario Conciliar de México, Coordinador Académico, Director General y Rector del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (México). Ha desempeñado una constante labor académica desde el 2001 en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de la Universidad Católica Lumen Gentium, en la Universidad Pontificia de México y en el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana. Es miembro del Consejo de Bioética de la Conferencia del Episcopado Mexicano desde su fundación, en 2004. Fue primer vocal de la Directiva de la Organización de Seminarios de México de 2008 a 2011, y colaboró en la elaboración del actual Ordenamiento Básico de Estudios para los Seminarios de México y en las Normas Básicas para la Formación Sacerdotal en México. Recientemente fue nombrado Canónigo de la Catedral Metropolitana de México. Cuenta con varias publicaciones, tanto de Teología como de vida cristiana. Nota: el artículo aquí presente se publicó en la revista “Vida Pastoral” (México).