KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro

Autor: 
José Luis Martín Descalzo
Fuente: 
Ed. Atenas

Si yo tuviera que reempezar a vivir, y me dejaran escoger la manera, elegiría ser uno de esos vagabundos que Antonio Mingote –un dibujante, escritor y periodista español– pintaba bajo los puentes, comiendo una lata de sardinas mientras compadecen a los comedores de langosta, puesto que según dicen los periódicos, este año las langostas tendrán sabor a petróleo; o sintiendo una auténtica pena por los poderosos que ayer fueron víctimas de la bajada de la Bolsa.

Querría ser uno de esos vagabundos porque dicen las cosas sin siquiera un atisbo de ironía. Menos aún con envidia o amargura. Ellos son completamente libres. Se sienten seriamente superiores a los pobrecillos que están encadenados a su dinero. Santa Teresa diría de ellos que “lo poseen todo porque no desean nada”. Son viejos pero jovencísimos. Viven bajo los puentes –puentes que ya solo existen en la imaginación milagrosa de Mingote– pero están en ellos mejor que en un palacio. Visten harapos, pero limpísimos. Son un prodigio de humanidad. Tanto que uno teme que sean solo fruto de los sueños del dibujante, pero que éste no encontraría ya modelos reales en que inspirarse.

Me gustaría, sí, ser un vagabundo (“vagamundo”, diría Santa Teresa). Me gustaría no estar encadenado a oficio ni beneficio alguno. Me gustaría mucho moverme por las únicas pasiones del amor y de la libertad. Quisiera saber más de flores y de pájaros que de automóviles, de inversiones y cuentas bancarias; estar mejor informado del curso de las nubes, que del proceso de los golpistas; entenderme mejor con los niños que con los catedráticos. Me gustaría –ya lo ven– todo aquello que no poseo.

Pero mi sueño imposible y dorado sería el de que un día pudiera aplicárseme aquella cimera definición de lo que ha de ser un ser humano que Bradbury dedica a los mejores ciudadanos de un mundo futuro: gentes que eran “vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro”.

Supongo que muchos de ustedes habrán tenido alguna vez el gozo de leer esa prodigiosa nivela que se tituló Farenheit 451, en la que Bradbury profetizó hace años el mundo espantoso que se nos viene encima; un mundo en el que ya no será verdad que “los hombres nacemos iguales”, pero en el que sí será cierto que “los hombres terminaremos por ser todos iguales”.

La civilización contemporánea es una gran domadora. Todos vamos entrando por sus aros. Año tras año, poco a poco y casi sin sentirlo, todos vamos comiendo lo mismo, cantando lo mismo, pensando lo mismo. El gran dictador “Míster Mediocridad” se va adueñando de nosotros, tira de nuestra nariz con un arito llamado “salario”, nos enseña cada tarde y cada noche a saltar como dóciles perritos a través de los ingeniosos ejercicios televisivos, pone agua en el vino de nuestros sueños y esperanzas, corta las uñas a nuestras ilusiones, nos convierte ensub-vivientes, en sub-humanos.

En el mundo vertiginoso que Bradbury pinta, no hace falta siquiera que el gran dictador apriete los tornillos de su censura. Ha mandado –es cierto– que se quemen todos los libros –ya que todo libro con ideas es una escopeta cargada de vitalidad–, pero en la realidad actual los quemadores de libros apenas tienen trabajo: simplemente la gente ha abandonado la lectura, buscando ocupaciones más digeribles y menos exigidoras de esfuerzo. “Los periódicos –cuenta Bradbury– se morían como enormes mariposas. Nadie deseaba volverlos a ver. Nadie los echó de menos cuando desaparecieron”. Hacia eso vamos, ¿quién no lo vería?

El otro día un amigo mío ironizaba de otro compañero que era “un ligón que no ligaba nada”. “Fíjate –me decía–, que lleva chicas a su apartamento y tiene el apartamento lleno todo de libros… ¿Acaso no sabrá que una casa llena de libros vuelve frígidas a las mujeres?”

Yo, que soy analfabeto en esos temas, me maravillé mucho, pero entendí que eso era un signo más de este mundo anti-lectura y vacío al que nos encaminamos.

Afortunadamente, en la novela de Bradbury hay también rebeldes, personajes que, ante esa persecución a los libros, han decidido oponerse, convirtiéndose ellos mismos en libros vivientes: como no pueden poseerlos físicamente, cada uno ha aprendido de memoria uno de ellos, y esos “anarco-lectores” se reúnen de vez en cuando (tal vez bajo los puentes de Mingote) para “leerse” los unos a los otros.

Hay un señor que es nada menos que “La República” de Platón; otro es “La Odisea” y otro mas “La Eneida”, aquel otro se ha convertido en “Los Viajes de Gulliver”; cuatro amigos han decidido ser “los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan”. Viven todos como vagabundos, pero son libros vivientes. Por eso pueden definirse a sí mismos como “vagabundos por fuera, y bibliotecas por dentro”. Cuerpos libres y desencadenados; almas henchidas y llenas: la plenitud de la felicidad.

A lo mejor un día me decido a fundar una asociación de “gentes que tengan la funesta manía de pensar”; gentes que no acepten esta generación de “papillas digestibles” a las que quieren reducirnos, gentes que no estén dispuestas a tragarse cada mañana, todos los días, una rueda de molino.

Nos declararían en seguida ilegales, ya lo sé, pero no creo que eso fuera demasiado importante. Es difícil que inventen una ley que prohíba tener el corazón entero y el alma puesta en pie. Cuando nos juzguen se quedarán tan sorprendidos como Pilato ante Cristo, que al final ya no se sabía quien juzgaba a quien. Cierto que Cristo salió de ahí condenado a muerte, pero Pilato salió condenado a fantoche por los siglos de los siglos y por toda la eternidad, lo cual es mucho más grave. A Cristo lo mataron hace más de dos mil años, es cierto, pero aún sigue vivo. A Pilato no hizo falta ejecutarlo porque ya estaba muerto. Como todos esos millones que deambulan por la Tierra con el alma sorbida, aunque se crean que están vivos porque ganan dinero.

 

Fuente: “Razones para la esperanza. Testimonio existencial de la vida cristiana en nuestra época”, Editorial Atenas, Madrid 1991.