KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Vivir para recordar y contar

Autor: 
Jean Louis Ska
Fuente: 
L'Osservatore Romano 

“La vida no es lo que uno vive, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlo”. Así comienza la autobiografía del escritor colombiano Gabriel García Márquez, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982. La frase, en su concisión, establece una relación estrecha entre los mundos de la vida, la memoria y la narración, y proporciona un excelente punto de partida para una reflexión sobre la narrativa.

Pero detengámonos en la primera palabra: vida. Según Gabriel García Márquez, la vida no es una sucesión de eventos donde cada día se asemeja al otro. Porque el tiempo que realmente importa es el de la memoria. Esto lo sabemos gracias a los eventos “memorables” que hay en cada vida, eventos –como dice la palabra– que merecen ser recordados. Se trata de aquellos acontecimientos que han cambiado la vida; que han dado a la vida un color o sabor diferentes; o que dividen la vida entre un “antes” y un “después”.

Estos momentos, en fin, son dignos de ser contados. Pero, ¿por qué contar ciertos episodios y no otros? Sabemos que nuestras experiencias son a menudo espontáneas. Y son pocas las personas que se preguntan sobre las causas o consecuencias de las mismas. Dichas experiencias, conscientes o no, forman parte de nuestra historia personal. Mejor aún: son la materia con que se construye nuestra historia de vida. Pero no todas las experiencias alcanzan su permanencia. Hay muchas, o casi todas, que se esfuman en el tiempo. Y las que permanecen suelen caracterizarles un detalle: son las que solemos contar (en la propia memoria o para los otros). Claro está: las experiencias permanentes son narrables, las contamos. Narramos para vivir. Por eso es posible decir que “narramos porque vale la pena narrar”. ¿Pero, por qué vale la pena narrar? Una razón principal se encuentra en el deseo humano de comunicarse y compartir. Toda experiencia es única y no se repite. Como dice el filósofo griego Heráclito: “nunca te mojas dos veces en el mismo río”. Y es cierto: la experiencia no vuelve, no se repite; sin embargo, al compartirla en forma de historia o narración, le permitimos revivir tal y como aconteció en el pasado. Las palabras, las frases, las imágenes, la trama de la narración que se comparte son una invitación a volver sobre las vicisitudes de la historia vivida.

Por otra parte, y este es un punto esencial, toda historia compartida, toda recuento de experiencias pasadas introduce una cierta lógica en los hechos. Porque los eventos de una historia están vinculados en una cadena de causa y efecto. Así, la narración surge de un esfuerzo por comprender el significado de los acontecimientos y darle sentido a los asuntos de la vida. Narrar significa, entonces, introducir una cierta racionalidad en la sucesión desordenada de los acontecimientos y situaciones con que están hechas nuestras crónicas diarias.

Las historias bíblicas también intentan dar un orden lógico al plan de Dios para los hombres. Todas ellas tratan de dar una ordenanza a la turbulencia de nuestro universo, según la experiencia del Pueblo elegido (Israel) y de la primera comunidad cristiana que vivió el ideal propuesto por Jesús de Nazaret.

En otras palabras, la narratividad en la Biblia (las historias bíblicas) ayuda a dar sentido y a explicar la salvación de Dios en la historia. De allí que podamos decir que la realidad que remite todo pasaje bíblico debe buscarse en el efecto que provoca en el oyente o lector. A propósito, Luis Alonso Schökel, mi maestro en Sagradas Escrituras, frecuentemente utilizaba la imagen de la música para explicar la narratividad en la Biblia. Él decía: “El texto es como una partitura musical. La partitura, sin embargo, no es música, es apenas ‘música silenciosa’. La música ‘realmente’ existe solo si alguien toca o canta (interpreta y pone en acción) lo que está en la partitura”. O sea, todo texto, toda historia –y en este caso las que contiene la Biblia– existe solo en el acto de su lectura e interpretación. Y podemos decir que solo tenemos una opción: “interpretar bien o interpretar mal”. O mejor aún: tenemos la oportunidad de interpretar bien o mejor, según la fidelidad como interpretemos la partitura. Pero cada interpretación es única. La partitura –el texto bíblico– puede ser idéntico, sin embargo, cada interpretación, cada lectura es nueva y única. De hecho, podemos leer la misma historia cientos de veces, y habrá cientos de lecturas diferentes.

Hasta este punto surge inmediatamente una pregunta: ¿pero cómo podemos estar seguros de interpretar bien un texto, en particular una historia bíblica? Nos introducimos ahora en una cuestión que ha sido bien conocida por la exégesis moderna como “historia de la recepción”. Dicha tradición científica nos ayuda a entender que no somos los primeros en leer e interpretar el texto bíblico, ni seremos los únicos. Existe una larga tradición de lectura detrás de nosotros, iniciada por Orígenes y San Agustín hasta llegar a los grandes intérpretes de hoy. Retomando la imagen de la música, podemos agregar: existen pocos solistas en la lectura de los textos bíblicos –los exégetas, por ejemplo–. Y la totalidad de lectores (o receptores) formamos parte de la orquesta. Esta idea explicativa se encuentra en la Carta de San Ignacio de Antioquía a los efesios, donde el santo compara a la comunidad eclesial con una orquesta (o coro de voces) que interpreta la partitura en armonía, “alcanzando mediante la unidad el tono de Dios” y cantando a una sola voz por Jesucristo al Padre. San Ignacio de Antioquía alude al rigor y fidelidad creativa que puede alcanzar una lectura eclesial, bajo la guía de los grandes maestros. Y añade, más concretamente, la necesidad del diálogo con otros lectores (que vienen siendo como la comunidad de músicos, coristas y directores de orquesta) para alcanzar una interpretación más fidedigna. Porque sólo de esta forma será posible corregir lo que podría estar mal y, sobre todo, avanzar en la interpretación fiel de los textos sagrados.

Agreguemos, por último, una reflexión que proviene de los grandes críticos literarios: la idea de superar en gran medida el problema de la diferencia entre narraciones históricas y narraciones de ficción. Para usar un ejemplo simple, me remito a lo que se llegó a decir de un libro –uno entre varios– que fue leído por muchos jóvenes italianos. El título de este libro era Corazón: diario de un niño, escrito por Edmondo De Amicis. El libro, cuando pasaba de mano en mano, de lector en lector, era señalado en ciertas páginas que provocaban llanto. Por ejemplo, aquel pasaje en el que el pequeño genovés viajó solo de Liguria a Tucumán (Argentina) para encontrar a su madre enferma (su viaje de los Apeninos a los Andes). Sabemos que la historia es una ficción, y que el pequeño Marco es un invento de Edmondo De Amicis. Pero las lágrimas que los lectores derramaron al momento de su lectura son ciertas, no son falsas. Y lo mismo se aplica a todos los sentimientos que se pueden tener al leer otros pasajes de la historia: esperanza, miedo, arrepentimiento, placer, alivio, simpatía, aversión, etc., así como la adhesión a ciertos valores y la admiración por ciertos personajes.

La participación activa de los lectores en el proceso de lectura es, por lo tanto, esencial. La historia, especialmente la llamada “historia de salvación”, la cual culmina en la Buena Nueva del Evangelio, es una invitación a volver sobre un largo viaje, desde la “muy buena creación” en el libro de Génesis hasta los “nuevos cielos y la tierra nueva” del Apocalipsis. El camino, sin embargo, es el de la participación activa de sus lectores. Es decir, a lo largo de las páginas de la Biblia se invita a cada lector a convertirse en “cómplice de Dios” en la creación y redención del universo. O sea, el texto sagrado ofrece mil posibilidades de lectura, pero es claro que corresponde a cada persona (a cada lector), y a cada comunidad eclesial en particular, aprovechar la oportunidad que se le ofrece cuando escucha –como sucedió al joven Agustín de Hipona– una voz que susurra: “tolle, lege” –“toma y leer”– (Confesiones 8,12).

Autor: Jean Louis Ska estudió filosofía en Namur (Bélgica), teología en Frankfurt (Alemania) y exégesis bíblica en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, donde obtuvo su doctorado en Sagrada Escritura en 1984. Pertenece a la Compañía de Jesús. Imparte cursos sobre el Pentateuco en mismo Instituto Bíblico desde 1983.

Fuente: L'Osservatore Romano (30 de julio 2020).

Traducción del italiano: Rafael Espino, ssp