KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

El misterio Eucarístico

Autor: 
Padre Rafa
Fuente: 
Kénosis

En días pasados, se me acercó una joven y, con aire meditativo, me preguntó:

– Padre: “¿Es posible eso que escuchamos en Misa? ¿Es posible desear con ansia a Dios en nosotros? ¿Cómo reconocer ese deseo? Y en caso de reconocerlo, ¿por qué hemos de buscar a Dios (a Jesús) en la Hostia y el Vino, y no en otra cosa? ¿Por qué un pan y un poco de vino son lo que Dios eligió para quedarse entre nosotros?...”

Mi respuesta se convirtió en un amplio diálogo que transcurrió poco más de una hora. Y es seguro que no se agotó todo cuanto puede decirse de tan bello misterio. Pero me consoló el hecho de que la joven, al final, se mostró reconfortada y, ¡lo mejor!: ví crecer en ella el deseo de profundizar en su fe...

Escribo a continuación algunas palabras de aquel diálogo que entablé con esa joven inquieta, a fin de que también en ti se agite ese ánimo humano por comprender la vida cristiana, que es amor.

1. ¿Los seres humanos tenemos el deseo de Dios?

Por supuesto que sí. Y para verificar dicho deseo hay una expresión profunda, que la misma Escritura y la Liturgia nos ponen en los labios: “Desearíamos que nuestra vida personal se uniera a Dios, como se une el cuerpo con el manjar y la bebida. Sentimos hambre y sed de Dios. Porque no nos basta conocerle y amarle. Queremos continuamente estrecharle, guardarle, poseerle; es más: querremos comerle, beberle, ingerirle por entero hasta saciarnos de Él y quedar satisfechos y hartos..." Esto aparece descrito en la Liturgia de la “Fiesta de Corpus” con las palabras mismas del Señor: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él...” (Jn 6,55-57).

Comer su carne, beber su sangre, comerle, recibir al Hombre-Dios (Jesús) dentro de nosotros, con cuanto es y tiene, ¿no excede con mucho lo que podíamos desear de propia iniciativa? Mas ¿no es eso precisamente lo que responde a nuestros deseos más íntimos?

2. ¿Por qué Dios, que es insondable, eligió quedarse con nosotros en el signo del Pan y del Vino?

Dios se manifiesta a los hombres de múltiples formas. No sólo en los sacramentos eclesiales. Pero, qué magnífica figura nos ofrece Dios al quedarse (al manifestarse) en el pan y el vino.

El pan es alimento. Verdadero alimento, puesto que realmente nutre; sustancioso, al grado de que nunca hastía. El pan es veraz. También es bueno, en el sentido profundo y cálido de la palabra. Pues en figura de pan se da a nosotros por alimento el Dios viviente. San Ignacio de Antioquía escribe a los fieles de Éfeso: “Partimos un pan que es remedio de inmortalidad”. Es manjar que sustenta nuestro ser del Dios viviente y nos da morada en Él y a Él en nosotros.

El vino es bebida. No sólo bebida para apagar la sed, que a tal fin basta el agua. El vino hace algo más: “Alegra el corazón del hombre”, como dice el Eclesiástico (31,35). El vino es bebida de alegría, abundancia y exceso.

“¡Cuán bello mi cáliz que embriaga!”, dice el Salmista (22,5). ¿Es posible entender este lenguaje? ¿Comprendemos que embriaguez aquí no significa exceso, antes bien cosa muy distinta? El vino es belleza rutilante, fragancia y vigor, que ensancha y transfigura. Por ello, bajo la especie del vino Cristo da a beber su sangre; no como bebida discretamente virtuosa, antes bien como exquisitez divina. “Sangre de Cristo, embriágame”, oraba San Ignacio de Loyola, el caballero de corazón ardiente. Y Santa Inés, en el Oficio de su fiesta, nos habla del misterio de amor y belleza de la sangre de Cristo: “Miel y leche libé yo de su boca, y su sangre embelleció mis mejillas”.

Cristo se ha hecho para nosotros pan y vino, manjar y bebida. Le podemos comer y beber. Se nos ha dado como pan: que es lealtad y constancia; y como vino: que es audacia, alegría desmedida, fragancia y belleza, holgura y liberalidad sin límites. ¡Borrachera de vivir, y de poseer, y de prodigar!...

Por ello: ¡Dios, que es pan y vino, te sacie en todo momento!

Atte. P. Rafa.