KÉNOSIS

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Las Sagradas Escrituras en los Padres de la Iglesia

Autor: 
Mario Ángel Flores Ramos
Fuente: 
VP-México

Introducción

Hay una idea generalizada que señala al judaísmo, al cristianismo y al islam como “las religiones del libro”, tomando en cuenta que el judeocristianismo tiene en la Biblia su texto fundamental y el Corán es el libro de los musulmanes. Sin embargo, debemos hacer una importante distinción en lo que se refiere al cristianismo que no puede llamarse sin más “religión del libro”. Tenemos que hablar más bien de la religión de la Palabra, no sólo porque el centro de todas sus convicciones está en aquel que es la “Palabra hecha carne” (Jesús), sino porque toda la configuración de esta fe se ha realizado a través de la comunicación oral y el testimonio.

Nada más lejano para el cristianismo que identificarlo con un libro por más importante que sea por su origen y su contenido. Jesús de Nazaret, el gran Rabbí, el Maestro por antonomasia, no ha considerado importante escribir algo. No hay libros, cartas o fragmentos escritos que podamos atribuir a su autoría y, sin embargo, hay un sinfín de noticias de todo lo que ha comunicado y realizado fundamentalmente mediante su palabra, así como a través de los signos y los hechos que acompañaron su vida. Utilizando una metáfora podríamos decir que Jesús escribió en el corazón y en la mente de sus discípulos, y no en rollos o pergaminos, de tal forma que cada uno de ellos, contando con sus dones y cualidades, podría recordar, repetir y comprender todos los sucesos con la ayuda del Espíritu Santo, o dicho de otra forma, con la inspiración del Espíritu: “Él los guiará a la verdad completa porque recibirá de lo mío y les recordará todo” (Cfr. Jn 16,12).

En una perfecta continuidad con el estilo de Cristo podemos ver el comienzo de la comunidad en Jerusalén, y su desarrollo en todo el Mediterráneo hasta bien entrado el siglo I: la Palabra sigue en el centro, no los escritos, porque quienes han sido testigos de todo el acontecimiento sobre Jesucristo, ahora son grandes comunicadores y constructores de comunidades con su palabra, con su predicación. Se trata del famoso “kerigma” que se comunica de manera personal con palabras acompañadas de signos, tal como lo había indicado Jesús a sus discípulos.

Es muy memorable aquella primera predicación de Pedro el apóstol, que más tarde recogerá el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Israelitas, escuchen mis palabras: Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio, como bien saben. A este hombre entregado conforme a los planes y propósitos que Dios tenía hechos de antemano, ustedes lo crucificaron y le dieron muerte por medio de gente sin ley. Pero Dios liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, porque la muerte no podía retenerlo” (Hch 1,22-24).

En primer lugar, Pablo de Tarso, para seguir teniendo contacto con las comunidades que ha ido fundando, decide elaborar algunas cartas para explicarles con más detalle el significado de los aspectos más importantes de la nueva mentalidad religiosa que surge desde la novedad de Jesucristo. Posteriormente, serán otros, como Marcos, Lucas y Mateo, los que le dan forma en un escrito a los múltiples recuerdos de las palabras, los milagros y las parábolas de Jesús: se trata de los Evangelios. Finalmente, nos encontramos con el espléndido escrito conocido como Evangelio de san Juan que lleva a su máxima precisión histórica y profundidad teológica todo el acontecimiento de Jesús de Nazaret, el Cristo.

Los escritos son importantes, pero no son todavía fundamentales, porque sigue presente con todo su dinamismo y autoridad la predicación apostólica. Baste señalar como ejemplo elocuente el pequeño escrito de la Didajé, considerado uno de los más antiguos del cristianismo, redactado en su primera versión hacia el año 70 d.C., el cual comienza presentando el camino de conversión de quien ha aceptado a Jesucristo, que ya es suficientemente conocido por el neófito que ahora se prepara para el Bautismo; lo que ahora necesita conocer, y es el motivo de este escrito, es el cambio de mentalidad y de actitudes que supone la aceptación de Jesucristo y su Evangelio.

Conformación del canon

La primera mitad del siglo II no es muy distinta al siglo I en relación a los escritos. San Ignacio de Antioquía, el autor eclesiástico más importante, seguirá sin mencionar un solo texto, ni siquiera las cartas de san Pablo a las que, seguramente, era muy cercano; tampoco los escritos de san Juan en los que coincide perfectamente en sus teas y preocupaciones. Más aún, el mismo san Justino de Roma, colocado ya a mediados del siglo II, conocedor de muchos textos, sólo nos mencionará genéricamente “los recuerdos de los apóstoles” sin que pueda individuar ningún texto en especial.

El cambio lo encontramos ante la problemática provocada por el gnosticismo. Se trata de una corriente de pensamiento religioso que se desarrolla fuertemente a mediados del siglo II, como una amenaza a la tradición apostólica y al mensaje genuino de Jesucristo, ya que está lleno de mitos orientales y de supuestas nuevas revelaciones de Jesucristo o de enseñanzas secretas del mismo, difundiendo escritos espurios y abiertamente anticristianos, la mayoría de ellos. Es aquí donde la comunidad cristiana apostólica se ve en la imperiosa necesidad de identificar los escritos apostólicos. El canon no es otra cosa que la “lista” aprobada por las distintas Iglesias apostólicas. No se trata de que un escrito se presente como “Evangelio de Tomás” para que lo sea de verdad. Los títulos y contenidos falsos se multiplican vertiginosamente entre los gnósticos, de tal forma que la Iglesia se ve en la necesidad de identificar los auténticos a partir de la fe apostólica de las distintas comunidades.

Nos encontramos con las primeras noticias razonadas sobre la validez de los escritos en el libro sobre “las sentencias del Señor”, compuesto por Papías y del que sólo conservamos algunos fragmentos. Sin embargo, será hasta finales del siglo II , como lo atestigua el llamado “Canon de Muratori” del 180 y encontrado en el siglo XIX en el desierto de Egipto, cerca de Alejandría por el arqueólogo italiano Muratori, cuando encontramos la lista más completa de libris recipiendis et non recipiendis.

Mucho más detallado y vigoroso es el testimonio que nos da san Ireneo de Lyon en su obra conocida como Adversus Haereses, pero cuyo nombre real es “Desenmascaramiento y derrocamiento de la pretendida pero falsa Gnosis”, compuesta hacia el año 185. Sólo la enseñanza apostólica es válida para acercarnos a Cristo, dirá san Ireneo y ésta ha sido manifestada abiertamente desde Jesús mismo a todos sus apóstoles y por ellos al mundo entero. No hay enseñanzas secretas ni mucho menos nuevas revelaciones. Todo esoterismo es desterrado gracias a la Tradición Apostólica de las distintas comunidades.

Se debe a san Ireneo la consagración definitiva de los nombres para las Escrituras: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, argumentando sobre el origen apostólico de este último y la consiguiente iluminación o inspiración que los autores han tenido por la acción del Espíritu Santo.

Sabemos que la conformación definitiva del canon del Nuevo Testamento se dio sólo después del Concilio de Nicea, y siempre entendiendo al conjunto de escritos dentro de la gran coincidencia de las Iglesias apostólicas. El peligro latente de escritos espurios o la tentación de recortar la Tradición Apostólica estuvo siempre presente en la Iglesia antigua, pero, finalmente, se consolidó el canon, tal como lo conocemos y conservamos. Llama la atención que cuando la Iglesia ya estaba plenamente constituida en todos sus fundamentos, a mediados del siglo IV, es entonces que se llega a la plena definición neotestamentaria.

Podríamos afirmar por todo lo dicho hasta aquí que la Iglesia no nace de un libro, sino de una persona: Jesucristo, y de un testimonio que conservamos en la Traditio Apostolorum, incluyendo de manera privilegiada los escritos del canon neotestamentario.

La búsqueda de un método de exégesis

Un tema que avanza paralelamente a la consolidación del canon escriturístico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es el que se refiere al método más idóneo para su comprensión.

San Justino es quien da los primeros pasos firmes sobre la comprensión del Antiguo Testamento desde una óptica cristiana. Se trata de la tipología. No basta acercarnos al Antiguo Testamento sin más, como si no existiera el Nuevo; al contrario, si nos acercamos al Antiguo es sólo para tratar de encontrar allí, a cada paso, la presencia y el anuncio de Jesucristo. De manera general podemos decir que el Antiguo es “figura” del Nuevo. Muchos pasajes del Antiguo nos presentan “tipológicamente” y proféticamente a Cristo y al Nuevo Testamento.

Justino da una valoración de la Ley distinguiendo dos tipos de prescripciones: las naturales, válidas para todos y siempre; y las legales, que fueron útiles para los judíos y que ahora ya han sido superadas ampliamente por el acontecimiento de Jesucristo.

Es muy probable que san Justino haya escrito una obra donde organizó muchos textos veterotestamentarios con temática mesiánica para facilitar la comparación tipológica con el nuevo. Por ejemplo, Eva-María, nacimiento de Jesús, la gruta de Belén, el madero de la Cruz, Isaac-Jesús, Josué-Jesús, David-Jesús, etcétera.

El mayor esfuerzo en la antigüedad cristiana lo encontramos en Orígenes, quien en su obra Peri Arjón (De Principiis) nos presenta los criterios para una exégesis científica. El primer paso, nos dice el maestro alejandrino, es el establecimiento del texto. Se trata del primer paso de lo que hoy llamamos crítica textual. En primer lugar, se debe certificar la autenticidad de lo que se está leyendo y, después, la precisión del mismo mediante una amplia comparación de las distintas traducciones con el texto original. Es por ello que compone su famosa obra conocida como Héxaplas, la cual consiste en una mirada sinóptica en seis columnas del Antiguo Testamento en hebrero y las traducciones al griego que se habían hecho hasta ese momento.

En segundo lugar está el conocimiento del contexto. Uno de los aspectos más notables de los criterios científicos de Orígenes dio lugar al primer diccionario bíblico o, mejor dicho, una auténtica enciclopedia. Se requiere conocer la historia, la lengua, la geografía, la cultura, la organización política, las costumbres, los significados de los nombres y de los números, así como un sinfín de realidades más.

Por último, la finalidad de todo ello es lograr una mejor comprensión de los escritos bíblicos. Fiel a la realidad misma que es Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo; y a la proyección del mismo en la creación, los infiernos, la tierra y los cielos tiene tres sentidos: literal o histórico, tipológico o moral, y espiritual o alegórico. Debemos destacar aquella expresión que sintetiza toda la metodología bíblica: “No toda la Escritura tiene un sentido literal o histórico, sin embargo, toda Escritura tiene un sentido espiritual o alegórico”.

Orígenes se convierte en el primer gran exégeta de toda la Escritura en el mundo antiguo, contrarrestando a los gnósticos con su equívoca e ideologizada comprensión del mensaje bíblico.

Las homilías, los comentarios y la teología

Lo más distintivo de los siglos IV y V es el desarrollo de la lectura y explicación de la Escritura. El lugar más propio es la celebración eucarística, a través de las homilías, pero también comienza la lectura teológica y los comentarios bíblicos.

Podríamos concluir esta breve reflexión diciendo que todo el contenido de la Revelación de Dios llega a su plenitud en la Palabra hecha carne, y si bien se llegará a la conformación de un libro, éste se convertirá nuevamente en Palabra en el contexto celebrativo de la fe y en la comunicación del mismo. El Espíritu es el que da la vida, dirá Jesús a sus discípulos, señalando dónde está la fuerza de la Revelación. La letra mata, dirá san Pablo, indicando el esfuerzo constante de hacer vida lo que no puede quedar encerrado en un libro cerrado.

Lo que los Padres de la Iglesia han realizado es el mismo reto que tenemos nosotros para que la Palabra de la Vida y de la Verdad siga iluminando nuestro camino hacia Dios.

Acerca del autor: Mario Ángel Flores Ramos es sacerdote diocesano. Licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma; licenciado y doctor en los Padres de la Iglesia por la Pontificia Universidad Lateranense, Roma. Desempeñó el cargo de Secretario Ejecutivo de la Comisión Episcopal de Doctrina de la CEM y Director de la Comisión de Cultura de la Arquidiócesis de México. También ha sido Miembro del Consejo del IMDOSOC y Profesor, Prefecto de Disciplina y Vicerrector del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de México (ISEE). Ha sido Rector de la Universidad Pontificia de México por tres periodos (desde 2012 a 2021), y ha sido Miembro de la Comisión Teológica Internacional por varios periodos.