KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Lo que espero como lector es no aburrirme

Autor: 
Alejandro Zambra
Fuente: 
La calle del orco

"El niño que enloqueció de amor" no fue para mí una lectura obligatoria, al contrario: como dice Wisława Szymborska, fue una de mis primeras lecturas no obligatorias, uno de los primeros libros que leí en completa libertad, sin más propósito que entretenerme. En la vida de todos los lectores está ese primer momento. Cuando se dice que a un niño le gusta leer, lo que en rigor se dice es que le gustan ciertos libros, porque —esto suena a trabalenguas— si esos libros no estuvieran disponibles y hubiera otros y esos otros no le gustaran, a ese niño no le gustaría leer. Me parece importante aceptar un momento en que leíamos para entretenernos, sin que nadie nos dijera que los libros nos convertirían en mejores personas o que fortalecerían nuestra imaginación o nuestro espíritu —todas esas cosas que suenan tan desesperadas en las campañas de promoción de la lectura. Nadie leía en mi casa, pero de pronto llegaron unos libros y yo miré los títulos y elegí uno que se llamaba El niño que enloqueció de amor. Y aunque era un libro triste, si alguien me lo hubiera preguntado —tal vez alguien efectivamente me lo preguntó— yo habría dicho que era bueno. Quizás hubiera dicho que era divertido, pero no para banalizarlo. Quisiera saber si lloré leyéndolo. Creo que es algo que podría recordar. Pero no lo sé.

Están las primeras lecturas no obligatorias. Están los libros que leímos cuando ya nos gustaba leer, cuando leer ya era un hábito. Están los libros que leímos porque había que leerlos y comentarlos. Están los libros que leímos porque alguien nos los recomendó. Esto es importante. Alguien nos dijo: “lee este libro, te va a gustar”. Quizás la frase implícita era: “lee este libro, te va a gustar, a mí no me gustó, a mí me pareció una mierda, pero a ti te va a gustar”. O bien: “lean este libro, a mí me aburrió profundamente, pero como ustedes son niños y no saben nada, como no tienen experiencia de la vida ni formación intelectual, les va a gustar”. Creo que ahí está el borde. Lo que voy a decir es absolutamente obvio, pero tiene sentido enfatizarlo, porque a menudo se olvida: un profesor nunca debería trabajar con obras que no le interesen, con libros que no le parezcan, en algún sentido, relevantes. No relevantes para la historia de la literatura, eso da lo mismo, Relevantes para su vida. Un profesor nunca debería dar a sus estudiantes libros que entiende del todo. Debería compartir con sus alumnos los libros que le parecen fascinantes justo porque no los entiende a cabalidad.

Eso es la clave, pienso yo: lo que nos importa de un libro está asociado a la sensación de que hay algo que no entendimos del todo. La felicidad de la lectura está asociada a la posibilidad de la relectura. A que sabemos que el libro seguirá ahí, que podremos volver a leerlo. La mejor situación pedagógica, la situación ideal, es el diálogo entre dos personas que poseen un conocimiento dispar acerca de un libro, un conocimiento que pone en juego una vida entera, y que por lo mismo no puede legitimarse en clave jerárquica. Siempre me ha resultado antipática la imagen del profesor sabelotodo. Y el comienzo irremontable de esa antipatía está en la escena del profesor que les pregunta a sus estudiantes qué han leído, y como ellos no responden o responden que, en el fondo, ningún libro les ha interesado mayormente, partimos mal. En el mejor de los casos, los estudiantes aceptarán el desafío intelectual. En el mejor y en el más infrecuente de los casos.

No puedo imaginar una situación de lectura más adversa que la antesala de un examen: qué me van a preguntar, tengo que fijarme en todo. De la incertidumbre pasamos a certezas parciales, que quizás nos enorgullecen: tengo que fijarme en los personajes secundarios, en las palabras raras, siempre preguntan eso, tengo que conseguirme los exámenes de años anteriores, los cuestionarios, la guías, de manera que la lectura se va funcionalizando, y lo importante es la prueba, el rendimiento. Con los años se vuelve cada vez peor. Leemos, en la universidad, para sentirnos validados por los profesores, o bien para desafiarlos, y más tarde, convertidos ya en profesores, leemos procurando que ningún alumno puntudo nos pille desprevenidos, porque cargamos con la responsabilidad de saberlo todo. Competimos con ellos, vivimos a la defensiva, y quizás lo único que realmente les enseñemos es a competir.

Supongo que nadie empieza a leer para convertirse en profesor o en crítico literario o en escritor. No entiendo por qué la idea de entretención ha llegado a significar, para buena parte de los lectores, banalidad. Está más que claro que no nos entretenemos todos con lo mismo. Cuando digo que una novela de Roberto Ampuero me parece aburrida, quiero decir exactamente eso: que leyéndola me aburrí. Y seguro que alguien podría objetar mi idea de la entretención. Hace tres años, por ejemplo, dejó de gustarme la literatura. Yo sé que esto suena muy dramático, pero qué le vamos a hacer, así fue, no sé cuánto duró, quizás dos meses. Llevaba casi una década escribiendo en la prensa chilena, primero en un diario, luego en otro y otro: como estamos en Chile, donde hay más o menos tres diarios y aproximadamente dos revistas, durante esos diez años escribí en toda la prensa chilena. Al comienzo era un trabajo ideal, pero se fue volviendo cada vez menos placentero: ya no toleraba la obligación de estar al día, pero sobre todo esa sensación de que, más temprano que tarde, lo que leía desembocaría en un texto. Había convertido el ocio en negocio, en obligación. Había contaminado irremediablemente el espacio de la lectura y de la escritura. Porque las columnas de cada domingo eran mis controles de lectura, mis pruebas coeficiente dos, mis exámenes semanales. Leía para tener algo que decir a la hora del postre.

Dejé de escribir en diarios, y fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Necesitaba despojar el espacio de la lectura de toda pulsión obligatoria. A partir de entonces volví a ser un lector caprichoso, y abandoné la costumbre de terminar, a como diera lugar, los libros. Me da vergüenza decirlo así, es muy sencillo, es el criterio más sencillo imaginable, el más visceral: si me aburro, lo dejo. Por supuesto que es difícil establecer de qué me aburro, pero lo cierto es que apenas me aburro cierro el libro, probablemente para siempre.

Lo que ahora espero, como lector, es justo lo que esperaba a los nueve años: no aburrirme. Puede decirlo de manera un poco más sofisticada: lo que busco es olvidar que estoy leyendo. Olvidarme de mí, y como soy escritor supongo que eso pasa, también, por olvidarme de que soy escritor. Lo que busco es caer en la trampa, y para ello es necesario que no sea capaz de reconocerla. Supongo que, en más de un sentido, estoy maleado, corrompido por la literatura, pero también pienso que adivino la trampa porque esos libros fueron escritos con trampa.

Como sea, me resisto a pensar que ahora soy, en esencia, mejor que el niño que a los nueve años leyó El niño que enloqueció de amor. Ahora mismo voy a releer, por primera vez, esa novela. Quiero que de nuevo me guste. Quiero que no me aburra. Quiero que me haga llorar.

De la Editorial: Anagrama

Recopilador: Kim Nguyen Baraldi