KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Las enfermedades en la Biblia

Autor: 
Étienne Dahler
Fuente: 
LFC - Mx

La Biblia habla muy frecuentemente de las enfermedades que padecen los hombres. Los textos del Antiguo Testamento mencionan aproximadamente una cincuentena. La ley de Moisés aborda esta cuestión, interesándose sobre todo en la lepra y en las hemorragias, enfermedades ligadas muy estrechamente a la impureza. El Nuevo Testamento, por su parte, introduce en escena a muchos enfermos, principalmente paralíticos, ciegos, sordos y leprosos.

La enfermedad es inherente a la vida. Pero en la Biblia es sistemáticamente analizada no en sus causas biológicas, sino en sus causas metafísicas y espirituales: aparece indudablemente ligada al pecado, así como la vida humana aparece ligada a la finitud: Eres polvo y al polvo regresarás (Gén 3,19), declara Dios a Adán, después de la desobediencia inicial.

De acuerdo al pensamiento del Antiguo Testamento, Dios, que es considerado como la fuente y el dueño de la vida, permite la enfermedad en el hombre, y junto con ella la “prueba” y la sanación. Tal es el caso del libro de Job, donde el Diablo es autorizado para probar duramente al siervo de Dios, o bien, el elocuente ejemplo del rey Ezequías que, mientras está padeciendo una enfermedad grave, el profeta Isaías le revela que va a morir; ante este anuncio, el soberano suplica a Dios en una oración desgarradora y, un poco después, Isaías regresa al palacio para anunciarle que, habiendo encontrado gracia a los ojos del Señor, se le concedían quince años más de vida.

Como se ve, en las páginas de la Biblia la salud del cuerpo y la salud espiritual aparecen estrechamente ligadas. Así, la enfermedad de Job es tomada como una puesta a prueba de su fe permitida por Dios, aunque sea operada por el Demonio. Por su parte, la recuperación de Ezequías se interpreta como una respuesta a su oración.

Cobra importancia aducir también la sanación del general sirio Naamán, profetizada por Eliseo, signo mediante el cual Dios manifestó su poder. De igual forma, resaltan las acciones de Jesús que, después de sanar enfermos, declara muy a menudo: “Tu fe te ha salvado”, o bien “Tus pecados te son perdonados”.

La forma en la que el hombre de la Biblia teme a la lepra y a leproso revela una manera original de considerar la condición humana. La lepra, enfermedad citada con frecuencia en las Sagradas Escrituras, aparece como un serio peligro, debido a su capacidad para degradar la condición física y espiritual de los individuos, así como por la facilidad de su contagio.

La lepra se manifestaba como un proceso de putrefacción asemejado a una muerte que se realiza “a fuego lento”. El leproso, verdadero “muerto-viviente”, representaba al hombre pecador en el que la deterioración y la extinción eran ineluctables. La enfermedad lo desfiguraba poco a poco, haciéndole perder su semejanza con Dios.

El caso de María, la hermana de Moisés, ilustra perfectamente esta percepción de la lepra: apoyándose en Aarón, había criticado vivamente a Moisés, llegando a negar su autoridad. Entonces… El señor se enojó con ellos y se fue. Y cuando la nube desapareció del Tabernáculo, María apareció cubierta con una lepra blanca como la nieve (Núm 12,9). El pasaje bíblico manifiesta la unión directa de la enfermedad con el pecado. La enfermedad constituía la señal visible de la condición humana sometida a la corrupción.

El aislamiento del leproso es muy mencionado en la Biblia; era una medida de higiene indispensable por el aspecto fuertemente contagioso de la enfermedad y una medida de disciplina espiritual que separaba al pecador para proteger a la comunidad de una contaminación que podría serle fatal.

Tradicionalmente, el leproso debía llevar vestimentas desgarradas, mantener la cabeza descubierta –pero cubierta la barba–, y cuando se desplazaba, tenía que gritar: “¡Impuro! ¡Impuro!”

Las vestimentas desgarradas, en el lenguaje bíblico, acompañan a menudo la expresión de un gran infortunio. Materializan un desgarre interior, un intenso sufrimiento, una ruptura definitiva que atestigua la precariedad de la condición humana.

El leproso que se cubría de harapos en tiras representaba la miseria de la existencia humana, alcanzada con la caída original. La obligación de mantener la cabeza descubierta atestiguaba a los ojos de todos que el leproso estaba privado de la intimidad con Dios, alejado de su presencia, y por consiguiente desterrado de la comunidad de los creyentes. De hecho, la cabeza cubierta, contrariamente a nuestras costumbres occidentales, significaba respeto, y el hombre de la Biblia no se volvía hacia Dios en la oración si no tenía un sombrero. Éste último era materializado a menudo por un bonete pequeño llamado kippá, que evocaba una protección, como una “mano de Dios” que se posaba sobre la cabeza de su amigo.

El leproso, sin protección alguna de su cabeza, parecía haber perdido la asistencia divina, y se encontraba a merced del poder del mal.

En el contexto bíblico, si la cabellera era considerada como el adorno de la mujer, la barba era honrada como el adorno del hombre. Por consiguiente, el hombre de la Biblia llevaba siempre la barba, contrariamente a las costumbres de los hombres griegos o romanos. Pero a veces tenía que afeitarla, sobre todo en circunstancias excepcionales como la penitencia o el luto, tal como lo atestiguan estas palabras del libro de Isaías: La gente sube a Bet y Dibón, para llorar en los santuarios altos… llevan el pelo cortado al rape y la cara afeitada (Is 15,2).

La prescripción concerniente al leproso exigía que su barba se mantuviera oculta, y no afeitada. Así, el leproso era comparado a un hombre tocado por un infortunio externo, que se afeitó la barba no en señal de desamparo, sino por haber sido marcado por el pecado, que sumerge en la indignidad y en la confusión.

Todas estas medidas tomadas en contra de los leprosos, dan cuenta del rechazo, la discriminación y el oprobio de que eran objeto esos desdichados.

En este contexto, la actitud de Jesús respecto a los leprosos es asombrosa: se les aproxima, los toca, los sana. Les permite, mediante sus acciones y palabras, ser reintegrados a la sociedad, sobre todo después de haber hecho constar su sanación por los sacerdotes. De hecho, si el leproso era considerado como condenado por su propio pecado, su sanación sólo podía ser la señal visible del perdón de Dios, y su autentificación le venía por consiguiente del poder religioso.

Jesús, actuando así con respecto a los enfermos, efectúa y valida la sanación física y espiritual de la humanidad. En otros términos, manifiesta la salvación otorgada a los hombres, de manera especial a aquellos que están condenados a la corrupción.

Todas las enfermedades, sobre todo en el Antiguo Testamento, representaban las consecuencias del pecado, cada una a su manera: la lepra recordaba la fragilidad humana, la ceguera expresaba la pérdida de la visión de Dios y de las realidades espirituales, la parálisis simbolizaba la inmovilidad del destino de la humanidad que no lleva a nada, la fiebre podía asimilarse a las consecuencias desastrosas de la pasión que quema el corazón del hombre.

La pregunta hecha por los discípulos a Jesús en el capítulo 9 del evangelio de san Juan es muy significativa a este respecto: Al pasar Jesús se encontró con un ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego? Jesús les respondió: Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios (Jn 9,1-3).

Jesús desarticula la pregunta de la responsabilidad personal hecha por los discípulos y afirma que la enfermedad no debe ser percibida como un castigo divino. Él mismo operará numerosas sanaciones, exorcizará incluso a enfermos. Porque, si la enfermedad revelaba el pecado del hombre y la influencia de las fuerzas del mal, la sanación de Jesús se convierte en señal de la victoria divina, patenta la redención que trae a la humanidad.

Recordemos el hecho de que Juan el Bautista se preguntaba sobre la mesianidad de Jesús. Precisamente fueron los discípulos del precursor quienes le llevaron la respuesta que el Mesías le había hecho llegar: Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia la buena nueva de los pobres... (Lc 7,22).


Acerca del autor

Etienne Dahler, de nacionalidad francesa, es un hombre casado y con cuatro hijos. Diácono permanente, miembro de La Communauté des Béatitudes. Profesor de filosofía y fundador de Radio Ecclesia (Francia), autor de libros de iniciación bíblica, anfitrión de las peregrinaciones a Tierra Santa y documentalista.

Fuente: Una tierra... unos hombres, Paulinas, México 2001 (de la Colección Leer la Biblia de otra manera).