KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Y la "Eternidad", ¿cómo será?

Autor: 
Rafael Espino
Fuente: 
Kénosis

En un monasterio medieval vivían dos monjes que les unía una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Antonio y el otro Rufino. En todo su tiempo libre no hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial (cfr. Ap 21). Antonio, que era hijo de un capataz de hacienda, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas. En cambio Rufino, que era músico y provenía de una familia de artistas, la imaginaba como un lugar donde resuenan melodías celestes.

Al final, ambos hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería a la tierra en espíritu para confirmar al amigo que las cosas eran precisamente como las habían imaginado (o, en todo caso, para desmentir la idea). Y para comunicarlo bastaría con expresar una sola palabra: si el Paraíso celestial era como lo habían imaginado, dirían simplemente: ¡Taliter! (que significa idéntico); pero si la Eternidad era totalmente diversa a lo que habían supuesto estando vivos, dirían: ¡Aliter! (que significa diverso).

Una tarde, al tiempo que interpretaba una obra musical, Rufino murió. Esa misma jornada sus restos fueron velados en su comunidad religiosa, y después, según la tradición del monasterio, condujeron su cuerpo al cementerio.

Pasó el tiempo, y Antonio esperaba con ansias la presencia del espíritu de Rufino para saber cómo era el Cielo. Esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y su amigo no llegaba. Finalmente, en el aniversario de muerte, en un halo de luz, el espíritu de Rufino entró en la celda de Antonio. A lo que, de inmediato, el amigo inquieto le preguntó: “¿Taliter?” Pero Rufino sacudió la cabeza de forma negativa. Desesperado, Antonio gritó nuevamente: “¿Aliter?... ¿Es diferente, verdad?” Y la respuesta del espíritu amigo de nuevo fue negativa.

Pasados unos minutos, de los labios de Rufino salieron, como en un soplo, tres palabras: “Taliter et aliter”, que significan: “¡Totalmente diverso!” Porque, en efecto, y según la experiencia del monje que había muerto, el Cielo era infinitamente superior a lo que habían imaginado ambos amigos mientras compartían la vida.

A manera de reflexión

La anterior, naturalmente, es una historia llena de experiencias personales, pero su contenido es al menos bíblico: “El ojo no vió ni el oído oyó, ni nunca entró en el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman” (1Cor 2,9).

Decía san Agustín que cuando se quiere atravesar un estrecho (en este caso el paso de la vida al Cielo), lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la otra orilla. Es decir, lo importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos, practicar aquello que nos ha dado a conocer Jesús, a fin de alcanzar la gloria plena. Porque, en consonancia con nuestra fe, sólo podemos crear atisbos de cómo es el Paraíso, según el Evangelio. Y la certeza de ello consiste en un estar “con Cristo” (como sus “coherederos”) gozando de la eterna gloria (Lc 23,43; Jn 14,1-3; Flp 1,21-23).

Recuerda: puesto que la muerte –y con ella la vida eterna– es una experiencia a la que todo ser humano está llamado, por tanto, hemos de estar preparados para enfrentarla. ¿Y cómo enfrentarla? ¿Cómo recibirla? Como un don, como un regalo. Y hemos de imaginarla como el final de un camino, como la partida a otro lugar, como el viaje a una morada eterna, como una semilla que muere para resucitar como árbol glorioso (Hb 11,1-3).