KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

“Amenazados de resurrección”. Claves para vivir como resucitados

Autor: 
Ernesto Palafox Cruz
Fuente: 
VP-Mx

Dicen que quien tiene un porqué para vivir, los cómos le resultarán más fáciles; y quien no sabe a dónde va, no importa qué camino siga. Ante nuestro mundo tan convulsionado por los cambios, que se caracterizan principalmente por ser globales y acelerados, es necesario tener claros los porqués, es decir, las razones o motivaciones, y los rumbos hacia dónde se quiere caminar. Estos porqués, se convierten en las claves y actitudes a tener en cuenta en las circunstancias actuales, consideradas más como una oportunidad germinal para el anuncio del Evangelio, que como una amenaza terminal. 

Las claves nos orientan y nos alientan en el camino, nos ayudan a discernir y a tomar posturas frente a las múltiples posibilidades, nos posicionan en un lugar, en un tiempo... En este breve escrito se presentan tres claves desde el punto de vista teológico-pastoral, que pueden ayudar a vivir estos tiempos como tiempos de gracia, tiempos de resurrección. Se habla de claves en sentido teológico-pastoral para vivir como auténticos resucitados, es decir auténticos cristianos y cristianas: la lucidez-ortopatía, la misericordia-justicia y la utopía-esperanza

Se presentan en línea sobre todo pastoral, es decir, que permitan reflexionar las prácticas a partir de estas claves y que abran la posibilidad de ser operativas. Estas tres claves, se convierten en bisagra entre una teoría teológica y una práctica pastoral. 

1. La lucidez-ortopatía

¿Qué se entiende por lucidez? En sentido llano, es contar con una cierta claridad para comprender algo. Es contar con una cierta capacidad, un habitus (o sea, un sistema de categorías, pensamientos, acciones o apreciaciones, que hacen concebir la realidad de manera particular) para mantenerse alertas ante lo que va pasando. No confundir la lucidez con la intelectualidad, la persona lúcida no necesariamente tiene que ver con cuestiones académicas o de información. En este sentido, la persona lúcida no es la que tiene capacidad de adquirir más información, ni tampoco la persona que tiene más conocimientos, sino la lucidez viene por la práctica de la sabiduría, entendida aquí como esa capacidad de estar alerta y discernir constantemente lo que está pasando a su alrededor. La capacidad para ver los problemas de frente y discernir lo que importa de verdad ante lo efímero y pasajero. Quien así actúa podría considerarse como persona lúcida.

Ante los momentos de mayor dificultad, de mayor tensión o incertidumbre, la persona lúcida es aquella que tiene mayores “reflejos” y capacidad de reaccionar más positivamente. Por otro lado, una persona lúcida es también aquella que mantiene una conciencia alerta ante lo que está pasando. No se trata sólo de tener de vez en cuando asaltos de lucidez, momentáneos como chispazos de iluminación, o de “ideas luces” para emprender alguna acción. La lucidez, como se ha dicho, es ante todo un habitus, tal como se entiende en sentido profundo. Una manera de actuar, una actitud que forma parte del sentido y de la estructura misma de la persona. 

¿Qué significa entonces para nuestro propósito la lucidez como una disposición para vivir como resucitados? Aunque en sentido estricto no es una categoría teológica, la lucidez aporta luces de significados para vivir como resucitados. Porque vivir la vida con actitud de resucitados, es en primer lugar vivir en la luz, es contar con la claridad que viene del contacto con los valores del Evangelio. El cristiano que pretende vivir como resucitado, es aquel que adquiere el habitus como un elemento clave en su vida, que cuenta con una disposición y una lucidez que va más allá de la claridad de las ideas o las reflexiones. 

La lucidez otorga la capacidad de estar atento y discernir por dónde pasa Dios en la historia, que asume con actitud contemplativa los signos de los tiempos, y permanece en constante vigilancia. La persona que adquiere la convicción de vivir como resucitado, tiene alerta todos los sentidos para reaccionar con prontitud ante las adversidades, cuenta con unas firmezas de fe, y no únicamente con certezas intelectuales. Es una persona consciente de su papel en este mundo. El vivir como resucitados implica, no sólo mantenerse en una sana ortodoxia, o caminar en una comprometida ortopraxis. Es, ante todo, asumir una ortopatía para sentir con el Evangelio, y desde el Evangelio, para sentir en carne propia los desajustes y las contradicciones históricas en nuestra sociedad. Vivir como resucitados es en definitiva contar con una lucidez tal, que nos lleva a sentir correctamente, a tener una sensibilidad hacia los más pobres, y sentir con ellos, para ellos, y desde ellos las contradicciones de la humanidad.

2. La misericordia y la justicia como realidad inseparable

En otra ocasión se ha hablado de la misericordia como un principio estructurante y decisivo en la actuación de las personas que se dicen cristianas.  En este momento, hay que reafirmar lo antes dicho, y unirla a otro elemento correlativo, que es la justicia. El papa Francisco en la Bula con la que abría el Año Jubilar de la Misericordia (2016) afirma: “No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia y misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor” (MV 20).

A partir de lo anterior, se pueden extraer muchas consecuencias y reflexiones. Se puede firmar entonces, que la justicia no es sólo un medio o una herramienta para convivir sanamente en la sociedad, o para establecer un orden jurídico que aplique la ley. Ni se reduce a su dimensión distributiva al darle a cada uno lo que le es debido. La justicia va más allá del legalismo, de un atender las leyes para cumplirlas actuando como buen cristiano, como buen ciudadano. Recordando que Jesús busca más al pecador que al que se dice justo, al cumplidor de la ley, ofreciendo perdón y misericordia, más que castigo y exclusión. “Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran don de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende por qué, en presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley. Éstos, para ser fieles a la ley, ponían sólo pesos sobre las espaldas de las personas, pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a observar la ley no puede obstaculizar la atención a las necesidades que tocan la dignidad de las personas” (MV 20). 

La regla suprema que Jesús da a sus discípulos es la del “primado de la misericordia” por encima de toda legalidad; ella es el verdadero reto para todos nosotros al confrontar a las personas sufrientes y excluidas ante el respeto formal de la ley. Jesús, como se sabe, va más allá de la ley; y justo por esto tiene serias confrontaciones con los observantes de la ley, para quienes la misericordia termina cuando se enuncia una ley.

Ahora bien, ¿esta postura no conduce a un laissez faire que todo lo permite y todo lo tolera, en donde todo esté permitido, y en nombre de la misericordia no se ejerza la justicia? ¿No es proteger al victimario más que a la víctima en nombre de la misericordia? ¿Esta actitud no es contraria al espíritu del Evangelio, que aboga por una opción por los pobres y los más débiles en cada situación concreta? 

En realidad, al permitir estas posturas estamos introduciéndonos en una seudo-misericordia, que, en lugar de incluir, elude la justicia, y esto en sentido estricto no puede ser, pues no es posible, que, a causa de una comprensión falsamente sentimental de la misericordia, se transgredan a veces preceptos elementales de la justicia. En el caso de personas que han caído en una situación contraria al Evangelio no se trata de juzgarlas con dureza, sino de ayudarlas a reconocer su culpa en vez de reprimirlas y a confiar luego en la misericordia de Dios, siempre mayores que nuestros delitos.

Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Retomando las palabras del Papa en este documento, se insiste en que cuando se piensa en ser misericordioso con quien ha errado, “no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia” (MV 20).

Por tanto, la misericordia unida a la justicia forma el rostro completo del actuar cristiano, pues no se entiende una, sin la referencia, al menos implícita de la otra. En estas dos fuerzas del actuar humano está el núcleo del mensaje de Jesús. 

De ahí que vivir como resucitados, es decir, con la conciencia plenamente abierta y clara, de que el Dios en quien se cree vive y actúa no sólo en el corazón de cada ser humano, sino en el corazón mismo de la realidad que nos circunda. Vivir como resucitados es vivir la experiencia en carne propia de la misericordia y de la justicia. Es intentar constantemente combinar estos dos lados del rostro del cristiano. Simplemente no se puede entender un cristiano, una cristiana que dice creer en el Dios Resucitado, y no practica la misericordia con el hermano, con la creación, con los seres vivos, con todo lo que sufre y está vivo. Finalmente, es necesario reafirmar que no hay contradicción intrínseca en esta relación de complementación entre la misericordia y la justicia, no solo es posible conciliar estas dos virtudes, sino que es necesario e imperativo que se unan. 

3. La Resurrección plenitud de la utopía y la esperanza

El concepto de utopía, término acuñado por Tomás Moro (1516), y recuperado por Ernst Bloch (1885-1977), es un término cargado de una pluralidad semántica. Frente a los contextos diversos en los que nos movemos, para muchos es algo que se va desvaneciendo, para otros es una realidad que brota por todos lados en múltiples expresiones. Para comprender este concepto polivalente, lo primero es alejarse de conceptualizaciones reductivas, al identificar la utopía con el simple no lugar, con una quimera, algo ideal, irreal, un deseo inalcanzable…, y acercarnos a un sentido positivo y dinámico, como el significado de buen lugar, que nos conduce a la búsqueda de los elementos estructurantes básicos de este término. 

De este modo, la utopía es aquel lugar maravilloso que aún no tiene lugar. Es un buen lugar aún sin lugar en la historia. En palabras poéticas del gran E. Galeano, la utopía sirve para caminar: “Si yo camino tres pasos ella se aleja tres pasos y cuando yo me coloco diez pasos más allá, ella avanza diez pasos, ella, la utopía ¿para qué sirve? Para eso sirve, para caminar”. Así, es posible entonces afirmar que “en términos de convivencia humana, la utopía expresa la aspiración a un orden de vida verdaderamente justo, un mundo social plenamente humanizado, capaz de responder en plenitud a los sueños, necesidades y aspiraciones fundamentales de la vida humana. Revela una imagen de la sociedad perfecta que sirve de horizonte y guía para un proyecto histórico concreto o para las aspiraciones de un proyecto alternativo al vigente”. 

En un sentido antropológico, la utopía forma parte del mismo ser humano, pues este nunca renuncia a sus sueños, a sus ideales, siempre está en tensión con un futuro que pretende sea mejor cada día. La utopía es un elemento que habita y se anida cada día en el corazón de cada hombre, en cada organización humana, en cada colectividad, en cada comunidad. Pensar, imaginar, sentir que un mundo mejor es posible, es mantener la llama de la utopía. Este rasgo antropológico es fundamental para empujar proyectos y procesos sociales, procesos pastorales. “La utopía es una manifestación de la estructura constante del ser humano histórico. Participa de la ambigüedad de la historia humana, bien como fuerza que impulsa hacia nuevas metas, bien como factor que excita la hybris humana con su tendencia a la desmesura, al exceso”. 

Desde un sentido cristiano la unimos y la relacionamos con la esperanza cristiana. Cuando se piensa en la esperanza a partir de la fe, se entra en una dinámica teologal (de lo real), no sólo teológica (de la reflexión). “Si el término utopía acentúa la dimensión horizontal, intra-histórica, inmanente, mundana, la esperanza quiere apuntar al futuro absoluto, al misterio divino, hacia la plenitud de la realidad, hacia la auto comunicación de Dios”.  La esperanza apunta a una realidad escatológica, es decir a lo último y definitivo de nuestra realidad. Apunta a Dios mismo. “La utopía dice un no al presente y apunta hacia un futuro intra-histórico. La esperanza dice un sí al futuro absoluto ya presente, que, por una parte, sale al encuentro de cada hombre y de la humanidad, y, por otra, es también siempre futuro en el sentido de que nunca es totalmente abarcado, conocido”.  Queda siempre una reserva escatológica, una reserva de sentido. 

En este sentido, el ser humano no es sólo un ser utópico, que busca siempre nuevos horizontes de realización histórica, sino que es también un ser “esperanzado”, en búsqueda de una trascendencia más allá de la historia, no solo buscando relaciones intrahistóricas, sino intentando ir más allá de un futuro pequeño, intraterreno. Persigue desde la esperanza, un futuro absoluto, fruto de una promesa de fe, como una posibilidad real ofrecida en gracia. 

Esta promesa y posibilidad, es la que en tiempos de Jesús era considerada como la realización del Reino de Dios, pero no desde las aspiraciones farisaicas (el reino de la ley perfectamente cumplida); o esenias (reino de los puros y espirituales viviendo en comunidad de santos); o zelotas (reino nacional libre de la dominación romana); o sacerdotal (reino del culto y del templo). Es el Reino que trae la persona de Jesús más allá de estas aspiraciones reduccionistas. El Reino que Jesús predica y propone es una realidad escatológica realizable, con carácter de futuro (Lc 11,2; Mt 6,10; Mc 1,15) y de presente a la vez (Lc 11,20; Mt 12,28). De esta manera, el Reino de Dios es el influjo de Dios actuando ya en el presente, con un carácter dinámico, real, y realizable a la vez. Es real porque es realizable, es realizable porque es real. 

Esta realidad del Reino de Dios, adquiere una claridad teológica con la resurrección de Jesús, que es justamente “el lugar, la topía de la esperanza teologal. Porque sólo por la esperanza podemos mirar hacia la resurrección, ya que es obra de la absoluta libertad y del amor de Dios Padre por la fuerza de su espíritu”.  Es la resurrección de Jesús la que fortalece y profundiza toda esperanza, es la clave última en la comprensión de toda esperanza cristiana, revela su estructura interna, su dinamismo histórico. Desde la resurrección se comprende entonces que finalmente, el verdugo no triunfará, que la muerte no tiene la última palabra, que no vence la injusticia, que hay lugar para las utopías humanas convertidas en esperanza cristiana al extenderla hasta la trascendencia. En la resurrección de Jesús, todos los anhelos utópicos, todas las riquezas y positividades humanas e históricas quedan asumidas y redimensionadas hacia lo más profundo y trascendente. Ante todo, “asume en la definitividad glorificada todas las positividades pasadas de todas las personas y de todos los tiempos y abre a la persona hacia la insondable y misteriosa riqueza de la comunidad trinitaria, con cuyo poder todo vivirá definitivamente”. 

Por eso, vivir como resucitados, es en definitiva percibir la dinámica pascual de la realidad, es creer que la situación tal como la estamos viviendo, con todas sus ambigüedades, con todos sus descalabros y sinsabores, no tiene la última ni definitiva palabra. La realidad misma, entraña una dinámica pascual en donde la muerte es vencida por la vida, en donde los proyectos, los micro proyectos generan vida. Esto es vivir como resucitados, al dar lugar a la utopía que nos empuja a caminar y nos abre horizontes de actuación, y a la esperanza de que el Dios en quien ponemos nuestra fe es un Dios vivo, que es el mismo que fue crucificado y ahora está vivo y viviente en medio de nuestra historia. 

Quiero terminar este aporte, con un bello poema que permite descubrir lo grandioso de la resurrección, y el potencial de la dinámica pascual que entraña nuestra realidad, un poema que hace frente a lo minúsculo, limitado, y pasivo de la muerte que a diario amenaza y se hace presente en nuestras calles, en nuestras ciudades y pueblos. Dar paso a la fe y a la esperanza en el Dios vivo y resucitado, nos permite percibirnos como amenazados de resurrección: 

Dicen que estoy “amenazado de muerte”... Tal vez. Sea ello lo que fuera estoy tranquilo. Porque si me matan, no me quitarán la vida, me la llevaré conmigo, colgando sobre el hombro, como un morral de pastor...  

A quien se mata se le puede quitar todo previamente, tal como se usa hoy, dicen: los dedos de la mano, la lengua, la cabeza... Se le puede quemar el cuerpo con cigarrillos, se le puede aserrar, partir, destrozar, hacer picadillo... Todo se le puede hacer, y quienes me lean se conmoverán profundamente, y con razón. 

Yo no me conmuevo gran cosa, porque, desde niño, alguien sopló a mis oídos una verdad inconmovible que es, al mismo tiempo, una invitación a la eternidad: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden quitar la vida”. 

La vida –la verdadera vida– se ha fortalecido en mí cuando, a través de Pierre Teilhard de Chardin, aprendí a leer el Evangelio: el proceso de la Resurrección empieza por la primera arruga que nos sale en la cara; con la primera mancha de vejez que aparece en nuestras manos; con la primera cana que sorprendemos en nuestra cabeza un día cualquiera, peinándonos; con el primer suspiro de nostalgia por un mundo que se deslíe y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos... 

Así empieza la resurrección. Así empieza no eso tan incierto que algunos llaman “la otra vida”, pero que en realidad no es la “otra vida”, sino la vida “otra”... 

Dicen que estoy amenazado a muerte... De muerte corporal a la que amó Francisco. 

¿Quién no está “amenazado de muerte”? lo estamos todos desde que nacemos. Porque nacer es un poco sepultarse también... 

Amenazado de muerte. ¿Y qué? Si así fuere, los perdono anticipadamente. Que mi cruz sea una perfecta geometría de amor, desde la que puedas seguir amando, hablando, escribiendo y haciendo sonreír, de vez en cuando, a todos mis hermanos los hombres. 

Que estoy amenazado de muerte... Hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza, amenazados de amor... 

Estamos equivocados. Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos “amenazados” de resurrección. Porque además del Camino y de la Verdad, es el de la Vida, aunque esté crucificada en la cumbre del basurero del Mundo... 

Un periodista guatemalteco

Acerca del Autor

Antonio Ernesto Palafox Cruz es licenciado en Teología Pastoral por la Universidad Pontificia de México, doctor en Teología Pastoral por la Universidad Católica de Lovaina. Actualmente se desempeña como profesor de tiempo completo en la Universidad Pontificia de México, y es coordinador de la Sección de Teología Pastoral en la misma Universidad. Pertenece al presbiterio de la Diócesis de Aguascalientes. Nota: el presente artículo se publico en la revista Vida Pastoral (México).