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Sor Juana Inés de la Cruz: "Heroína del entendimiento"

Autor: 
Juan Manuel Galaviz
Fuente: 
VP - México

Si hay una mujer que seduce poderosamente y campea entre las figuras más notables del siglo XVII novohispano, esa es Juana de Asbaje, universalmente conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, o también como la Fénix de MéxicoDécima Musa, según el título que se le atribuyó desde la aparición –en 1689– del primer volumen de sus obras.

Mujer excepcional desde todos los puntos de vista, Sor Juana Inés de la Cruz sigue ejerciendo sobre quienes tienen la suerte de conocerla, un fuerte atractivo cuyo imán está más allá de su encanto de niña prodigio, más allá de su belleza indiscutible y más allá de las incógnitas que se entrelazan tenazmente con sus poemas de amor.

Sor Juana no fue simplemente una poetisa, ni simplemente una monja; no fue tan sólo una mujer sabia y un ejemplo raro de agudeza intelectual. Ella encarnó el heroísmo de todas las luchas que a lo largo de la historia se han emprendido a favor de la libre determinación de los individuos. Su vida es un testimonio de los derechos del entendimiento y un apasionado “yo acuso” a quienes han pretendido mantener a la mujer en un sometimiento restrictivo de su valor intrínseco y de sus prerrogativas frente a la sociedad.

Ninguna voz llegó a ser más clara y precisa que la de Sor Juana en el mundo hispánico de su tiempo, sobre todo por haber defendido la dignidad de la mujer, y también por el imperativo de su acceso al saber, sus funciones insustituibles en la educación de los pueblos y, sobre todo, por su legado literario de calidad extraordinaria. En este sentido, Sor Juana ha sido la primera gran aportación de México a la cultura universal en lo que corresponde al arte literario.

Un esbozo de su vida

Los orígenes de Juana Inés están relacionados con la llegada de sus abuelos maternos a Huichapan Hidalgo y Yecapixtla Morelos, a decir: Pedro Ramírez de Santillana y Beatriz Rendón, que provenían de la región de Andalucía, España. De esta pareja nació la que fuera madre de la poetisa, Isabel Ramírez, quien después conoció en San Miguel Nepantla (Estado de México) al capitán vasco Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca, con quien procreó a tres mujeres: María, Josefa y Juana Inés.

La infancia de la Décima Musa se desarrolló en los pueblos de Amecameca, Nepantla, Yecapixtla y Panoaya –en este último su abuelo tenía una hacienda–. Según datos del padre Calleja, quien fue su principal biógrafo, Juana Inés se trasladó a la capital del reino cuando tenía entre ocho y quince años de edad. Y una vez que llegó a la noble ciudad de México empezó a recibir sus primeras lecciones de gramática latina con el bachiller Martín Olivas.

En algún momento (se dice que en 1665) Juana Inés llegó a constituirse miembro de la Corte virreinal, debido a sus dotes de escritora y poeta. Pero después de algunos años de vida bajo el resguardo virreinal, y tras conseguir la satisfacción de su confesor, el 14 de agosto de 1667 decidió entrar con las Carmelitas Descalzas en el convento de San José (después llamado de Santa Teresa la Antigua). Allí se inició en su ofrecimiento a Dios en una regla tan estricta que le acarreaba la necesidad de mortificar su tan vehemente y poderosa inclinación a las letras. Por ello su intento de religiosa con las carmelitas concluyó en su ingreso como novicia en el convento de San Jerónimo, de las Hijas de Santa Paula (fundado desde 1585). Profesó como religiosa en ese mismo convento el 24 de febrero de 1669, y allí pasará el resto de su vida (aproximadamente 27 años), sobresaliendo en el ejercicio religioso, en la prolija escritura y en la excelente administración de los bienes de su comunidad religiosa.

Se consagra a Dios

Constantemente surge la duda de por qué Sor Juana Inés de la Cruz, estando bien relacionada en la Corte, decidió inscribirse en las filas religiosas. Debe decirse que la joven, a pesar de haber recibido un gran cariño y la debida correspondencia de las altas élites del virreinato, donde aprendiera el arte de la cortesía y las buenas maneras, se determinó ingresar al convento por propia voluntad. Algunos han querido ver un desengaño amoroso en la base de esta decisión tan radical, pero semejante interpretación debemos descartarla. Los biógrafos más expertos aseguran que el motivo de su huida al convento fue mucho más bien una elección positiva: principalmente por su desmesurada afición a las letras y a la cultura en general. De hecho, puede decirse que la celda de un convento era lo más cercano a los templos del saber. Asimismo, no se debe excluir en Juana Inés la sinceridad del sentimiento religioso que la indujo a reconocer a Dios como el único ser merecedor de su total entrega.

La heroína de las letras

Sor Juana Inés de la Cruz no sólo tenía una gran habilidad versificadora, sino también, y sobre todo, contaba con una excelente poesía que sorprende a la mayoría de los críticos por su conjugación de madurez formal y hondura de pensamiento. Entre sus confidencias podemos rescatar algún ejemplo de su capacidad de escritura: Y para probar las plumas, / instrumentos de mi oficio, / hice versos, como quien / hace lo que hacer no quiso.

Aunque parecieran ser unas escuetas letras, en dicha composición destaca el ingenio, la brillantez y la elegante soltura de la Musa en el manejo del verso y el ejercicio poético. Esto último fue en ella tan instintivo y natural desde sus años de infancia, pero los años que transcurrió en los recintos del gobierno virreinal representan la apoteosis de Juana Inés.

Su talento era único, sorprendente; su gracia y simpatía tan excepcionales como espontáneas. Fue muy querida, además de admirada, por los virreyes y los integrantes del gobierno, lo que le condujo a mantenerse bien pertrechada contra las presumibles envidias de otras damas y de los espíritus mediocres que pululan invariablemente en la espuma y fasto de los palacios.

Juana Inés llegó a ser nombrada como el poeta oficial de la Corte; en todas las ocasiones se esperaba o solicitaba de ella algún poema. Por ejemplo, cuando se recibió en México la noticia de la muerte de Felipe IV, acaecida en 1665, fueron celebradas solemnes honras fúnebres, en las que participó la joven poetisa con el soneto que empieza así: ¡Oh cuán frágil se muestra el ser humano / en los últimos términos fatales, / donde sirven aromas orientales / de culto inútil, de resguardo vano!

Juana Inés compuso versos en su vida para las diversas circunstancias que le eran requeridos, y también aquellos que su espontánea inspiración le dictaba; en uno y otro caso, siempre solía poner el toque de su finura y agudeza.

Karl Vossler, creador de la escuela del Idealismo lingüístico y de la Estilística, aseguró en alguna ocasión que Juana era, en sí, una virtuosa innata..., ya que desde los inicios de sus composiciones estuvo a la altura de cualquier tema, igualmente versada en todos los estilos y métricas de la literatura española. Sus admiradores se encantaban no sólo con sus versos, sino también con su agradable conversación que era una extraña mezcla de hablar espontáneo y sencillo con un discurrir con sorprendente erudición y gracia en los varios campos del saber.

A lo largo de sus años llegó a ser idealizada por unos, criticada por otros, asediada por muchos y comprendida por pocos. En carne propia experimentó el precio que durante su vida habría de pagar por su fama de mujer hermosa y sabia: un precio que consistió en ya no pertenecerse plenamente a sí misma y estar condenada a no gozar nunca más el sosiego de los destinos comunes y corrientes; el tener que vivir aturdida por los aplausos sin llegar a vencer jamás la íntima soledad propia de los espíritus superiores, para los cuales no suele haber alma gemela.

Ejemplo de brillantez

Después de la muerte del arzobispo y virrey de México (acontecida el 8 de abril de 1684), fray Payo Enríquez de Rivera, pastor comprensivo y gobernante sosegado que tenía un particular afecto por Sor Juana, organizó un grandioso evento en la Ciudad de México para recibir a don Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de La Laguna, y a la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga. En dicho evento participó Sor Juana Inés de la Cruz. El Cabildo Eclesiástico le había encomendado a la Musa dirigir unas palabras a tan ilustres personajes al momento en que pasaran por el arco triunfal que se construyó con motivo de su llegada. Era un arco bellamente erigido, ubicado junto a la catedral, a pocos pasos del palacio de la ciudad.

Sor Juana se esmeró por cumplir con brillantez la encomienda recibida, y volcó sobre aquellos personajes su propia cultura y sensibilidad artística. Las letras que compuso describían la obra arquitectónica ocasional que se había erigido para el recibimiento de los marqueses. Para nuestra suerte, la correspondiente ilustración quedó plasmada en su Neptuno alegórico, que debe su nombre al atrevimiento que tuvo de aplicarlo al nuevo virrey. En sí, la composición de la poeta giraba en torno al pronóstico del nuevo gobierno, atribuyéndole sucesos que las antiguas mitologías desarrollaron sobre el dios Neptuno y su compañera Anfitrite.

Ningún otro escrito de Sor Juana es tan profuso en citas y referencias cultas, y ninguno tan ajeno a nuestra actual sensibilidad. Sin embargo, el arco triunfal y su exposición por escrito marcaron una de las grandes etapas de la ascendente carrera literaria de la monja. El Neptuno alegórico es el estallido de una erudición clasicista en la pirotecnia de un juego barroco que en aquel 1680 sólo de Sor Juana podía esperarse. Ella debió ser consciente de que el estilo farragoso de la prosa usual en esas descripciones era lento y enmarañado, por eso agregó a su poema una explicación sucinta en versos. Esta explicación fue más conforme a la libre inspiración de Sor Juana y ciertamente de más valor estético. Así lo reconoce el gran poeta Octavio PazSorprende la maestría de la versificación. Cada línea es una unidad viviente y flexible; las sílabas, movidas por los acentos y las cesuras, se unen y separan, se levantan y caen con una ondulación que evoca al mar y, también, a un campo de trigo. La versificación de Sor Juana es una de las más pulcras y refinadas del idioma. Muy pocos poetas de nuestra lengua la igualan...

A propósito de las palabras que la Musa compuso para los nuevos virreyes, el Cabildo Eclesiástico quiso recompensarla económicamente, pero la poetisa dio las gracias componiendo cuatro décimas en las cuales, entre bromas y veras, proclama una gran verdad: “la poesía jamás se compra con dinero”.

He aquí las mismas palabras de la monja: Esta grandeza que se usa / conmigo vuestra grandeza / le está bien a mi pobreza / pero muy mal a mi Musa. Perdonadme si, confusa o sospechosa, / me inquieta el juzgar que ha sido treta / la que vuestro juicio trata, / pues quien me da tanta plata / no me quiere ver Poeta.

Las palabras de la Musa no deben tomarse a la ligera, ya que Sor Juana nunca escribió movida por la paga, pero tampoco desdeñaba recompensas y donativos. Sin éstos no se explicarían tan fácilmente su bien surtida biblioteca ni sus instrumentos musicales y matemáticos, ni ciertas operaciones económicas que hizo en favor de familiares suyos y del mismo convento de San Jerónimo. Sin embargo, más que las recompensas materiales, Sor Juana era sensible al afecto humano y al reconocimiento de su genio y de su amor a la cultura.

El encanto de los villancicos

La historia ha visto con simpatía y ha dado grande aplauso a las obras poéticas de la monja, pero mucho menos le ha reconocido otro tipo de composiciones literarias, tales como los villancicos. En ellos se descubre otra faceta de Juana Inés; una faceta que devela su profunda consonancia con el tema cristiano, así como su particular carácter en el que se muestra digna en sus decisiones y celosa en su libertad personal.

Por lo menos tres de los villancicos escritos por Sor Juana fueron cantados en la iglesia catedral de México, siendo arzobispo don Francisco de Aguiar y Seijas: los de San Pedro apóstol, en 1683; y los de la Asunción, en 1685 y en 1690 . Pero si tomamos en cuenta también los villancicos atribuibles a Sor Juana, el número de los cantados en la catedral de México durante el arzobispado de Aguiar y Seijas asciende a seis. Esto es prueba suficiente de que, al menos en asuntos de contenido religioso, la inspiración de la monja poetisa fue apreciada por el rígido sucesor de fray Payo.

Los villancicos a los que nos referimos no deben confundirse con los simples cantos de Navidad, de los que hay una riquísima tradición que reúne desde anónimos poetas hasta grandes maestros como Lope de Vega y don Luis de Góngora. Aquí tratamos de una forma de poesía cuasi-litúrgica que, en los siglos XVII y XVIII servía para solemnizar y hacer más vivas las fiestas religiosas de mayor significación para el pueblo. En la Nueva España tales fiestas eran, además de la Navidad, las celebraciones marianas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción. También se le daba mucho relieve en las catedrales a la solemnidad de San Pedro apóstol.

Los villancicos seguían el esquema de los maitines del oficio divino: a los tres Nocturnosde tres salmos cada uno, propio de los maitines litúrgicos, correspondían los tres Nocturnos(por lo general de tres villancicos) característicos de este género poético que Sor Juana llevó hasta su más lograda perfección. Los ocho o nueve poemas de cada fiesta –en los villancicos de Sor Juana– son de lo más variado y pintoresco que se puede imaginar, dándosele cabida –entre coplas y estribillos– a diálogos chuscos y efusiones líricas, a metáforas laudatorias y alegóricos debates, a himnos y acertijos, a canciones delicadas y graciosas ensaladillas... Sor Juana hace intervenir en sus villancicos a los más disímiles personajes de la tradición española y de la realidad novohispana: pastores y gaiteros se dan la mano con rancheros indios de México; bachilleres y alcaldes se alternan con mulatos y negros; teólogos, poetas y doctores se ven enredados en el humor ingenuo de la gente sencilla, o vencidos por la implacable dialéctica de los que carecen de ciencia pero tienen sabiduría.

La Juana Inés de los villancicos es la poetisa de espíritu universal que se asoma a la fragua donde se funden los elementos que habrían de configurar las nacionalidades latinoamericanas. Dueña de la situación, se permite versificar en latín y en lengua náhuatl, chapurrear el portugués o el vizcaíno, imitar las jergas de negros o mulatos y simular el congolés...

Nos han quedado veintidós juegos de villancicos escritos por Sor Juana, mismos que han sido estrenados –entre 1679 y 1691– en las catedrales de México, Puebla y Antequera (hoy Oaxaca). Diez de esos juegos poéticos han sido clasificados como atribuibles a Sor Juana porque se imprimieron sin su nombre, pero el análisis literario y la investigación histórica no dejan lugar a dudas: con suma probabilidad son obra de la monja.

El empleo de los villancicos en las principales catedrales de México fue una verdadera institución, respaldada por fundaciones que hacían posible el pago a músicos y a cantantes, a poetas, a coreógrafos, a impresores y encargados de iluminación y demás servicios. Se dice que eran cantados porque efectivamente la mayor parte del texto era interpretado mediante el canto o al menos introducido o acompañado por la música. El horario era el más sugestivo, pues los maitines de las grandes solemnidades eran celebrados en la noche precedente a la fiesta, y los villancicos fungían precisamente como el respaldo poético-audiovisual de los maitines. Algunas imágenes resultan más sugestivas con sólo tener en cuenta su interpretación durante la noche y dentro del templo cuajado de luminarias: ¡Fuego, fuego, que el mundo se abrasa! / ¡Repiquen a fuego todas las campanas! / ¡Dilín, dalán, agua, agua; / dolón, don, don, agua, agua!

Bien podría elaborarse, recurriendo a los villancicos, un interesantísimo catálogo de usos y costumbres, de ideas, tipos y modismos. Sin embargo, atinadamente escribe Octavio Paz: El valor de los villancicos de Sor Juana no es único ni predominantemente histórico, social, filosófico, métrico o literario sino, en el sentido más riguroso de la palabra, poético.

Sor Juan es versátil, inagotable, y sabe tratar un mismo tema desde los más diferentes registros: ya juguetonamente, ya con delicadeza incomparable; de pronto sentenciosa, a veces bromista: Escuchen a mi Musa / que está de gorja, / y se quiere este rato / mostrar burlona.

Así pues, la veintena de villancicos encomendados a Sor Juana desde 1676 hasta 1692 confirman el prestigio ininterrumpido que tuvo la monja durante su vida. Ciertamente no hemos de reducir su mérito literario a la producción de este estilo, pero tampoco lo hemos de mirar con desdén, ya que a pesar de todo la Musa se mueve a sus anchas y nos ofrece deliciosos instantes poéticos.

Los villancicos que compuso Sor Juana Inés son verdaderos cantos de cisne, se desdobla en ellos una grande inspiración, incluso dan a flote la personalidad de la Fénix: una joven sabia, virgen y mártir. Ella misma se complace en describir su persona en uno de sus villancicos: Venid, Serafines, / venid a mirar una Rosa que vive / –cortada– más; / y no se marchita, / antes resucita al fiero rigor, / porque se fecunda con su propio humor. / Y así beneficio es llegarla a cortar: ¡Venid, jardineros, / venir a mirar una rosa que vive / –cortada– más!

Algunos de los biógrafos de la Musa, como Julio Jiménez Rueda, no dudan en afirmar que la monja es autora también de la música de los villancicos. En tanto, mientras no se halle una prueba fehaciente eso no pasará de ser una mera suposición, aunque apoyada en varios hechos incontrastables: Sor Juana Inés de la Cruz estudió el arte musical, incluso escribió un tratado de música; contaba con instrumentos musicales, además de científicos. Por cierto, era muy sensible a la correlación que existe entre las varias artes.

A modo de conclusión

Hemos de reconocer que Sor Juana Inés de la Cruz es la última gran poeta de los Siglos de Oro de la literatura en español. Su vida intelectual fue muy intensa y abarcó todos los saberes de la época. Escribió numerosos poemas líricos, cortesanos y filosóficos, comedias teatrales, obras religiosas y villancicos para las principales catedrales del virreinato. Inscrita en el estilo barroco, su poesía es rica en complejas figuras del lenguaje, conceptos ingeniosos y referencias a la mitología grecolatina.

Durante su vida, la obra de la Décima Musa gozó de gran popularidad; gracias a sus relaciones cercanas con los virreyes, fue publicada en España y leída con asombro en muchas partes del Imperio. Su poesía destaca por una deslumbrante belleza sonora, ingenio refinado y profundidad filosófica.

De acuerdo con la estética renacentista, Sor Juana siguió los modelos literarios de la época y en muchos casos los superó. Para muestra, basta recurrir a su poema Primero sueño, a la comedia Los empeños de una casay al auto sacramental El divino Narciso. Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz, cuya prosa lo hace ser uno de los textos más importantes de toda la literatura novohispana.

Hemos de agradecer los estudios que varios expertos han realizado sobre la obra y vida de la Musa, destacando en México los trabajos deAlfonso ReyesOctavio Paz; y en el extranjero, los aportes laudables de Karl VosslerLudwig PfandlDarío Puccini, quienes también han contribuido a que en la actualidad se reconozca la belleza imperecedera y la vasta obra de la Fénix de México.

Sobre el Autor

Juan Manuel Galaviz Herrera fue sacerdote y miembro de la Sociedad de San Pablo México (+2019). Realizó estudios de licenciatura en Lengua y Literatura Española en la Universidad Iberoamericana. Contribuyó a la cultura de México con numerosos artículos y libros de contenido didáctico, y también con una significativa producción literaria. Entre sus obras destacan De “Los murmullos” a Pedro PáramoSor Juana Inés de la Cruz, heroína de entendimientoEl medallón de plata y otros textosLos apuntes de AxapuscoÁngel de los enfermosEl arte de dirigir. El liderazgo al estilo de Pablo; y Reloj de Roma. Escribió y puso en escena la pieza teatral Los lobos de Kafka. Colaboró en revistas nacionales y del extranjero, tales comoHistoria 16La colmena(Pliego de poesía “Galería de mármoles romanos”) y Castálida.