KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

La oración: aliento de vida nueva

Autor: 
Papa Francisco
Fuente: 
Kénosis

Hay en el cuerpo humano algunas funciones esenciales como el latido del corazón y la respiración.

Me gusta imaginar que la oración personal y comunitaria de nosotros los cristianos es la respiración, el latido cardiaco de la Iglesia, que infunde su propia fuerza en el servicio de quien trabaja, de quien estudia, de quien enseña; que vuelve fecundo el conocimiento de las personas instruidas y la humildad de las personas sencillas; que da esperanza a la tenacidad de quien combate la injusticia.

La oración es nuestro decir sí al Señor, a su amor que nos alcanza; es acoger al Espíritu Santo, quien sin cansarse nunca, derrama su amor sobre todos. 

Decía san Serafín de Sarov, un gran maestro espiritual de la Iglesia rusa: “Entonces, adquirir el Espíritu de Dios es el verdadero fin de nuestra vida cristiana, al grado de que la oración, las vigilias, el ayuno, la limosna y otras acciones virtuosas hechas en Nombre de Cristo no son más que los medios para este fin”.  No siempre somos conscientes de respirar, pero no podemos dejar de respirar. 

La oración y las oraciones

Luego, la respiración no siempre es igual: a veces es calmada, a veces trabajosa, a veces acelerada, y a veces hasta nos falta la respiración; en cambio otras veces —sobre todo los lugares no contaminados como el mar o las montañas— respirar es justo un placer. Muchas veces un poco de aire limpio nos ubica, ¡desde muchos puntos de vista!

En todo caso, la cosa más importante es que nosotros no respiremos mucho, durante una vez a la semana o algunas horas al día, ¡sino siempre! Y es esta constancia en la respiración que me recuerda lo que nos dice san Pablo: “Ruego ininterrumpidamente”(1Tes 5,17).

A lo largo de la historia se ha buscado el poner en práctica esta indicación de san Pablo de varias maneras: había algunas comunidades monásticas en las que se hacían turnos, a fin de que noche y día, sin interrupción, subiera la alabanza a Dios desde los monasterios. 

Sin embargo, los grandes maestros de la oración cristiana, ya sea de oriente o de occidente, nos han enseñado que la oración incesante es una invitación a vivir siempre en presencia del Señor, en diálogo con Él dentro del propio corazón, en la propia mente. “Oración incesante quiere decir tener la mente dirigida a Dios con gran fervor y amor, permanecer siempre ligados a la esperanza que tenemos en Él, cualquier cosa que hagamos y cualquier cosa que suceda”. 

Está claro: como en el caso de la respiración, en algunos momentos somos muy conscientes de este diálogo —son momentos de oración: litúrgica, comunitaria o personal en lo secreto de nuestra habitación (Cfr. Mt 6,6). Y sin embargo, estos momentos no son la oración, sino ocasiones especiales en las 24 horas con el Señor, porque siempre estamos respirando. En el fondo, como dice siempre san Pablo, el Paraíso es estar para siempre con el Señor (1Tes 4,17). Y con la resurrección de Jesús y nuestro Bautismo, ya entramos en el Paraíso, porque somos hijos del Padre: siempre ante Él, porque Él nunca se aleja de nosotros: ¡su amor es grande y fiel!

No siempre con palabras, pero siempre en el encuentro

Entonces orar no quiere decir recitar oraciones continuas, jaculatorias, invocaciones para vivir en la presencia del Señor. A veces nos faltan las palabras y nuestras oraciones se convierten en una especie de “gemidos inexpresables” (Rom 8,26) suscitados por el Espíritu Santo, que es el Maestro de oración. Al orar, a veces reímos y a veces lloramos. Alguna vez la oración es una alabanza, a veces una súplica; a veces un agradecimiento, a veces una petición de perdón: a veces pedimos luz para una duda y para una incertidumbre, a veces pedimos perseverancia en las dificultades.

Como en las relaciones con las personas, la oración no siempre está hecha de palabras, sino que siempre es un verdadero encuentro, en el que estamos en la presencia del Señor quien siempre está con nosotros (Cfr. Mt 28,20) y que siempre nos da su amor, misericordia, esperanza, incluso cuando nos reprocha y hace remorder nuestra conciencia para estimularnos a la conversión. También Su silencio es precioso, porque también aquí siempre hay un don, una gracia —quizá escondida— del Espíritu, que nos une a Él y a los demás. El amor se expresa también en el silencio. El amor llena el silencio. El amor necesita momentos de silencio.

En el ritmo de la Pascua de Jesús

Cuando la oración es la respiración de la vida, nos pone en relación con el Padre. Cuando la oración es verdadera, nos volvemos disponibles al Espíritu Santo, quien como un gran artista,  restaura en cada uno de nosotros la semejanza con Jesús, nuestro Hermano universal, como decía el beato Carlos de Foucault.

Obviamente el Espíritu Santo nos asemeja físicamente a Jesús, pero —como dice también san Pablo— hace madurar en nosotros “los mismo sentimientos” (Flp 2,5), la mentalidad y la mirada de Jesús.

Para Jesús la vida es un don acogido y donado: este es el sentido de su Pascua de pasión y muerte que, por fidelidad al Padre, se ha realizado en la resurrección. 

La oración alimenta en nosotros la vocación a seguir a Jesucristo en un camino pascual: confiarnos y entregarnos totalmente son siempre una muerte, pero junto a Jesús se convierten en el último paso hacia la resurrección, hacia la vida. 

Para ver si nuestra oración nos une al Señor, como nos enseña san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, se necesita verificar si está creciendo en nosotros esa mentalidad pascual. Si la Pascua de Jesús sólo es para nosotros no sólo algo que ya le pasó, sino que se convierte en nuestro modo de mirarnos a nosotros mismos, a las personas que nos rodean y al mundo en el que vivimos, entonces, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos decir junto con el Señor: “La vida nadie me la quita: yo la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de tomarla de nuevo” (Jn 10,18). Esta es la mentalidad de la Iglesia, del santo Pueblo fiel de Dios, esta es la lógica de los santos, también de aquellos “de la puerta vecina” (Cfr. Gaudete et exsultate, núms. 6-9).

La vida nueva se vuelve concreta en nosotros cuando comenzamos a vivir como Dios, donándonos a nosotros mismos. Y esto no es fruto de nuestras virtudes o cualidades (porque nuestras virtudes son siempre pocas e inestables), sino al hecho de que poco a poco acogemos el amor de Dios. Se trata de un amor activo, poderoso, que nos renueva desde el interior, nos une a Cristo, y así nos asemejamos a él cada vez más: en los pensamientos, en los sentimientos, en los ideales, ¡en el amor!

Este camino de compromiso con el Señor a veces nos lleva también a la renuncia de nosotros mismos: esta es nuestra muerte diluida en los gestos y en la atención a los demás, en la renuncia a nuestras pretensiones, a nuestro egoísmo escondido detrás de muchos bellos pensamientos y bellas intenciones. ¡Y en el último respiro de la fe viviremos la última entrega al Padre!

Un don que se nos ha confiado

Estas pequeñas/grandes muertes a la afirmación de nosotros mismos son nuestro entrenamiento para hacer crecer la vida nueva, que nos es verdaderamente donada pero también se nos entrega a nuestro cuidado. Poco a poco hacemos experiencia en la Iglesia, en la comunión con los pastores y hermanos, de que gracias a Jesús muerto y resucitado las muertes y la muerte son justamente la oportunidad para hacer un don de nosotros mismos, para vivir en comunión y unidad, no porque seamos valerosos, sino porque somos miembros de un Cuerpo que es Cristo y la Iglesia.

Esta vida es de veras nueva, porque también la muerte en la Pascua es nueva, es otra cosa. Ya no es el fin, sino el momento decisivo de la fe en el Padre que cuida de nosotros (Cfr. 1Pe 5,7). Incluso si no comprendemos siempre, Él nos guía a su Reino, a la comunión, a menudo sirviéndose de las manos de quien está junto a nosotros. Y no siempre son manos de oro, como tampoco lo son las nuestras en nuestros problemas: somos todos un poco santos y un poco pecadores, un poco generosos y un poco egoístas.

Todo es renovado

Me viene a la mente una última imagen. Nuestra vida se asemeja a una clepsidra (reloj que mide el tiempo basándose en lo que tarda el agua en caer de un tubo o vaso a otro). En la parte de arriba está nuestra vida de cada día: cuando hacemos un acto de amor o renunciamos por amor a nuestras pretensiones, un grado de nuestra vida se va a la parte inferior de la clepsidra, que es la vida eterna, la unidad con el Señor y con los hermanos. Un poco cada vez, y entonces, todo lo que nosotros somos puede pasar totalmente a la otra parte. Los años pasan, muchas cosas cambian, nos consumimos físicamente y, sin embargo, nuestro apagarnos por amor no se desvanece en la nada, sino que está como transferido al Señor. De hecho, lo que pasa por la estrechez de la muerte —como a través del embudo de la clepsidra— en unión con Cristo no desaparece, no es anulado, sino que es acogido, está vivo y renovado en el Señor. 

Pero cuidado: el Señor no es un banquero al que le confiamos las cosas preciosas para que nos las dé con interés en el otro mundo, para que nos las regrese con intereses en el otro mundo. Nuestra vida vivida en el amor al Señor no se la queda, sino que nos la entrega en cada santa Misa, que es nuestra máxima participación en la Pascua de Jesús. De hecho, sentimos que la parte más verdadera de nosotros, la que ha vivido en amor y perdón, “está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3), porque la ley de la amistad es justo el camino de la Iglesia. 

Y la Eucaristía es de veras el sacramento de la Iglesia, la revelación de que ya somos una sola cosa en el Señor. Lo decía san Agustín: “Entonces, si ustedes son el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor es colocado el misterio de ustedes: reciban su misterio. Eso es a lo que responden ʻaménʼ y respondiendo lo suscriben. De hecho se te dice: ʻel cuerpo de Cristoʼ, y tú respondes: ʻaménʼ. Sé miembro del Cuerpo de Cristo, para que seas verdadero en tu ʻaménʼ”. 

No lo olvidemos: cuando compartimos nada de nosotros se pierde, nada es indiferente o insignificante. Al contrario, nuestra historia, gestos, sueños, afectos, dones…, al entrar en el amor, pasa por el camino de la Pascua de Jesús, traspasa la muerte y entra en la resurrección de la comunión: y esta es de veras la ¡vida nueva!

Autor: Papa Francisco. Fuente: el texto forma parte de un fragmento del libro La Oración: aliento de vida nueva (San Pablo, México), el cual pertenece a la colección Intercambio de dones. El libro está disponible en toda la red de librerías San Pablo y en su correspondiente  tienda virtual.