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“Humani Generis Unitas”. La encíclica de Pío XI sobre el racismo que nunca se publicó

Autor: 
Giovanni Sale
Fuente: 
La Civiltà Cattolica

El borrador de la encíclica contra el racismo, Humani generis unitas, fue encargada por Pío XI en junio de 1938 al jesuita estadounidense John LaFarge, pero a causa de ciertos acontecimientos y, sobre todo, la muerte del Papa, nunca vio la luz. Se ha especulado mucho en la prensa sobre la no promulgación de tal texto: según algunos, cuando murió el Papa, este habría sido incluso sustraído de su propio escritorio y luego destruido. Leyendas a las que los historiadores serios nunca dieron crédito. El texto de la encíclica fue publicado en 1995 por G. Passelecq y B. Suchecky[1], quienes reconstruyeron, además, su intrincada historia. En este artículo queremos retomar de manera sintética la cuestión, examinándola a la luz de la documentación, en buena parte inédita, conservada en los archivos de la revista La Civiltà Cattolica. Esta última, como veremos, es necesaria para comprender la razón por la cual el borrador de la encíclica no fue entregado al Papa durante meses. En efecto, La Civiltà Cattolica jugó un papel no secundario en esta historia.

Formación y contenido de la “Humani generis uñitas”

El protagonista central de esta historia es el padre LaFarge, editor de la revista America y fundador del Catholic Interracial Council. Cuando en mayo de 1938 se embarcó rumbo a Europa por motivos de estudio, nunca imaginó que el Papa en persona le encomendaría escribir una encíclica contra el racismo. “Si hubiera sospechado una cosa tan extraordinaria –escribe en una carta del 3 de julio– nada me habría podido convencer de pasar por Roma, y menos aún de ver al Papa”. Ocurrió, sin embargo, que antes de dejar la Ciudad Eterna para volver a París y continuar su viaje europeo, el padre LaFarge participó en una audiencia en Castelgandolfo. Algunos días después, escribe el jesuita en su autobiografía, “me llegó un mensaje del Vaticano: Su Santidad quería verme y me daba una cita”. No se sabe quién le señaló al Papa la presencia del jesuita estadounidense en la audiencia, ni quién le habría aconsejado el encuentro. El 22 de junio, el padre LaFarge fue recibido en audiencia particular por Pío XI. “Fui recibido por el Santo Padre –escribe en la autobiografía– con mucha cordialidad. No tardé en comprender que quería hablar de cuestiones referentes al nazismo, que en Italia y en Alemania estaban a la orden del día. Me dijo que no dejaba de pensar y repensar sobre este problema y que cada vez estaba más convencido de que el racismo y el nacismo se mezclaban”. El Papa le dijo, además, que había leído su trabajo contra el racismo, titulado Interracial justice, y que lo había encontrado interesante; agregó que era lo “más pertinente” que había leído sobre la materia. “Lo que le gustó de mi libro –comentaba el jesuita– era que había tratado el tema desde el punto de vista espiritual y moral, y que, además, me había esforzado por comparar la doctrina católica tanto con la ley natural, como con la experiencia concreta para intentar esbozar algunas conclusiones prácticas”[2].

La audiencia tuvo lugar en un momento muy especial en cuanto a las relaciones entre la Santa Sede y el Gobierno Fascista: el 14 de julio, de hecho, se publicó el Manifiesto de los científicos fascistas sobre la raza, con la venia y la autorización personal de Mussolini. De esta forma, el fascismo se alineaba con el nazismo alemán en materia racial y eugenésica, fortaleciendo, desde el punto de vista ideológico-político, la convergencia entre lo dos mayores gobiernos totalitarios. El manifiesto fue inmediatamente calificado por el Papa como una forma de apostasía de la fe cristiana: “Ya no es solamente una que otra idea errada –dijo a un grupo de hermanas en el Cenáculo el 15 de julio– sino que todo el espíritu de la doctrina se opone a la fe de Cristo”. A partir de los diarios de consultas de La Civiltà Cattolica, sabemos que en ese período el Pontífice había pedido al director que la revista se ocupara de tales temas, condenando explícitamente las doctrinas de “nacionalismo exagerado”, la nueva eugenesia y las teorías racistas como contrarias a la ley natural y a la doctrina cristiana. Pocos días después, tuvo lugar el encuentro entre Pío XI y el padre LaFarge, en el cual el Papa encargó al jesuita estadounidense que escribiera una encíclica sobre estos temas urgentes.

En una carta confidencial del 3 de julio de 1938 dirigida al padre J. A. Murphy, el padre LaFarge describe la audiencia con el Papa en los siguientes términos: “Ocurrió que el Papa, tras pedirme completa confidencialidad, me mandó que escribiera el texto de una encíclica destinada a la Iglesia Universal sobre el tema que él consideraba más candente del momento. Me dijo que yo le había sido enviado por Dios exactamente en el momento en que buscaba alguien a quien confiar esta tarea […]. Diga con sencillez, agregó, lo que diría si fuera Papa […]. Luego me expuso el tema a grandes rasgos, el método que debía seguir y los principios que debía observar”[3]. Dice, además, que él mismo escribiría al padre General de los Jesuitas para informarlo.

El padre W. Ledóchowski, informado de la delicada misión confiada al jesuita estadounidense, tan poco familiarizado con el ambiente romano, la comentó de manera lapidaria, diciendo en tono preocupado: “The Pope is mad”, es decir, traduce la fuente, el Papa está “un poco loco”[4]. En cualquier caso, hizo de todo para que el padre LaFarge pudiera trabajar tranquilamente y en absoluta confidencialidad. Si esto se llegara a saber –dijo– “en veinticuatro horas todos los Gobiernos de Europa enviarían muchísima gente a dar su punto de vista”. Accedió, también, a la solicitud de instalarse en París, para poder trabajar sin ser distraído. Por esta carta nos enteramos además que había nombrado como colaboradores del padre LaFarge a “dos eruditos”: el padre alemán G. Gundlach, profesor de moral de la Universidad Gregoriana, mal mirado por el Gobierno del Tercer Reich por sus ideas antinazis[5]; y el padre francés G. Desbuquois, director, en Vanves, en la periferia parisina, de la Action populaire. Ambos eruditos de moral social habían trabajado antes en la redacción de documentos pontificios, por lo que tenían experiencia en ese tipo de actividades. Los tres jesuitas, a los que rápidamente se unió el padre H. Bacht, encargado de la traducción al latín del escrito, se pusieron a trabajar desde los primeros días de julio. No obstante el insoportable calor del verano parisino, los jesuitas acometieron con dedicación y celeridad la “grave tarea” a ellos confiada. Al final de septiembre estaba terminada y lista para ser enviada al Vaticano. “Durante todo el tiempo que trabajamos en ese proyecto secreto –recuerda el padre Bacht– fuimos constantemente acosados por el miedo a que la Gestapo hiciera algún movimiento. Esta, de hecho, espiaba al padre Gundlach desde la famosa transmisión en Radio Vaticano”[6].

En una carta enviada por p. LaFarge el 18 de septiembre a sus superiores norteamericanos, afirma que el trabajo estaba casi terminado y que el 20 del mismo mes sería enviado a Roma con el texto ya preparado para revisiones adicionales. “Lo escrito –afirmaba el jesuita– será sometido a un examen, y no tengo la más mínima idea de cuál será el resultado. Sin embargo, aquí fue objeto de una revisión extremadamente minuciosa y superó la prueba”. A pesar de que el p. General le sugirió regresar a Estados Unidos desde Francia, confiando a otros la transmisión del texto, el p. LaFarge creyó más conveniente dirigirse él mismo a Roma para entregar brevi manu el trabajo: “Estoy convencido de que es necesario estar presente para explicar los detalles; diversas fuentes me han dicho que es absolutamente necesario. Esperamos poder retomar el 15 de octubre”[7]. En cualquier caso, sabemos que hacia el final de septiembre el p. LaFarge estaba ya en Roma y residía en la Curia general. El 26 de septiembre, después de la cena, escuchó junto al p. General y los miembros de la Curia el delirante discurso que Hitler pronunció en la Sportspalast de Berlín. Una vez agotada la labor que juzgaba le correspondía, el p. LaFarge dejó Roma para dirigirse a París y luego Boulogne, para embarcarse rumbo a Estados Unidos: ello ocurrió el primero de octubre. Motivos familiares (la grave enfermedad de su hermano) lo impulsaron a regresar lo antes posible a su patria, dejando en manos del p. General la entrega del texto borrador de la encíclica a Pío XI.

En cuanto al contenido de la nueva encíclica, se habla de este con abundantes detalles en dos documentos: en un escrito titulado “Explicación del proyecto de la encíclica Humani generis uñitas”, que acompañaba –junto a otro documento– al borrador presentado al p. General, y en una carta del p. LaFarge fechada 28 de octubre de 1938 dirigida desde Nueva York a Pío XI, seguida de acontecimientos sobre los que ya hablaremos. En el primer documento se dice: “La ocasión de su composición fue el encargo recibido de preparar un texto de encíclica sobre la materia Catolicismo y nacionalismo: para tratar cuestiones sobre el racismo y el nacionalismo. Se pedía, en particular, precisiones en materia de raza, incluso desde el punto de vista de las ciencias naturales, pero la cuestión debía ser abordada sobre todo a la luz de la moral cristiana y la revelación sobrenatural”[8].

El segundo documento es aún más explícito: este explicaba al Papa el método seguido en la redacción de la encíclica y proporcionaba una descripción breve pero precisa: “El estudio de la materia aquí tratada, con sus múltiples ramificaciones, me llevó a concluir que se requiere un cierto desarrollo histórico y doctrinal para iluminar plenamente y con una fuerza argumentativa realmente eficaz, el alcance, la falsedad de estas aberraciones y, en particular, sus relaciones recíprocas. Adoptando este método, he tenido presente, inter alia, la actual mentalidad no católica, especialmente de los países anglosajones. Los acontecimientos ocurridos en la vida pública y en la vida de la Iglesia después de la redacción del documento, reforzaron mi convicción sobre la necesidad y pertinencia de este modo de exposición. Todo el argumento se basa en las dos grandes doctrinas: la de la Persona humana y la de la Unidad del género humano, a la luz de las doctrinas de la razón y de la fe, teniendo en cuenta además los datos de las ciencias puramente empíricas. La principal división del desarrollo sigue tres grandes líneas: una exposición histórica de la disolución de la vida social debido al progresivo proceso de abandono del Espíritu en nuestro tiempo; una breve exposición doctrinal del vínculo de unidad entre los hombres y de las principales formas de pluralidad en la vida social de los hombres, que conducen a aclaraciones particulares sobre el nacionalismo, el racismo y la cuestión de los judíos; una consideración práctica sobre las acciones de la Iglesia para la unidad temporal en la vida social de nuestro tiempo”[9].

Del texto citado se desprende que el proyecto de encíclica fue elaborado teniendo en cuenta no sólo los estudios más recientes (también en el ámbito no católico) sobre la delicada cuestión, sino también los últimos pronunciamientos magisteriales sobre el tema de la condena del nacionalismo y del racismo, así como prestando atención al desarrollo concreto de los acontecimientos, especialmente en Italia: en efecto, desde los primeros días de septiembre, el gobierno fascista adoptó medidas cada vez más discriminatorias y liberticidas en materia racial, dirigidas sobre todo a golpear a los judíos, incluso a los que tenían la ciudadanía italiana. El Papa había hablado de la cuestión racial en varias ocasiones: el 28 de julio, durante una audiencia general, se preguntó consternado: “¿Cómo es posible que Italia tenga que ir a imitar a Alemania en materia racial?”. Este discurso disgustó a Mussolini –celoso de su propia originalidad en este asunto y convencido de que no debía nada, desde el punto de vista ideológico, a sus amigos nazis– y a los jerarcas del régimen. Las palabras del Papa dieron lugar a un incidente diplomático entre la Santa Sede y el régimen fascista, que se resolvió el 16 de agosto con la firma de un documento conjunto, en el que el Estado se comprometía a proceder en materia racial sin gravar a los grupos externos, “sino sólo con la debida aplicación de criterios discriminatorios honestos”, mientras que la Iglesia se comprometía a no tratar estos temas ni en la prensa católica ni en los sermones o discursos públicos.

Sin embargo, cuando en la primera semana de septiembre comenzaron a promulgarse medidas racistas contra los judíos, Pío XI se vio obligado a intervenir directamente. El 7 de septiembre, al día siguiente de la promulgación de la orden de expulsión de los judíos de las escuelas públicas, dirigiéndose a un grupo de peregrinos belgas, dijo que el antisemitismo no era compatible con la doctrina cristiana. “No, no es posible”, dijo, “que los cristianos participen en el antisemitismo. Reconocemos que toda persona tiene derecho a defenderse, a tomar los medios para protegerse de cualquier cosa que amenace sus intereses legítimos. Pero el antisemitismo es inadmisible. Somos espiritualmente semitas”[10]. Este discurso, que contenía tanto elementos de absoluta novedad, como la condena explícita del antisemitismo, como elementos ligados a la tradición antijudía (el derecho del Estado cristiano a defenderse de las artimañas de los judíos), fue ampliamente difundido en los países de habla francesa; ciertamente fue meditado por los “redactores parisinos”, y de hecho los dos elementos mencionados fueron incorporados al proyecto de la encíclica. El borrador, redactado en francés, iba acompañado de otros dos documentos: una breve carta dirigida a los jesuitas revisores y un esquema que ilustraba el contenido de la encíclica y los criterios seguidos en su redacción. La carta exponía una serie de puntos que debían respetarse si se quería reorganizar o revisar el texto: en primer lugar, se recomendó intervenir en la primera parte en caso de que se quisiera “acortar el documento”, aunque dicha labor debería realizarse de forma que no afectara a la compleja articulación de su contenido; a continuación, se señaló, a modo de especificación, que la primera parte sentaba las bases, es decir, los principios teóricos, de la segunda parte, que se consideraba la más importante; por último, se precisó: “En cualquier caso, se ruega no tocar los párrafos 126-130 (sobre la diversidad de razas). Incluso los detalles más pequeños de estos párrafos son de extrema importancia […]. Además, son la respuesta más directa y precisa a los deseos del Santo Padre”[11].

En el segundo documento se exponen los criterios religiosos, culturales y pastorales que inspiraron a los redactores para determinar el contenido de la encíclica. Algunos de estos criterios se recogen también en la carta que el p. LaFarge dirigió posteriormente al Papa. Este documento nos ayuda a comprender mejor el horizonte teológico y cultural en el que se movían sus redactores y el modo en que interpretaban la mente del Papa sobre la materia. No pretendían escribir una encíclica de “uso inmediato” para responder a emergencias particulares, sino redactar un documento que abordara los problemas del nacionalismo y el racismo de forma más reflexiva, utilizando como base teórica la doctrina de la ley natural, que ya no se enseñaba en muchas universidades protestantes. En su opinión, teniendo en cuenta que en los países gobernados por regímenes totalitarios la Iglesia no podía profundizar lo suficiente en estas cuestiones en el plano de la doctrina, esta obra debería haber ayudado a la comunidad creyente a rechazar con decisión doctrinas contrarias a la moral cristiana y, además, desautorizadas por la ciencia antropológica y social moderna.

La parte más importante del documento, sin embargo, era la conclusión, que resumía en pocas líneas la sustancia del texto e indicaba los criterios que habían determinado su laborioso curso: “La posición fundamental de la Iglesia sobre el nacionalismo, el racismo y problemas similares ha sido expresada repetidamente en diversos pronunciamientos del Santo Padre y de sus Predecesores: incluso recientemente ha expresado su pensamiento en diversas audiencias públicas. Parecía, entonces, que la preparación de una encíclica para el uso inmediato de la publicidad con influencia inmediata en los acontecimientos del día –como, por ejemplo, Mit brennender Sorge– no aportaría nada nuevo y, en las circunstancias actuales, ni siquiera respondería a los deseos del Santo Padre. La única interpretación de sus deseos que parecía presentarse en este asunto era tratar los problemas del racismo y el nacionalismo en una dimensión más amplia y profunda. Incluso dejando de lado los hechos presentes, la redacción sería fundamentalmente científica o instructiva. En la elaboración de este proyecto hemos tenido cuidado de: a)evitar implicar a la Iglesia en un pronunciamiento sobre cuestiones doctrinales discutidas, pero aún no decididas definitivamente […]; b) evitar la apariencia (y la realidad) de querer atacar a uno u otro de los grandes grupos políticos actualmente enfrentados en Europa; c) reconocer el gran valor de las conclusiones de la verdadera ciencia natural, sin proponerlas como enseñanza de la propia Iglesia”[12].

El borrador de la encíclica, como hemos dicho, fue publicado por una editorial francesa en 1995[13]; le siguieron otras ediciones en varias lenguas. El ejemplar conservado en los archivos de la revista La Civiltà Cattolica está escrito en francés y es sustancialmente similar al ya publicado. La encíclica está construida de manera arquitectónica: en la primera parte se establecen los principios fundamentales de carácter teórico y se refutan cuidadosamente las teorías modernas que tienden a negar los derechos de la persona humana y la unidad sustancial del género humano, sobre la base de la llamada concepción mecanicista-atomista de la sociedad humana. La segunda parte de la encíclica es sin duda la más relevante, en particular el breve capítulo dedicado a los judíos y la condena del antisemitismo: “Quienes han elevado a la raza a este pedestal usurpado han hecho un flaco favor a la humanidad. Porque no han hecho nada para avanzar hacia la unidad a la que la humanidad tiende y aspira”, de hecho, tales teorías han establecido nuevas barreras entre los ciudadanos de un mismo Estado, por considerarlos racialmente inferiores. Tal teoría de la pureza racial “termina siendo únicamente la lucha contra los judíos; una lucha que no difiere ni en sus verdaderos motivos ni en sus métodos –salvo por la crueldad sistemática– de las persecuciones ejercidas en todas partes contra los judíos desde la antigüedad”[14].

Continuando con el mismo tema, se dice a continuación: “Una vez desatada la persecución, millones de personas son despojadas, en el propio suelo de su patria, de los más elementales derechos y privilegios de la ciudadanía; se les niega la protección de la ley contra la violencia y el robo; el insulto y la vergüenza están a la orden del día […]. Esta flagrante negación de la justicia más elemental a los judíos lleva a miles de personas al exilio. Al azar, sobre la faz de la tierra, privados de recursos, vagando de tierra en tierra, son una carga para ellos mismos y para toda la humanidad”[15]. A pesar de esta fuerte denuncia del antisemitismo y de la persecución legal de los judíos de Europa, para los redactores de la encíclica existía la llamada cuestión judía que debía resolverse con humanidad y sentido de la justicia: “La cuestión judía en su esencia no es una cuestión de raza, ni de nación, ni de nacionalidad territorial, ni de derecho de ciudadanía en el Estado. Es una cuestión de religión y, después del advenimiento de Cristo, una cuestión de cristianismo”. Con estas palabras, el tradicional antijudaísmo presente en gran parte de la cultura católica de la época, no por motivos raciales sino religiosos, volvió a emerger: de hecho, según esta tesis –defendida por el p. Gundlach en el Lexikon für Theologie und Kirche de 1930[16], y durante años apoyada por La Civiltà Cattolica, en particular por el p. E. Rosa– al Estado moderno le correspondería resolver el problema judío según criterios de discriminación parcial, aunque no violenta, de manera que se reconozcan los debidos derechos civiles de los judíos, pero al mismo tiempo se proteja a la comunidad cristiana de la influencia del judaísmo y de la “nefasta voluntad de poder” de algunos de sus adeptos.

La larga revisión del borrador de la encíclica

De la documentación que hemos consultado se desprende que el p. General no estaba del todo satisfecho con el trabajo realizado por los tres jesuitas. En una carta enviada al p. LaFarge el 17 de julio, le invitaba a tomarse el tiempo necesario para la redacción del texto y a ser más prudente, entre otras cosas porque el padre Asistente en Estados Unidos le había dicho que él tenía la intención de volver a su país lo antes posible: “Será necesario dar al conjunto la forma deseada, que no es tan sencilla: ¡experto crede! […] la construcción de las frases y del conjunto del documento deberá corresponder a la mentalidad de la persona que va a firmar”[17]. No hay que subestimar esta indicación para comprender la perplejidad del p. Ledóchowski ante el texto, que probablemente le pareció más un ensayo o un estudio erudito de la doctrina social de la Iglesia que una encíclica. El 6 de octubre hizo enviar una copia del texto al p. Rosa –que se había interesado mucho por estos problemas– acompañándola de una nota: “Le envío una copia del trabajo del p. LaFarge con el ruego de que lo revise y me diga, si lo considera, si se puede presentar en esta forma al Santo Padre como un primer esbozo. ¡Lo dudo mucho! Si está demasiado ocupado, le ruego que se lo entregue al p. Rinaldi bajo estricta confidencialidad”[18]. Rosa tampoco apreció mucho el escrito y, aunque estaba muy enfermo, se puso inmediatamente a trabajar para redactar un nuevo esquema de la encíclica. El empeoramiento de su enfermedad, que pronto le llevó a la muerte el 26 de noviembre de 1938, le impidió completar la delicada obra.

Mientras tanto, el P. Gundlach, informado de que el proyecto de encíclica aún no había sido entregado al Papa, y de que, de hecho, todo el trabajo se había paralizado con el viejo y enfermo p. Rosa, escribió desalentado una carta al p. LaFarge el 16 de octubre para informarle de lo que estaba ocurriendo en Roma, aventurando también la hipótesis de que el General pretendía, retrasando estratégicamente el curso de los acontecimientos, echar todo por tierra: “Una persona ajena al asunto –escribió– podría ver en todo esto un intento de sabotear, con una acción dilatoria, por razones tácticas y diplomáticas, la misión que le fue directamente encomendada por M. Fischer [el nombre, en clave, indica a Pío XI] [….]. En estas condiciones, mi opinión es que V. R. debería considerar la obligación en la que se encuentra de escribir a M. Fischer, ya que es a usted –y a nadie más– a quien se le ha confiado directamente la misión”[19]. El Asistente en los Estados Unidos, al enterarse por el P. Gundlach del contenido de la carta, invitó al p. LaFarge a no escribir al Papa, sino a seguir las órdenes del p. Gundlach. Cuando esta comunicación llegó a Nueva York, la carta del P. LaFarge a Pío XI ya había salido. Esta carta, mencionada anteriormente, está fechada el 28 de octubre de 1938: se conserva una copia en los archivos de la revista La Civiltà Cattolica. A finales de septiembre –escribe el P. LaFarge– vine a Roma y entregué el documento directamente a nuestro Reverendo Padre General, que tan dignamente me había concedido todas las facilidades para la redacción del texto […]. Sin embargo, por razones estrictamente personales, me vi obligado a marcharme inmediatamente a Estados Unidos. Esta circunstancia me había causado una gran pena, porque tenía un gran deseo de entregar el documento en manos de Su Santidad. Nuestro Reverendísimo Padre General me había prometido transmitir el texto a Vuestra Santidad lo antes posible; por eso me consuela pensar que ya le ha llegado, aunque haya tenido que renunciar a la satisfacción de presentarlo personalmente”[20]. En una carta de principios de enero, el Asistente estadounidense hizo saber al p. LaFarge que “lo que está cerca de su corazón está por el momento en pausa”[21].

De la documentación conservada en los archivos de La Civiltà Cattolica se desprende que la encíclica, junto con otro material, fue enviada al Vaticano el 21 de enero de 1939. Por el testimonio de personas bien informadas parece que el propio Papa, a través de Monseñor Tardini, pidió al General de los Jesuitas que enviara el borrador de la encíclica. Sin embargo, este hecho no está documentado. Ledóchowski escribió a Pío XI: “Santísimo Padre, me tomo la libertad de enviar inmediatamente a Vuestra Santidad el esquema del p. LaFarge sobre el nacionalismo y varias notas hechas por el mismo padre. Al p. Rosa y a mí nos pareció que el esquema, tal como está, no corresponde a lo que Su Santidad deseaba. El p. Rosa comenzó a componer otro esquema, pero no tenía fuerzas para ese trabajo. Su Santidad sabe que estamos siempre a su disposición, muy contentos de poder prestar a Su Santidad algún pequeño servicio. Si Vuestra Santidad desea que se haga un trabajo de este tipo, tal vez sería bueno seguir el método que ha demostrado ser bueno en otros casos, es decir: hacer primero un breve boceto según las indicaciones de Vuestra Santidad para luego poder componer el último esquema”[22]. En esta carta se indican las razones del retraso (casi tres meses) en la entrega del proyecto de encíclica al Papa. Se trata de consideraciones prácticas, mientras que las de carácter intelectual, político y moral no se mencionan. Según la mayoría de los historiadores –siguiendo las insinuaciones del P. Gundlach– fue el P. Ledóchowski quien, por razones ideológicas y políticas, “saboteó” la publicación de una encíclica abiertamente opuesta a los regímenes totalitarios y contra el racismo, temiendo que acabara agriando las relaciones entre la Santa Sede y esos gobiernos, ya muy tensas, con repercusiones también en el plano del derecho y de los acuerdos, haciendo así el juego al comunismo internacional. Según estos estudiosos, estaba convencido de que si bien habría sido posible que la Iglesia negociara algún tipo de modus vivendi con los regímenes totalitarios, habría sido imposible con los regímenes comunistas debido a las teorías materialistas o ateas que profesaban. La llamada cuestión racial y la cuestión del antisemitismo, tan queridas por el Papa, eran cuestiones secundarias para él, y en todo caso poco urgentes desde el punto de vista político y moral[23].

En nuestra opinión, aunque contiene algunos elementos de verdad –no dudamos del anticomunismo del p. Ledóchowski y de su simpatía por los gobiernos autoritarios–, esta interpretación no nos parece suficientemente respaldada por las pruebas documentales. Creemos que fueron sobre todo las cuestiones relativas a la estructura de la encíclica y a la forma de tratar algunos temas, más que su contenido (en puntos concretos), las que no convencieron del todo al p. General y al p. Rosa, y las que empujaron a este último a “componer otro esquema”. Con la promulgación de la legislación antirracial en Italia, otras cuestiones delicadas habían agravado aún más el enfrentamiento entre el régimen fascista y la Santa Sede: algunas de las normas contenidas en estas leyes tocaban o, mejor dicho, “vulneraban” puntos esenciales de la doctrina católica en materia de familia y matrimonio. Estas cuestiones, como otras, apenas se mencionan en el proyecto de encíclica. Además, desde el punto de vista del contenido, la doctrina antirracista expuesta en el documento del p. LaFarge coincidía sustancialmente con la línea adoptada en los últimos tiempos por la revista La Civiltà Cattolica en esta materia: véanse a este respecto los artículos sobre la relación entre raza y nación escritos en el verano de ese año por el p. Messineo y el p. Rosa[24]. No se entiende por qué este último contradice o censura, como se repite a veces, a su propio hermano en puntos que, por el contrario, eran compartidos por la revista. La motivación que impulsó al escritor de La Civiltà Cattolica a componer otro esquema, considerado más conforme con las ideas del Papa, debió ser, por tanto, de otro tipo. Cuando el proyecto de la encíclica llegó al Vaticano, el Papa ya estaba gravemente enfermo, y de hecho moriría unas semanas después, el 10 de febrero de 1939.

Una última cuestión que hay que abordar –aunque no sea de carácter puramente histórico– se refiere al momento de la interpretación de todo el asunto a la luz del “hoy”, algo que ha fascinado a la literatura histórica durante muchos años. La cuestión es si la no promulgación de esta encíclica (o de un texto tomado de ella) fue un hecho positivo o negativo para la relación entre la Iglesia católica y el judaísmo. Según algunos intérpretes, teniendo en cuenta las limitaciones teológicas (antijudaísmo) y culturales (defensa de la autoridad pública de la sociedad cristiana) del proyecto de encíclica, sería un hecho positivo que no se promulgara, ya que habría influido negativamente (como acto del Magisterio) en las decisiones tomadas al respecto en el Concilio Vaticano II. “No me atrevo a imaginar”, afirmó un conocido erudito en una entrevista, “qué habría pasado si el Papa hubiera consentido la publicación de ese texto”[25].

Sin embargo, según otros, a pesar de las limitaciones a las que se ha hecho referencia, la promulgación de esta encíclica habría ayudado a la comunidad cristiana a centrarse, con toda su gravedad, en el problema del racismo y a sensibilizarse con el problema de los judíos, ya que en el borrador hay una clara denuncia del antisemitismo y de la discriminación a los judíos. También habría ayudado a los obispos y sacerdotes a expresarse con mayor claridad y valentía y, en el momento de necesidad, a alzar la voz con fuerza contra la vergonzosa persecución (y luego deportación) de los judíos de Europa[26]. Estas razones nos parecen plenamente justificables y nos llevan a pensar que la Iglesia perdió en ese momento una preciosa oportunidad para denunciar solemnemente ante el mundo entero teorías abiertamente contrarias a la doctrina cristiana. Sin embargo, se equivocan los que creen que detrás de la no promulgación de la Humani generis unitas había inconfesables intrigas curiales, oscuras tramas jesuíticas o cosas por el estilo, destinadas a silenciar al Papa o a obstaculizar su voluntad. En nuestra opinión, la documentación reseñada demuestra que fueron razones “procedimentales” y no ideológicas (compartibles o no en el fondo, pero comunes a todo proceso de formación de documentos de esta envergadura) las que frenaron el natural avance del proyecto de encíclica, mientras que obstáculos insalvables de orden objetivo (la muerte del p. Rosa, la enfermedad y posterior fallecimiento del Papa) impidieron que este importante documento, una vez perfeccionado, saliera a la luz. Por desgracia, cierta literatura histórica se interesa más por la leyenda que se desarrolló en torno a la encíclica “oculta” o robada, que por los datos documentales y su correcta interpretación.

Fuente: Revista La Civiltà Cattolica, 4 de febrero de 2022.

Bibliografía

1. Cfr G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI. Un’occasione mancata dalla Chiesa nei confronti dell’antisemitismo, Milán, Corbaccio, 1997. Entre las obras más importantes sobre la materia recordamos: G. MICCOLI, I dilemmi e i silenzi di Pio XII, Milán, Rizzoli, 2000, 312 s; R. MORO, La Chiesa e lo sterminio degli ebrei, Boloña, il Mulino, 2002, 8 s; Y. CHIRON, Pie XI, París, Perrin, 2004, 384 s; E. FATTORINI, Pio XI, Hitler e Mussolini. La solitudine di un papa, Turín, Einaudi, 2007, 170.

2. J. LAFARGE, The Manner is Ordinary, New York, Harcourt, 1954, 205.

3. G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit., 42.

4. ARCHIVIO DELLA CIVILT  CATTOLICA (ACC), Fondo no ordenado.

5. De hecho, el pasado mes de abril, el p. Gundlach había condenado en Radio Vaticano el apoyo de los obispos austriacos al Anschluss, es decir, a la anexión de Austria al Tercer Reich mediante referéndum.

6. G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, 61.

7. Ibid, 67.

8. ACC, Fondo no ordenado.

9. Ibid.

10. En La Documentation catholique, janvier-décembre 1938, 1.460.

11. ACC, Fondo no ordenado.

12. Ibid.

13. Cfr G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’Encyclique cachée de Pie XI, Parás, La Découverte, 1995.

14. ID., L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit., 329.

15. Ibid, 239.

16. Cfr G. GUNDLACH, Lexikon für Theologie und Kirche, Bd. I, Freiburg-im-Breisgau, Herder, 1930, 504 s.

17. Ibid, 64.

18. ACC, Fondo no ordenado.

19. G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit., 75.

20. ACC, Fondo no ordenado.

21. G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit., 79.

22. ACC, Fondo no ordenado.

23. Cfr G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit.,97.

24. Cfr A. MESSINEO, «Gli elementi costitutivi della nazione e della razza», en Civ. Catt. 1938 III 209-223; E. ROSA, La teoria moderna delle razze impugnata da un acattolico, ibid, 1938 III 62-71.

25. P. BLET, «Intervista», en Avvenire, 30 de octubre de 1997, 20. Comparten esta opinión otros eruditos jesuitas que se ocuparon de la cuestión.

26. Cfr G. PASSELECQ – B. SUCHECKY, L’enciclica nascosta di Pio XI…, cit., 97 s: G. MICCOLI, I dilemmi e i silenzi di Pio XII, cit., 321 s; R. MORO, La Chiesa e lo sterminio degli ebrei, cit., 88; E. FATTORINI, Pio XI, Hitler e Mussolini. La solitudine di un papa, cit., 173 ss.