KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Boñiga

Autor: 
Juan Manuel Galaviz
Fuente: 
Kénosis

De noche, no me hubiera atrevido a cortar camino por aquellos terrenos, residuo de lo que un tiempo fuera campo abierto y hoy es una de las colonias periféricas de la Capital.

Quién sabe porqué razones esa porción de llano ha logrado escapar a toda construcción urbana. Pero no está deshabitada por completo: en uno de sus ángulos, medio escondidas entre montones de cascajos y basura, hay un buen número de casuchas miserables, construidas con remiendos de láminas y cartones. El resto de la extensión está cubierto de pasto salvaje. De vez en cuando andan por allí las pacíficas vacas de un establo cercano.

Los domingos son los únicos días en que esos campos parecen alegrarse, invadidos por equipos de muchachos futbolistas que levantan porterías improvisadas y juegan hasta tarde animados partidos. Con todo, apenas oscurece, las casuchas recuperan el monopolio de aquellos terrenos y nadie se anima ya a cruzar por allí.

Hace unas semanas mataron a mi vecino. Debió ser para robarlo. Su cadáver amaneció en la calle, muy cerca de esos campos. Por supuesto, culparon a los habitantes del barrio miserable. Llegaron patrullas de la policía. Hubo alboroto. Se supo de averiguaciones y arrestos y, aunque nada pudo aclararse, aumentó la convicción general de que aquella era una zona maldita y peligrosa.

Ayer, parte de mis prejuicios quedaron disipados. Volvía yo de mi trabajo y aún había suficiente claridad: serían como las cinco de la tarde. Para no hacer un largo rodeo, me resolví a cortar camino atravesando esos terrenos.

Al pasar junto a las pobres viviendas, tuve una extraña sensación de culpa. Definitivamente sentí lástima, y algo así como pena por ir de traje y llevando un portafolio... A diferencia de ellos, apilados en sus tugurios, yo me encaminaba hacia un hogar seguro y confortable.

Dos niños jugaban en los campos. Eso me pareció de lejos, pues los veía correr de un lado para el otro lanzando gritos jubilosos y arrastrando cada uno lo que podía ser un carro de juguete. Qué raro: no se me había ocurrido que en aquel sitio pudiera haber niños, y menos que pudiera haber alegría. Pero allí estaban ellos, correteando y gritando regocijados.

Ya más próximo a los niños, supe el porqué de su contento: uno arrastraba un costal, y otro, el más pequeño, un cajoncito de madera jalado por un cordón. Miraban a su alrededor y, cuando descubrían excremento de vaca resecos, corrían a disputárselos. No sé si para venderlos, o tal vez para hacer con ellos fuego; lo cierto es que tales hallazgos los llenaban de alegría.

En ese momentos pensé que al pasar yo frente a ellos, se avergonzarían, o que iban a mirarme con resentimiento y que a lo mejor hasta me insultarían arrojándome trozos de aquella asquerosa boñiga.

En cambio, los dos niños me sonrieron con simpatía, como quien se topa con un compañero, con un igual, y el más chiquillo, sin dejar de sonreír, me preguntó con inocencia: —¿Usted también recoge...?