KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

“Comunicarse, ¿por qué?”

Fuente: 
La Familia Cristiana (MX)
Comunicación

“¿Por qué comunicarse?” ¿Cuáles son las razones fundamentales por las que un creyente no puede no comunicar el don que ha recibido? ¿Cuáles son las razones por las que nosotros, como creyentes, sentimos el deber, más aún, la necesidad de transmitir lo que hemos recibido?

Estas preguntas, verdaderamente, tienden a explicitar el fundamento bíblico del deber de comunicar la fe y todos los dones a ella conexos, hacer que otros hermanos y hermanas participen de este contacto con Dios, que es amor; alargar en el tiempo y en el espacio el don de la gracia y difundir lo más posible el eco de la Palabra escuchada.

La nuestra se califica como una búsqueda bíblica y como tal se pone junto a las muchas indicaciones bíblicas que se encuentran ya en la carta pastoral del arzobispo. Si me atrevo a emprender este camino, no lo hago para traer más aguas al río, sino sólo para ayudar a proseguir con coraje tras algunas pistas, que el mismo documento pone delante de nosotros, y que nos permitiría ahondar en el mensaje bíblico de la comunicación.

Confío, entonces, estas simples reflexiones a la buena voluntad de los lectores para que acepten la educadora fatiga de meditar con seriedad y de detenerse con determinación cobre las páginas bíblicas que iré indicando. Son ellas quienes me sugerirán algunas respuestas a la pregunta inicial, que es en el fondo el móvil del título de esta búsqueda: “Comunicarse, ¿por qué?”. Se trata –me parece- de una elección en perfecta consonancia con lo que el arzobispo escribe en el n. 28 de su carta pastoral: “A partir de la primera página del libro de la Biblia, todo  es historia de la comunicación divina para con la humanidad: "Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó" (Gn 1, 26). La semejanza con Dios permite el diálogo con él, mientras que la creación del hombre y de la mujer pone desde el propio comienzo a toda persona humana en una situación dialógica con sus iguales.

El diálogo de Dios con la humanidad se inicia desde entonces y prosigue a través de toda la Sagrada Escritura. Existen momentos de crisis y de ruptura, tanto en el diálogo entre el hombre y Dios, a partir del pecado original (Gn 3), como en el diálogo entre personas humanas (a partir del homicidio de Abel: Gn 4), y en el diálogo entre los pueblos y las culturas (a propósito de la torre de Babel : Gn 11).

Pero, tiene también, paralelamente, sus continuas reanudaciones, suscitadas por el incansable amor comunicativo de Dios. Podemos recordar dos momentos fundamentales de estas reanudaciones: la alianza en el monte Sinaí (Ex 19) y Pentecostés (Hch 2).

La Biblia entera puede ser leída, por lo tanto, como la historia del diálogo entre Dios y los hombres y los hombres entre sí, en el continuo esfuerzo de entenderse o en los fracasos comunicativos que regularmente se verifican y se superan.

Habiendo hecho estas oportunas aclaraciones, emprenderemos ahora nuestro itinerario, siempre atentos, obviamente, a los lineamientos del arzobispo.

Comunicarse es un deber personal

Del conjunto de las consideraciones ofrecidas por la carta pastoral emerge un primer dato: para una criatura, comunicar los dones, mejor aún, el don, recibido por el Creador, es un deber irrenunciable. Es esta la primera fuente del comunicarse. Se trata  de entrar en el profundo dinamismo de aquella relación interpersonal que se enlaza entre el donador y el donado, entre aquél que toma la iniciativa del donar y aquél o aquella que se reconoce destinatario del don divino.

Esta reflexión nos permite recoger algunas primeras motivaciones del comunicarse, que tratarán de explicitar el conocimiento necesario de quien, por el don recibido, se siente íntimamente y personalmente unido a la persona del Donador, o sea Dios, dador de todo bien y revelador de un Amor que se entrega nosotros libremente. “Amor est diffusivum sui”: el Amor, que tanto en su origen como en su fin, tiende a la participación, quiere ser comunicativo.

Comunicarse porque es un don de lo alto

Una singular novedad de esta carta pastoral radica en el hecho que nos invita a contemplar la “Trinidad en la cruz” de Masaccio; no por un simple placer estético, sino para que captemos la fuente primera e insustituible de toda verdadera, auténtica y proficua comunicación. “Mirad al Padre en el acto de ofrecer a su Hijo, de comunicarlo a nosotros en un gesto de amor infinito […]. Dirigid la mirada contemplativa al Hijo que se abandona y se ofrece […]. En el centro el Espíritu Santo está entre el Padre y el Hijo como signo de comunión entre los dos […]. Todo este donarse de Dios es para la humanidad, representada a los pies de la cruz por María y por el discípulo predilecto” (n. 24).

Las páginas bíblicas a qué referirnos para continuar la contemplación no faltan: basta pensar en Jn 1, 1-18, el famoso prólogo al cuarto evangelio, donde el apóstol Juan anuncia que Dios, en su misterio, se hace Palabra, mejor aún, él desde el principio es la Palabra. Esta Palabra, que es Dios, se hace carne, se hace hombre y establece un puente de comunicación y de comunión con toda la humanidad; y así lo inefable permite que se le hable, lo inmenso se deja medir, lo invisible se deja ver: “A Dios, nadie lo ha visto jamás; pero está el Hijo, el único, en el seno del Padre: él lo dio a conocer” (1,8).

Podemos citar también las últimas líneas del evangelio de Mateo, donde el apóstol refiere las últimas palabras del Resucitado: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, y bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” (28,19). Aquí el nombre, que hasta ahora ha permanecido secreto, oculto e incomunicable, es pronunciado y comunicado para el resurgimiento espiritual del hombre, de todo el hombre, de cada hombre que, a través de la fe, se abre al don de Dios. Aquí el nombre de Dios manifiesta y desata toda su potencia salvífica, mediante las aguas del Bautismo y la potencia del Espíritu. El  nombre de Dios –que es Padre, e hijo y Espíritu- sale de su silencio eterno y entra en el tiempo humano. Y, así, Dios va al encuentro del hombre y se comunica con él en un inefable abrazo.

En cuanto se lee el n. 34 de la carta pastoral: “Entiendo por disociación la incapacidad de vivir la unidad en el acto del comunicarse cuyo modelo es la realidad trinitaria, que es, a la vez, Silencio, Palabra, y Encuentro. Si el comunicarse es sólo palabra, cae en el verbalismo o en el conceptualismo. Si es solamente silencio, cae en el mutismo, en el miedo a invertir en actos comunicativos, en la timidez y se retrata orgulloso y esquivo, o da lugar a una ambigüedad comunicativa por el excesivo ahorro de palabras. Si es o pretende ser sólo un encuentro, termina, entonces, por ser un mera exterioridad y cae en la instrumentalización del otro”.

Comunicarse porque es un don de la creación

No es un vuelo pindárico el que estamos haciendo, sino sólo un justo transitar de la economía de la redención a la economía de la creación. El que Dios obra, como Padre, por medio de su Hijo, y que en la potencia del Espíritu Santo explicita y perfecciona, hasta la enésima potencia, lo que él mismo ha hecho en el acto creativo: dando la vida al hombre, a la primera pareja, ha creado una vía de comunicación maravillosa entre él y la humanidad. Se lo lee también en el n. 27 de la carta pastoral: “El comunicarse dentro el misterio de las Personas divinas se extiende a la criatura privilegiada que es el hombre. Cada hombre y mujer de este mundo están llamados a formar parte de este misterioso flujo comunicativo”. Aquí es menester volver a los primeros dos capítulos del Génesis.

Creando el hombre y la mujer, la pareja humana, a su imagen y semejanza, Dios los capacita para el diálogo, para comunicarse, para vivir en comunión. Ellos se comunican con Dios, entre si y con lo creado. Sólo así ellos realizan profunda y plenamente el don de haber sido creados “a imagen y semejanza de Dios”. Es verdad que, en estos dos capítulos iniciales de la biblia, el hombre y la mujer no hablan (excepto cuando Adán expresa su maravilla y su reconocimiento a Dios por el gran don de la mujer y lo hace con un cántico de amor: 2,23), pero, es igualmente verdadero que ambas narraciones de la creación sobre entienden un dialogo implícito diálogo con Dios, sobre todo el segundo, en el que el hombre es creado antes de cualquier otra creatura.

Particularmente significativo, en esta misma narración es el hecho que el hombre da un nombre a cada animal (cf. 2,19s). Dar un nombre a las cosas quiere decir entrar en una particular comunión con ellos: así el hombre ejercita, por mandato de Dios mismo, un particular dominio sobre las cosas, y de algún modo las posee. Sin embargo, estas le pertenecen no por abusar de ellas despóticamente, sino para utilizarlas orientándolas siempre hacia la gloria del creador. Junto a la mujer, un dialogo de amor que se hace creativo, el hombre colabora con Dios con la procreación y así dilata en el tiempo aquel puente creativo que parte de Dios creador.

Son muy preciosas e iluminantes las siguientes observaciones que el Arzobispo expone en el n. 23 de su carta; “El hombre ha sido hecho para comunicarse y para amar: Dios así lo dispuso. De aquí se explica también la inmensa nostalgia que cada uno de nosotros siente al no poderse comunicar a fondo y auténticamente. No hay ninguna persona humana que pueda escapar a este deseo. El penetra en todas nuestras relaciones, y permanece aun cuando todo lo demás parece ser depravado y corrupto. También en los abismos de la más obscura desesperación y disgusto para consigo mismo afloran, como una estrella brillante en la obscuridad, las ganas de comunicarse con alguien, de encontrar una persona que de algún modo nos entienda y nos acepte. Este estigma que llevamos por dentro desde siempre es un reflejo del que nos ha hecho y, a la vez, testimonia las torceduras que nosotros hemos impuesto a este deseo y ha este derecho sano y sacrosanto. Los fracasos de la comunicación humana tienen su raíz en la distorsión del impulso que está en el fondo de nosotros mismos”.

Comunicarse por la incontenible alegría del Evangelio

Se lee en los hechos de los apóstoles que Pedro y los otros apóstoles se pusieron a predicar con extrema libertad y nadie poda ahogar la Palabra en su boca. Por esto fueron arrestados, procesados y fustigados. Le fue también impuesto no hablar más en el nombre de Jesús. Los apóstoles, entonces, “salieron del Sanedrín muy gozosos por haber sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (4,41). También Pablo expresa su inmensa, incontenible alegría por haber podido llevar el Evangelio a la ciudad de Corinto: “Les tengo gran confianza y estoy realmente orgulloso de ustedes; me siento muy animado y rebozo de alegría en todas estas amarguras” (2Co 7,4). También a los cristianos de Filipo escribe: “¿Qué importa que unos sean sinceros y otros hipócritas? De todas maneras se anuncia a Cristo y eso me alegra, y seguiré alegrándome… Me siento feliz con todos ustedes me alegro; y también ustedes han de sentirse felices y alegrarse conmigo” (1,18; 2,18).

Escribe el cardenal en el n. 58 de su carta: “En esta forma de comunicación implícita que se lleva a cabo en el empeño moral cotidiano, el creyente siente en su corazón algo que le apremia, que lo mueve, que moviliza todas sus energías: es la << alegría del evangelio>>, su novedad incomparable. Para el que cree, también en las relaciones para con quien está muy lejos, no puede renunciar a querer comunicarle la formidable diferencia y exceso, el <<más>> y el <<más allá>> que son constitutivos del evangelio. Tal diferencia, que es peculiar de la fe, se traduce en un exceso de ideales de vida referente a la justicia puramente legal, exceso que es indicio y anticipación de las relaciones humanas éticamente más densas y abiertas hacia un horizonte trascendente, que es reflejo de la Jerusalén celestial y de la perfecta comunión de los corazones que en ella se alcanzara”.

Es un deber sacrosanto el que brota del evangelio  cuando es escuchado con pasión, escuchado con docilidad y vivido con simplicidad: un deber repleto de alegría y, por lo tanto, capaz de suscitar un placer profundo y duradero.

Comunicarse es una necesidad providencial

Para comprender a fondo esta motivación debemos ponernos en escucha de Pablo que, con un razonamiento que deja un poco perplejo, declara así el motivo por el cual se siente unido, más aún, obligado a su ministerio de evangelización: “Yo no aproveché mis derechos, ni ahora les escribo para reclamar algo. Antes de morir! Ahí está mi gloria, que nadie me quitará. Si no, yo no tendría ningún mérito con solo anunciar el evangelio, pues lo hago por obligación ¡Pobre de mí si no anuncio el evangelio! Si lo hiciera por iniciativa propia, podría esperar recompensa, pero, si la cosa no salió de mí, no hago más que cumplir con mi oficio. ¿Cuál es entonces mi recompensa? La de predicar gratuitamente el evangelio sin valerme de los derechos que me reconoce el evangelio. En efecto, yo, que me sentí libre respecto de todos, me he hecho esclavo de todos con el fin de ganarlos en mayor número” (1Co 9,15-19)

No hay escape para el que tiene plena conciencia de la llamada que lo ha tomado, casi por sorpresa, y lo tiene vinculado no a un evento abstracto o a un hecho puramente jurídico, si no a alguien, más aun, al único que tiene pleno derecho de apartar a una persona de sus proyectos personales para confiarle una tarea superior.

Comunicarse porque es una obligación de gratitud

Aquí la referencia bíblica es espontánea, porque se trata de episodio de la curación del sordomudo, que nos narra el evangelista Marcos (7,31-37), y en cuya temática el cardenal fundamenta la impostación de su carta pastoral y el mismo título Effatá.

Aquí, según las célebres palabras de san Ambrosio, se celebra “el misterio de la abertura” (los misterios, 1,3): se pasa de la “dificultad comunicativa de este hombre” (n.2) a la intervención de Jesús que mira a derramar los lazos de le la incomunicabilidad, para llegar a la reacción de aquel pobre enfermo. He aquí lo que escribe, a este punto, el Arzobispo: “lo que acontece después de la orden de Jesús viene descrito como abertura (<<se destapan los oídos>>), como disolución (<<desaparece el defecto de la lengua>>) y como hallazgo de seriedad expresiva (<<y hablaba correctamente>>). Esta capacidad de expresarse se vuelve contagiosa y comunicativa: << Les mando que no dijeran a nadie. Pero, mientras más insistía, más lo publicaban>>. La barrera de la comunicación a caído, la palabra se expande como el agua que ha roto las barreras de un dique. El estupor y la alegría se difunden por los valles y los pueblos de galilea: <<El entusiasmo de la gente era increíble; y decía: “Todo lo han hecho muy bien, los sordos oyen y los mudos hablan>>. (7, 35-37).

En este hombre, que no sabe comunicarse y es arrojado por Jesús en el vértice gozoso de una comunicación autentica, nosotros podemos leer la palabra del fatigoso comunicarse interpersonal, eclesial, social” (n.2.3)

Pero, surge espontáneamente también otra referencia bíblica, a David en la dramática vicisitud de su doble pecado (cf. 2S 11-12), un drama bastante triste que todavía conoce un final feliz, como sabemos por la misma biblia. Quisiera que nos detuviéramos y tomáramos como punto de reflexión la actitud final de David que testimonia la seriedad de su nuevo comienzo que nace  de lo concreto de su conversión. El, en efecto, así se dirige al Señor: “Dame la alegría de ser salvado, renueva en mí un ánimo fuerte, y enseñare a los errantes tus caminos”. Tres expresiones unidas entre si que indican el itinerario de la verdadera conversión de David. Pasa de la alegría íntimamente saboreada por la salvación recuperada, al propósito de ser fuerte y estable en su nueva situación de fidelidad a Dios, para luego abordad una abertura misionera de su vida de converso.

En efecto, el que hace suya la experiencia del amor misericordioso de Dios siente la necesidad de comunicarlo tambien a los demás, a los “errantes”, es decir, a aquellos que todavía viven separados del Señor, para anunciar a todos la alegría del perdón y hacerles conocer que es bello transitar por los caminos de Dios. Esta es una manera de comunicar a otros la belleza del itinerario recorrido, al pasar del pecado a la gracia, del olvido de Dios a la familiaridad con él.

Comunicarse para corresponder al amor

La figura bíblica que me viene en mente, bajo este aspecto, es Jeremías que, en su relación para con Dios que lo han llamado el misterio profético, se siente como seducido, incapaz de sustraerse al arte amoroso de Dios, que lo quiere todo para sí. El quisiera sustraerse a este “apresamiento” divino, quisiera no tener que hablar de Dios, en nombre de Dios, pero no puede: “Tú me has seducido –escribe en el capítulo 20 de sus profecías-, oh Señor, y yo me he dejado seducir. Me hiciste violencia y fuiste el más fuerte…Por eso decidí no recordar más a Yavé, ni hablar más de parte de él. Pero sentí en mí algo así como un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque yo trataba de apagarlo, no podía” (vv. 7-9)

Hay una ocasión en Jeremías que no le permite sustraerse al deber de ser profeta de Israel; él debe comunicar lo que Yavé le confía como mensaje de su pueblo. Esta situación, que se mueve tras lo paradójico y lo trágico, repercute también en las palabras de la carta pastoral: “Destinatarios de la comunicación divina son todos los hombres, cada hombre y mujer que viene en este mundo, y todo el hombre en la plenitud de su humanidad, de su historia y cultura. Esta pasión comunicativa universal de dios en Jesucristo por medio del Espíritu Santo es la evangelización, o sea, el anuncio de la buena noticia de Dios que se comunica, el misterio mismo del amor Dios hecho cercano y presente a cada hombre y mujer en cualquier parte de la tierra. La iglesia, y cada persona que se siente amada por Dios, es entonces llamada a evangelizar a partir del fuego divino” (n.33.a).

Aquí se habla de una “llamada” la cual –se entiende bien- no viene de abajo si no de arriba “a partir del fuego divino”. Contamos con un testimonio, muy fuerte y convincente, de todo esto en las memorias sobre la vida y sobre las misiones de los primeros cristianos, que Lucas nos ha transmitido en sus hechos de los apóstoles. Aquí nosotros vemos cómo el fuego y el viento del Espíritu desencadenan un proceso de comprensión del misterio de Cristo en todos los creyentes y como el don de la fe sea el único, verdadero y grande aliciente de la misión.

Los protagonistas de los hechos de los apóstoles, o mejor, de la misión narrada por ellos mismos, son la palabra de Dios, el espíritu Santo y la fe-don. Solo en un segundo momento entran en escena los apóstoles, los evangelistas, los catequistas, los misioneros, es decir, los testigos de la fe: desde Pedro a Pablo, desde Esteban a Filipo, etc. Se diría que los testimonios de la fe intervienen sobre todo casi por una obligación de reconocimiento hacia Aquel que los ha llamado a una tarea noble y entusiasta.

Comunicarse por una explosión de la propia fe

“Creí y por eso hable” exclama pablo en su segunda carta a los cristianos de Corinto (4,13) en parcial referencia al salmo 116,10 y nosotros sabemos que toda su vida apostólica fue un claro testimonio. Pablo predico no solo con las palabras, sino también con su vida, con su coraje intrépido frente a los perseguidores, con los sacrificios de sus viajes misioneros, con su defensa delante de los tribunales tanto hebraicos como paganos.

Todo esto a partir de su fe, es decir, de su acto de adhesión a Cristo que, en la vida de Damasco, lo ha sorprendido, seducido, amarado a él una vez por siempre. La fe, siempre según san Pablo (cf. Rm 1, 16), es también potencia, energía, fuerza y como tal no puede no explotar. Lo cual significa, en términos sencillos pero eficaces, que ella no ´puede no suscitar, si así se puede decir, una reacción en cadena entre aquel que testimonia a Cristo muerto y resucitado y todos aquellos que no escuchan su voz, ni ven sus obras, ni comparten la experiencia.

Casi comentando estas expresiones de san Pablo, el cardenal escribe: “Presisamente porue nos ha sido comunicada, la fe debe ser comunicada, a su vez, por nosotros. Los primeros discípulos del Señor, cuando el tribunal Hebraico quería cerrales las boca, replicaban: <<Nosotros no podemos callar aquello que hemos visto>> […] Hoy, como entonces, a cada uno de nosotros nos ha sido encomendada la tarea de responder a todos aquellos que nos piden razón de la esperanza que está en nosotros, explicaciones que debemos dar con gentileza y respeto (cf. 1P3, 15)” (n.64).

Comunicarse también a partir de la poca fe

En el n. 62 de effetá se lee: “Me ha siempre sorprendido y confortado el comportamiento de Jesús para con los Once después de la resurrección: <<Los reprendió por su falta de fe y su porfía en no creer a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: ‘Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a todas las criaturas’>> (Mc 16,14-15). Justamente a estos hombres, incrédulos y obstinados, se le confía la comunicación del evangelio”. Como comentario a esta aguda observación podemos reflexionar aún más sobre otros pasajes del Evangelio de Marcos. Me refiero a una triple secuencia paralela que encontramos en 8,31ss, en 9,30ss, y en 10,32ss. En todas estas tres secciones del evangelio de Marcos encontramos la sucesión de estos hechos: Primeramente Jesús pronuncia una profecía sobre su muerte; sigue una incomprensión por parte de sus discípulos, y, por consiguiente, sigue la invitación de Jesús a seguirlo. En lo que refiere a la incomprensión invitamos a leer los versículos 8, 32-33 donde Pedro se opone a la voluntad de Jesús que quiere llegarse hasta Jerusalén; 9,32ss en donde se dice que los discípulos no entendieron esta palabra de Jesús y no osaban interrogarle mientras que luego Jesús los sorprende discutiendo sobre quién era el más importante; y 10,35ss donde los hijos de Zebedeo le piden a Jesús que les permita sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda en su gloria.

Lo que maravilla es precisamente el hecho que Jesús es a estos a quien quiere y no se cansa nunca de invitarlos continuamente a que lo sigan. Más aún, les explica la condición de la verdadera escuela, el estilo de sus discípulos, demostrado, entonces, una vez más, que confía en ellos. Sabemos, por el resto del evangelio, que Jesús no queda del todo desilusionado: serán justamente éstos, hombres de poca fe, personas temerosas e inseguras a testimoniarlo con muchísimo coraje después de su resurrección. Deberán, claro está, pasar el examen de una crisis tremenda, la de la pasión y muerte de su Maestro, pero luego, en la potencia del Espíritu pentecostal, se volverán sus testigos en todos los confines de la tierra.

Comunicarse es una necesidad vital

Otro aspecto del discurso desarrollado alrededor del comunicarse es el que se refiere a la “vida nueva” que la fe en Cristo muerto y resucitado inaugura y sostiene. Y es justamente esta vida nueva que emana de la necesidad vital de comunicar el hecho y los motivos del propio creer: una fe que se traduce en gestos de caridad y fundamenta las razones de la propia esperanza. Esta necesidad vital es al mismo tiempo individual y comunitario: en este momento consideraremos solo la dimensión personal, individual, mientras que más adelante detendremos la atención sobre la dimensión eclesial.

Comunicarse para narrar la bondad de Dios

Es la situación en que se encuentra el ha recibido de Dios un gran don, un signo de su benevolencia. Encontraos con frecuencia, sobre todo en los salmos, esta situación vital de la que emerge la figura de un creyente el cual ha experimentado personalmente cuán bueno y misericordiosos es el Señor: “Eternamente cantare os favores del Señor, proclamare su fidelidad de generación en generación” (89,2); “No moriré, mas viviré parea contar las obras del Señor” ()118,17). Ambos salmos cantan la fidelidad de Dios a la alianza con Israel y son una proclamación oficial de la fe del pueblo elegido en la indefectible fidelidad de Yavé a las promesas hechas. Constatar esta fidelidad significa para el creyente sentirse como obligado a propagarla, a difundir la bella noticia, a comunicarla a todos.

Así nace la necesidad de evangelizar, que es una manera peculiar, solemne, de la comunicación. Esto es, me parece, lo que se desprende de las siguientes líneas de la carta pastoral: “Basta con ser hombres y mujeres, y aceptar ser amados tal como el Padre nos lo ha testimoniado, a través de la incontrastable historia, en la cruz de Jesús. El que ha aceptado dejarse amar de esta manera, encuentra que no hay otra <<noticia>> que comunicar y hacer conocer más valida y bella que ésta. Naturalmente tomado en cuenta aquellas leyes comunicativas, arriba mencionadas, y sobre todo aquellas de la progresión y del respeto de la libertad ajena y de sus tiempos”.

“La evangelización tiene algo de misterioso y de inalcanzable, al igual que la comunicación autentica que no se deja poseer y programar totalmente. Es un misterio que tiene las mismas características resplandecientes y veladas del misterio de Dios” (n. 33).

Comunicarse para continuar el diálogo con Dios a través de la oración

Es muy útil recordar que los primeros cristianos –cuya vida y misión tenemos siempre presente gracias a los Hechos de los Apóstoles- cuando tenían problemas que resolver en relación para con la predicación, se reunían en oración para pedirle al Señor la luz, para renovar su fe y ser así más idóneos al servicio de la Palabra. Ellos oran en la espera del don del Espíritu (1,12ss); oran asiduamente inmediatamente después del discurso pentecostal de Pedro (2,42-48); oran en el momento de la persecución y piden poder anunciar con plena seguridad la palabra del Señor (4,24-30). Debemos recordar también que la oración y la predicación de la palabra son los dos grandes y prioritarios compromisos de los apóstoles (6,4).

El arzobispo desarrolla este concepto, con acentos muy fuertes y persuasivos en el n. 31 de Effatá: “La oración es el dialogo, no monólogo: desde su propio comienzo nace de la fe (o por lo menos del deseo y de la intuición de la fe) y se configura entonces como respuesta. Luego, se nutre constantemente de la palabra de Dios en la liturgia, al escuchar la palabra de la Iglesia, a través de la lectura personal de la Biblia, mediante el discernimiento de las inspiraciones del Espíritu Santo. Hay, entonces, un ritmo ininterrumpido de la palabra divina y respuesta humana, que predispone recibir otras palabras y respuestas de Dios. El diálogo entre el creyente y su Dios, entre el bautizado y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo  constituye la trama de toda la jornada. El que así ora puede repetir las palabras de Jesús: <<el que me envía está conmigo y no me deja nunca solo>> (Jn 8,29); <<No estoy solo ya que el Padre está conmigo>> (Jn 16,32)”.

Aquí nuestra reflexión debe detenerse sobre la verdadera naturaleza de la oración cristiana que no puede y ni debe ser reducida a un simple pedirle a Dios aquello que en el momento necesitamos, aunque fueran bienes espirituales. La oración cristiana, aquella que nos enseñó Jesús, es un himno de alabanza a Dios, operador de prodigios por la salvación de la entera humanidad; se concretiza sobre los eventos centrales de la historia de la salvación: la Encarnación y el misterio pascual; se pone en sintonía con el proyecto salvífico de Dios que se manifestó en Cristo Jesús. Por lo tanto, ella no puede no hacerse evangelizadora, no puede no ser misionera.

La consecuencia es obvia: de una oración bien concebida y bien experimentada no puede brotar la necesidad vital de comunicar a otros la dulzura y el empeño del dialogo para con Dios.

Comunicarse para que el Evangelio haga su curso

“Para que el mundo se salve –se ha escrito con arrojo pero con mucha sinceridad- no basta que el Señor Jesús haya muerto y resucitado, sino que es necesario que el resucitado tenga testigos”. El mismo evangelio, para que llegue a su plenitud, necesita evangelizadores. No hay ninguna duda: Dios necesita a los hombres!

Es lo que emerge de toda la historia de la salvación; Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, ha siempre llamado y se ha valido de colaboradores para difundir su proyecto de salvación, para hacer llegar posiblemente a todos la bella noticia de su voluntad salvífica. Se valió de los patriarcas y de los jueces, de los reyes y de los profetas en el Antiguo Testamento; de igual manera, se aprovechó de los apóstoles y de los discípulos de Jesús, de los evangelistas, de los misioneros y de muchos otros testimonios en el Nuevo Testamento.

Así se expresa san Pablo, mientras escribe a los cristianos de Tesalonica: “Por lo demás, hermanos, rueguen por nosotros, para que la palabra del Señor, se propague rápidamente y se acogida con honor, como pasó entre ustedes” (3,1). También en su primera carta a los mismos cristianos escribe: “Por lo tanto, no cesamos de dar gracias a Dios, porque, al recibir d nosotros la enseñanza de dios, ustedes la aceptaron, no como enseñanza de hombres, sino como la palabra de Dios y, como tal, obra en ustedes que creen” (2,13). Y aquí indica exactamente como debe ser considerada, creída y escuchada la palabra de Dios para que ella pueda dar los frutos deseados. En caso contrario ella recorrería sí su curso, pero se trataría de un recorrido vacío, sin esperanza de alcanzar la meta.

El cardenal toca este tema en el n. 33 de su carta, cuando habla del “misterio de la evangelización: <<Den gratuitamente, puesto que recibieron gratuitamente>> dice Jesús (Mt 10,8). En estas palabras está el secreto de la evangelización que es comunicación del evangelio según el estilo del evangelio: la gratuidad, la alegría, del don divino recibido por puro amor. Sólo el que ha probado tal alegría la puede comunicar: pero todos están llamados a probarla. Nada impide <<esta experiencia religiosa>> ni exige una particular predisposición (como quizás hace falta en algunos fenómenos que comúnmente se agrupan bajo el título de <<experiencias religiosas>>)”.

Comunicarse es un empeño especial

Es esta la última respuesta a la interrogante Comunicarse, ¿Por qué? Ella nos lleva a otra dimensión del empeño cristiano: la dimensión comunitaria de la fe-don que se traduce en fe-empeño.

Cuando Dios llama, aunque se dirige a una sola persona, piensa siempre en un pueblo, trata de hacerse una comunidad de “fieles”: es esto un dato constante en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Este hecho, mejor aún, esta verdad, se refleja también en el empeño de comunicar la fe, en el deber de evangelizar, en la necesidad de participar a otros de la propia experiencia madurada en el encuentro con Dios, con el Señor Jesús.

Henos aquí, entonces, dispuestos a releer la carta pastoral effatá, ábrete para individuar aquellos desarrollos temáticos que nos permitan saborear también esta dimensión de nuestra fe.

Comunicarse por fidelidad a la sana tradición

Es sobre todo pablo quien se siente fuertemente a la tradición viva ya la que quiere permanecer absolutamente fiel: “Os he transmitido lo que yo mismo recibí del Señor” y continúa narrando la institución de la Eucaristía, centro y manantial de la vida de toda comunidad creyente. “Os he transmitido también la enseñanza que yo mismo recibí” y luego profesa su fe en el misterio pascual de Jesús (cf. 1Co 11,23ss). También a su discípulo Timoteo  Pablo recomienda: “Tu, hijo, fortalécete con la gracia que tendrás en Cristo Jesús, y lo que aprendiste de mí, confirmado por numerosos testigos, confiándolo a los hombres que merezcan confianza, capaces de instruir después a otros” (2Tim 2,1ss). Nace así la cadena de testigos, que tienen el empeño de mantener viva la memoria de Jesús y de transmitir la testimonianza de los que él ha hecho y dicho por la salvación de todo.

Es más que obvio el hecho que aquí nosotros somos invitados a recuperar el significado fuerte de la “tradición”; en efecto, sólo bajo estas condiciones se sostienen el discurso relativo al comunicarse.

En un paisaje muy bello, que activa pensamientos tiernos y fuertes a la vez, el cardenal escribe: “Podemos comunicar el evangelio sobre todo porque nos ha sido comunicado por aquellos que han creído antes que nosotros. De veras podemos decir como san Agustín: <<Yo creo en aquel en quien han creído Pedro, Pablo, Juan…>>. ¿Por qué no continuar agregando a los nombres de los primeros testigos aquellos de todas las personas por las que ahora nosotros creemos, de aquellos comunicadores del evangelio que conforman nuestra historia de creyente y la historia de nuestra comunidad? Podemos agregar el nombre de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestros sacerdotes, de algunos religiosos y religiosas, de catequistas, de todos los creyentes, hombres y mujeres, gracias a los cuales nosotros pertenecemos a la larga historia de fe. Mirando en nuestro pasado, encontraremos sus rostros y sus voces; entonces subirá a nuestros labios la gratitud por haber descubierto que la comunicación de la fe ha sido en primer lugar un don para nosotros” (n. 63). Esta explicita referencia al pasado debe ser interpretada, creo yo, muy bien; por lo contrario se corre el peligro de caer en fútiles nostalgias o, lo que es peor aún, en ineficaces “regresos”. En efecto, una cosa es la justa adhesión a nuestros “padres en la fe”, aquellos que, con el coraje de su testimonio y con la fidelidad de toda su vida, nos han transmitido el don de la memoria viva y siempre actual de Jesús, y otra cosa, en cambio, son las muchas, las demasiadas “tradiciones” (quizás no se debería abusar de este término) con las que se tiende a capturar la libertad del Espíritu de Dios mediante esquemas humanos demasiado estrechos y miopes. Aquella tradición es respetable y es capaz de promover a cada hombre, todo el hombre, tas la búsqueda de un Dios-salvador, de un Salvador-Dios; estas tradiciones, en cambio, son ineficaces, inútiles y, ultimadamente, insignificantes.

Comunicarse para dilatar los espacios de la comunión eclesial

Hay una profecía en Ezequiel (2,3ss) que me deja un poco perplejo, sobre todo si la confronto con el estilo misionero de Jesús y de Pablo, si pienso que la palabra es viva y eficaz (Hb 4,12) y que los verdaderos misioneros no se dan casi nunca por vencidos frente a las resistencias de los destinatarios de su predicación.

Dice Ezequiel: “Hijo del hombre, te envío a los hijos de Israel, aun pueblo de rebeldes […] Hombres de cabeza y de corazón endurecido son aquellos a los que te envío. Les dirás. Así habla el Señor Yavé: <<Puede ser que no te escuchen, pues son una raza de rebeldes, pero en todo caso, sabrán que en medio de ellos se encuentra un profeta>>”. Se comprende que el profeta, con su persona y con su presencia, constituye un signo de Dios mismo; pero a la luz del Nuevo Testamento se dirá que nunca se debe de ceder ante la resistencia de los otros; hay siempre un espacio abierto frente a la palabra de Dios y por consiguiente, frente a sus predicadores.

Se lee, a este propósito, en Effatá, exactamente en el n. 66, lo siguiente: “La razón de este diálogo es que entre el horizonte del creyente y aquel de quien no cree no existe una incomunicabilidad absoluta, justamente porque ya aquí y ahora toma cuerpo en los surcos de la historia del reino de Dios. Este reino que se expresa también al acoger, asumir, purificar, rectificar, salvar todo lo que la fatiga de los hombres ha construido (cf. nn. 18-44). El concilio cree en la comunicación profunda existente entre todos aquellos que buscan un corazón sincero. El cristiano sabe que este es el tiempo de una oculta gestación y, por lo tanto, él es capaz de comunicarse con todos aquellos que buscan con verdad”.

Este pasaje de la carta se sitúa dentro de un contexto más amplio, en el que el arzobispo se prorroga a describir el estilo de quien se pone incansablemente al servicio de la palabra, también en aquellos ambientes más lejanos, más hostiles y más refractarios. Él recomienda comportarse, hablar y actuar “con gentileza y con respeto”, según las autorizadas indicaciones del concilio Vaticano II (Lumen Gentium, Dei Verbum y Gaudium et spes) y de Pablo VI (Eclesiam suam y Discurso pronunciado al final del Concilio), solícitos, de todas maneras, de comunicar la diferencia y el exceso, el “más” y “siempre más” que son constitutivos del evangelio.

Conclusión

Hemos seguido, para esta reflexión, la senda indicada por la pregunta: ¿Comunicarse, por qué?” y, por el camino, hemos recogido algunas respuestas complementarias entre si, con una actitud de escucha de la palabra de Dios escrita y en contacto directo con la reciente carta pastoral del Arzobispo. Me parece que se puede concluir con una certeza de fondo: que sobran motivos para comunicar los dones que hemos recibido del Creador y del Redentor, más aún, son evidentísimos e inderogables. Ellos nacen, me parece, sobre todo, de lo alto, están, por consiguiente, radicados en el corazón de Dios que, revelándose y comunicándose, ofrece también las razones por la que nosotros podemos, más aún, debemos, entrar en su órbita. Sin embargo, los motivos del comunicarse nacen también de lo profundo del corazón del que se siente beneficiado; brotan desde dentro antes que desde fuera. Y esto nos exige soscabar en la intimidad de nuestro ser para no perder nunca el contacto con Aquel que habla al corazón antes que a los oídos de cada hombre. Esta actitud interior, que nos es intimísima, se adapta muy bien a esta carta que, como se sabe, constituye sólo la primera parte del proyecto pastoral dedicado al tema de la comunicación: una primera parte que quiere ser preferentemente, aunque no exclusivamente, reflexiva.