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La nueva evangelización: ¿una cruzada de cristiandad o una misión al servicio del hambre universal de verdad?

Autor: 
Alberto Anguiano García
Fuente: 
VP-Mx

I. La nueva evangelización

La conciencia de que la evangelización es un cometido que identifica esencialmente al cristiano y a la Iglesia ha ganado terreno en los últimos tiempos. Prueba de ello es el texto programático que el Papa Francisco ha entregado a la Iglesia: La alegría del Evangelio (2013). Se debe recordar que esta exhortación apostólica aparece como una solemne conclusión a la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, dedicada a reflexionar sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe. Este sínodo, realizado en octubre de 2012, se colocó al inicio del año de la fe y fue convocado por Benedicto XVI para celebrar el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio y los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.

En efecto, en la medida que el Vaticano II se propuso ser un concilio pastoral al buscar el diálogo con el mundo moderno, la evangelización como misión propia de la Iglesia se fue colocando en el centro de las enseñanzas del magisterio, así como de la reflexión teológica posconciliar. Puede decirse que tanto la constitución pastoral Gaudium et Spes como el decreto Ad gentes son específicas referencias conciliares que hicieron notar la necesidad de renovar el esfuerzo evangelizador. Ya luego, la tercera Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (1974) se ocupó del tema de La evangelización en el mundo moderno. A partir de las proposiciones de este sínodo, Pablo VI redactaría la famosa exhortación Evangelii Nuntiandi (1975), cuyo magisterio ejerció una decisiva influencia en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. En efecto, La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina fue el tema del que se ocupó esta conferencia, celebrada en Puebla, durante el mes de febrero de 1979. Ese mismo año, al visitar su natal Polonia, Juan Pablo II hablaría de la necesidad de una “nueva evangelización”.  Más tarde, en 1983, reiteraría esta urgencia ante los obispos del CELAM al proponerles un novenario anual para celebrar el quinto centenario de la evangelización en América Latina. Para prolongar y reforzar el trabajo pastoral de su predecesor, Benedicto XVI crearía, en 2010, el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización.

II. ¿Una nueva evangelización para una nueva cristiandad?

Sin embargo, la llamada a una nueva evangelización ha sido interpretada por algunos como la convocación a una especie de cruzada para instaurar una nueva cristiandad. Se sugiere así, peyorativamente, que la nueva evangelización consistiría en un proyecto restauracionista del modelo medieval en el que la fe cristiana y la cultura de cada estado conformarían una realidad homogénea. Pese a todo, esta polarizada lectura puede ser útil para profundizar en el sentido de la misión evangelizadora de la Iglesia, en la medida que es necesario despejar la infundada sospecha. Por lo tanto, si se debe afirmar que la misión de la Iglesia no está motivada por un afán proselitista,  es preciso especificar después cuál es el sentido del encargo misionero. Semejante precisión es más urgente en cuanto se tiene conciencia de que, como aclaró el Concilio, la salvación es también posible para quienes, sin culpa de su parte, desconocen el Evangelio de Cristo.

La interrogante es, pues, apremiante, sobre todo una vez que la constitución Lumen Gentium ha admitido, sin ambigüedades, que la acción salvadora de Cristo puede ser identificada, incluso más allá de la acción sacramental de la Iglesia. Es precisamente este franco reconocimiento de la eficacia de la redención extra ecclesiam lo que ha llevado también a la falsa suposición de un magisterio conciliar que habría relativizado la doctrina católica, al grado de afirmarla contablemente como “una” entre muchas otras mediaciones salvíficas.  Esta presunción no se apoyaría aisladamente en el texto de la Lumen Gentium, sino que hallaría también fundamento en la declaración Dignitatis Humanae. En la medida en que este documento ha defendido la libertad religiosa como un derecho humano fundamental, sería legítimo pensar que el Vaticano II, en una actitud de abierto pluralismo, habría aceptado que todas las religiones, incluido el cristianismo, son iguales.

Sin embargo, es preciso advertir ya que la Lumen Gentium no hace sino reiterar una doctrina tradicional de la Iglesia respecto a la salvación de lo que podría llamarse “infieles involuntarios”, es decir, de aquellos que, por ignorancia invencible y, por tanto, sin culpa suya, no invocan a Cristo como su divino Salvador. Pero esta confirmación de la genuina enseñanza de la Iglesia no autoriza a pensar que la citada declaración ha renunciado por ello a la convicción de que la religión, fundada en las enseñanzas de Cristo, es la única verdadera y que, como tal, ésta subsiste en la Iglesia católica.  Más aún, es esta convicción el punto de partida de las afirmaciones del documento conciliar.

Aclarado esto, se puede ir comprendiendo que la verdad, implicada en el Evangelio de Cristo, es lo que hace explicable la acción misionera de la Iglesia, pues la razón de todo ser humano está naturalmente inclinada a la verdad. Se puede decir, por tanto, que el derecho a la libertad religiosa, en cuanto humana necesidad natural de creer sin coacción de ninguna especie, se funda en el no menos vital derecho que todo sujeto tiene de conocer la verdad.  En consecuencia, este derecho humano implica la exigencia y el deber de hacer conocer la verdad, de allí que todo apostolado y ministerio deba ser entendido como compromiso para colaborar en el conocimiento de la verdad que comporta el Evangelio de Cristo.

III. Las “razones” por las que la religión verdadera es esencialmente misionera

Como ya se ha insinuado en el apartado anterior, fuera de la pregunta por la verdad, la religión y sus prácticas degeneran en un intimismo privado, sin conciencia ni responsabilidad social. Más aún, de modo más preocupante, una religiosidad que no examina su credo y sus máximas de conducta a la luz de la razón se encamina fatalmente al ámbito de lo puramente subjetivo, donde las emociones ahogan la verdad de los juicios inteligentes. En el terreno del subjetivismo tienen cabida, precisamente, todo tipo de fenómenos contrarios a la razón sana y coherente, tales como la arbitrariedad o la patología de la alucinación. En todo caso, será esta religión y no cualquier otra la que merezca el ácido comentario del popular escritor estadounidense Robert M. Pirsig y que con tanta complacencia asume el llamado “rey de los ateos”, Richard Dawkins: “Cuando una persona sufre de una alucinación, se llama locura; cuando muchas personas sufren de alucinación, se llama ʻreligiónʼ”.

Conviene, pues, considerar que toda evangelización, primera o segunda, antigua o nueva, no cumplirá cabalmente su cometido de servicio a la humanidad, es decir, su finalidad salutífera, mientras el mensaje cristiano no se proponga como una verdad que no sólo hay que aprender, sino aprehender integralmente con el corazón, pero también con la mente, a fin de adquirir el arte por el que se puede vivir recta y felizmente.  Si el cristianismo es entendido como una práctica ritual o ética, o bien simplemente como una doctrina, la fe cristiana no habrá logrado hacer notar su originalidad más propia. Si la doctrina, moral y culto son constitutivos de cualquier religión, se debe aclarar que el cristianismo no es y, por tanto, no puede ser asumido y anunciado puramente como una religión.

Tengamos presente que el prefacio de los Lineamenta, del aludido sínodo de 2012, aborda, sin preámbulos, el tema de la evangelización, evocando el conocido pasaje del capítulo 28 de san Mateo. Con esta misma citación, se abre también un texto que Joseph Ratzinger presentara, por primera vez, en las Semanas Universitarias de Salzburgo en 1992.  En este escrito, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe planteaba la cuestión de la transmisión del Evangelio en los siguientes términos:

El cristianismo se presentó en el mundo con la conciencia de un encargo universal. Los creyentes en Jesús sabían desde el primer instante que se hallaban en la obligación de transmitir su fe a todos los hombres; veían en la fe un bien que no les pertenecía a ellos solos, un bien al que todos los hombres tenían derecho. [...] No fue el afán de poder el punto de partida del universalismo cristiano, sino la certeza de haber recibido el conocimiento salvador y el amor redentor, al que tienen derecho todos los seres humanos. [La misión] fue considerada como la transmisión obligatoria de lo que estaba destinado a todos y de lo que todos tenían necesidad. 

Observemos cómo, en palabras llanas, el Evangelio debe transmitirse porque contiene un mensaje bueno para todo el mundo. Pero, justamente, la pretensión de que el mensaje cristiano sea una noticia nueva y buena que interesa igual y necesariamente a todo ser humano es lo que resulta hoy particularmente debatido en el ámbito del diálogo interreligioso. Lo que suscita la común protesta radica precisamente en el presupuesto según el cual dicho mensaje cristiano es verdaderamente bueno para todos.

El antes citado discurso de Salzburgo, pronunciado en 1992 en el contexto del quinto centenario de la llegada de Colón al llamado “Nuevo Mundo”, enfrentaba entonces la acusación de una arrogancia cristiana; por eso, el mismo Ratzinger puntualizaba ahí que: “Muchos no consideran la historia de la misión universal como historia de la difusión de la verdad”.  Más tarde, en el año 2000, un comentario a la Fides et Ratio daría ocasión al cardenal Ratzinger para aclarar más explícitamente cómo las dificultades en torno al propósito universalista de la transmisión de la fe se retrotraen, finalmente, a la sola cuestión de la verdad absoluta:

Lo peculiar de la fe cristiana en medio del mundo de las religiones es que esa fe asegura decirnos la verdad acerca de Dios, del mundo y del hombre, y que reclama ser la religio vera, la religión de la verdad [...]. En esta pretensión se basa la tendencia misionera de la fe: tan sólo porque la fe cristiana es la verdad, afecta a todos los hombres; si fuera únicamente una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces la fe tendría que permanecer en su ámbito cultural y dejar a las demás creencias en el suyo. 

Está pues claro que la racionalidad de la fe es, finalmente, lo que explica y justifica el mandato de transmitir la fe hasta los últimos rincones de la tierra. El Evangelio no sólo es transmisible por ser noticia, sino que es imperativamente transmisible porque es noticia “verdadera”; más aún, es la noticia por antonomasia, la única que finalmente interesa al bien de la humanidad. De hecho, a renglón seguido del citado texto, el entonces cardenal especifica: “La cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía”.  Esta última afirmación parece recordar lo que, a comienzos del siglo pasado, escribía el conocido converso y literato británico Chesterton, a propósito de la verdad cristiana: “Si el cristianismo es […] un fragmento de metafísica sin sentido, inventado por unas pocas personas, entonces, por supuesto, defenderlo será simplemente hablar de metafísica sin sentido una y otra vez. Pero si el cristianismo resultara ser verdadero […] ninguna cosa puede ser irrelevante para esta proposición”.

Ahora bien, si por una parte la racionalidad de la fe justifica el enfoque universal de la misión cristiana; por otra, la reacción, casi alérgica, ante la pretensión de verdad absoluta pone al descubierto una común mentalidad a la que el mismo Ratzinger se refiere al tratar de sintetizar la intención de la Fides et Ratio:

Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe se quedaría sin aire que respirar. 

Ahora bien, se puede decir que el relativismo que caracteriza hoy nuestra cultura hunde sus raíces en la época de la Ilustración. De este modo, la religiosidad fue expulsada del campo de lo racional para ser reubicada en el ámbito de lo puramente subjetivo o emocional. A partir de entonces, empezó a hacerse común la distinción entre “el Dios de la religión” y “el Dios de los filósofos”. Sin embargo, esta contraposición ilustrada entre religión y filosofía no puede equivaler sin más a la relación y oposición habida entre fe y razón. La ecuación que identifica, de modo absoluto y sin matices, la religión con la fe y la razón con la filosofía es un simplismo que desvirtúa el genuino significado de la fe cristiana, pero a la vez el significado de la razón. Ni la fe es reductible al puro fenómeno de la religión, ni la razón sólo se puede identificar con el pensar filosófico. Ciertamente, el análisis de las formas concretas e históricas de la religión ayuda a poner de manifiesto que no todas las religiones están fundadas en el acto racional de la fe. Las posturas integristas, las radicalizaciones y los fanatismos son la mejor ilustración de la ya señalada no identidad entre religión y fe. Pero en la medida en que las realizaciones históricas de la religión se han mostrado como las formas más originales en la búsqueda humana de la verdad, también se prueba que la identificación de la razón con la filosofía es una anacrónica pretensión moderna.

Por tanto, hay que precisar preliminarmente que el genuino acto de creer es una dinámica propia de la razón humana que admite plurales expresiones, tantas como lo exige la complejidad de la verdad misma. En este sentido, se afirma que la fe, a su modo, está también esencialmente referida a la verdad, de ahí que la fe cristiana no puede identificarse totalmente con esa pura religión que se opone a las luces de la razón. Por otra parte, queda implícitamente afirmado, como ya se dijo, que la filosofía moderna ni el razonamiento científico pueden apropiarse, de modo exclusivo, el problema de la verdad.

Pero entonces, ¿qué se debe entender aquí por “religión”? La respuesta a esta pregunta nos llevará, por una parte, a admitir lo que hay de cierto en la distinción que la Ilustración introdujo entre el “Dios de la religión” y “el Dios de los filósofos”. Por otra parte, esta distinción no puede equipararse en absoluto a la oposición entre razón y fe, como ya se dijo; al menos, cuando nos referimos a la fe cristiana. Entre razón y fe hay una estrecha relación y, en todo caso, la oposición o diferencia entre ambas estaría mejor expresada con la distinción: “Dios de la fe” y “Dios de los filósofos”. Como se sabe, esta última distinción fue sugerida por Blaise Pascal en la nota memorial que se encontró en su casaca mortuoria: “Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y de los sabios”. Fue precisamente la reflexión sobre esta nota memorial la que dio origen al título de la lección inaugural pronunciada por Ratzinger en la Facultad Católica de Bonn, en 1959: “El Dios de la fe y el Dios de los filósofos”.

Según este agudo estudio del novel profesor de teología fundamental, la citada oposición entre religión y filosofía resulta ajena a la fe cristiana como a cualquier otra religión que tenga su punto de partida en el acto de fe. Por eso, la pregunta que podríamos formular aquí no es qué se entiende, en general, por religión, sino esta otra: ¿Toda religión presupone siempre un acto de fe? Más aún, ¿qué es la fe? Esta pregunta equivale en el contexto del pluralismo religioso a cuestionarse si toda religión entiende la fe como un acto causado por Dios en la razón humana.

Uno de los primeros divulgadores de la distinción entre religión y fe cristiana fue el famoso teólogo evangélico Karl Barth. En efecto, “Barth considera la ʻreligiónʼ como opuesta a la fe [pues, para él], la religión es un entreverado de posturas humanas por las cuales el hombre trata de elevarse hasta Dios. La fe es, por el contrario, un don procedente de Dios”. Ciertamente, en esta oposición tan radical se hace evidente la característica dialéctica barthiana; sin embargo, algunos otros como D. BonhoefferG. Baget Bozzo y el mismo R. Guardini admitieron la diferencia entre fe cristiana y religión, pero sin compartir el radicalismo de Barth. 

Aunque, por su parte, también Ratzinger rechaza la oposición radical, afirmando que el concepto de un cristianismo sin religión es contradictorio y carente de realismo, sin embargo, admite la diferencia entre ambas porque si bien es cierto que la fe tiene que expresarse también como religión y en la religión, no puede, sin embargo, reducirse a ella.  De hecho, en el texto de su Lección inaugural quiere evidenciar que la distinción entre “el Dios de la fe y el Dios de los filósofos”, si se la considera de modo excluyente, no es precisa y, por tanto, tampoco válida. Para el catedrático de Bonn, la única oposición válida es, en todo caso, la que existe entre una religión sin fe y una filosofía ilustrada, cerrada al razonamiento metafísico. Para el también profesor de historia de las religiones es un hecho que las formas históricas de la religión no representan un fenómeno homogéneo, sino una realidad variopinta cuyo tratamiento exige algunas precisiones. Por ello recurre, por ejemplo, a la distinción estoica de la religión, tal como la expone Marco Terencio Varrón (116-127 a. C.) en su obra Antiquitates rerum humanarum et divinarum. Según Varrón, hay que distinguir entre la teología mítica, la civil y la física o natural. La teología mítica supone un concepto de la divinidad fundado en los mitos de los poetas que son dramatizados en el teatro, mientras que la teología civil está reservada a las divinidades que son objeto de culto, común de todo el pueblo. Por su parte, la teología natural implica el concepto monoteísta del Dios de los filósofos.

En el análisis de Ratzinger resulta claro que el monoteísmo filosófico fue posible gracias a la evasión del mito que llevó a cabo la teología natural. La superación del mito marcaría así un paso decisivo en la historia de las religiones porque permitiría luego el no menos decisivo encuentro con la fe judeocristiana. Nada tiene pues de extraño que, en su Comentario a la Fides et Ratio, Ratzinger sostuviera conclusivamente que: “La cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía”.  Ampliando la lógica de la conclusión de Ratzinger, debe decirse también que una filosofía que se precie de ser un genuino ejercicio de la razón no puede relegar al ámbito de lo puramente subjetivo el fenómeno humano de los actos espirituales o no materiales, como el mismo pensar, abstracto y sin evidencias, en donde tiene justamente cabida el acto de fe.

La identidad parcial entre fe cristiana y religión natural o filosofía, a la que Ratzinger se refiere en su Lección inaugural, aparece ya atestiguada en santo Tomás. Y es que para el Aquinate, conocedor de Aristóteles, la filosofía es la más alta posibilidad del espíritu humano en general.  Puesto que la filosofía debe ocuparse de la verdad y su lenguaje, por ello mismo es indispensable pensar que la filosofía es connatural al propósito cristiano de un anuncio universal. A este respecto, vale la pena citar un amplio pero elocuente pasaje de la Lección inaugural del 59:

Lo filosófico designa, por tanto, ni más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios, ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera. Así es también evidente que la apropiación de lo filosófico fue realizada ampliamente en el momento en que el judaísmo, poco expansivo, quedaba disuelto por una religión expresamente misionera, el cristianismo. La apropiación de la filosofía, tal y como fue realizada por los apologetas, no era otra cosa que la necesaria función complementaria interior del proceso externo de la predicación misionera del Evangelio al mundo de los pueblos. Si para el mensaje cristiano es esencial no ser doctrina esotérica, secreta para un círculo rigurosamente limitado de iniciados, sino mensaje de Dios a todos, entonces le es también esencial la interpretación hacia afuera, dentro del lenguaje general de la razón humana. La verdadera exigencia de la fe cristiana no puede hacerse visible en su magnitud y en su seriedad, sino en relación con aquello que el hombre ya de antemano ha captado en alguna forma como lo absoluto. 

La transmisión de la fe exige, pues, esta referencia a la razón para poder asimilar y comunicar de modo crítico, profético, la experiencia del Dios personal que caracteriza la tradición judeocristiana. Sin embargo, como se ha advertido, lo que resulta realmente extraño es el hecho de que la cultura contemporánea, bajo la inercia de la Ilustración, ya no sólo opone la fe a la filosofía, sino que ahora la filosofía misma, como ejercicio de razón, pretende abdicar de la cuestión fundamental de la verdad. Preguntar por lo que es o no verdadero parece ser poco moderno, pues lo que en realidad interesa es la pregunta práctica por lo que podemos hacer. Este sintomático desplazamiento del ser al hacer concluye en un pragmatismo, según el cual la cuestión sobre lo que realmente es, resulta totalmente indiferente. Esta indiferencia es justamente la original característica del relativismo. Por eso, cuando en oposición a esta actitud de indiferencia se habla aquí de verdad absoluta, no se hace simplemente en referencia a una afirmación o fórmula particular. La pretensión de una verdad absoluta no trata, principalmente, del problema de la articulación de lo verdadero, sino del problema gnoseológico fundamental acerca de la posibilidad o no de conocer lo que es real y verdadero. Si el conocimiento no es posibilidad real de alcanzar la realidad en sí misma, entonces sencillamente no hay posibilidad, ni siquiera de conocimiento alguno porque toda afirmación, como articulación lógica, supone siempre la pretensión de la verdad; de otro modo, toda locución sería absurda y carente de sentido. Incluso si alguien dice que no hay verdades absolutas, es sólo porque presupone que dicha negación es verdadera. 

Ciertamente, también hoy, la investigación humana busca verdades, pero la cuestión misma sobre la verdad parece no interesar más que a un cristianismo acusado de arrogancia. De este modo, la discusión sobre la verdad se vuelve irrelevante y viene descalificada como una cuestión no científica. Por tanto, es obvio que el anuncio cristiano de la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre carezca de importancia. En este complejo contexto relativista, Benedicto XVI ha señalado que, ahora como en los comienzos del cristianismo, el método propio de la transmisión de la fe debe ser el de la apología, es decir, la exposición sistemática de las razones de nuestra fe. Si se desconocen las razones del mensaje de Jesucristo; si los bautizados se empeñan en la tarea misionera, ignorando la verdad de lo que comunican, cabe sospechar que, consciente o inconscientemente, la nueva evangelización no es otra cosa que una cruzada de cristiandad que agrupa esfuerzos voluntariosos pero ingenuos, y en el peor de los casos mezquinos intereses ideológicos o proselitistas, disfrazados de celo misionero.

Acerca del autor: Alberto Anguiano García es sacerdote de la Arquidiócesis de Monterrey. Licenciado en Teología por la Universidad Pontificia de México y doctor en Teología Dogmática por la Universidad Gregoriana de Roma. Fue director del Departamento de Publicaciones de la UPM y de la revista Efemérides Mexicana, así como coordinador del área de Teología Dogmática. Ha sido fundador y miembro del Consejo Directivo del Seminario Permanente para el Diálogo entre Ciencia y Fe que imparte dicha universidad. Ha publicado diversos libros y artículos sobre temas de antropología teológica, historia de la teología y método teológico. Actualmente es rector de la Universidad Pontificia de México.