KÉNOSIS

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José: instrumento de la bendición de Dios

Autor: 
Rafael Espino
Fuente: 
Kénosis

En el capítulo 45 del Génesis se narra un episodio sorprendente: “José no podía contenerse más… por eso mandó que salieran todos, para que ningún extraño estuviese presente al reconocimiento de él con sus hermanos” (Gén 45,1). Tal pasaje, además de una historia intrafamiliar, revela la pedagogía exigente de Dios: “Él elige a unos cuantos para la salvación de todos…”

El lector podrá darse cuenta que el relato bíblico al que nos referimos concluye con un fuerte grito de llanto que retumba a los cuatro extremos del grande Egipto y con las lágrimas de alegría que llenan a todos aquellos que estaban en la escena. La reconciliación entre José y sus hermanos se convierte en bendición para todas las naciones.

El “resto santo”, instrumento de la bendición de Dios

Los hijos de Jacob, ciertamente, no tuvieron un pasado ejemplar: fueron envidiosos de José, el hijo preferido, y por ello se deshicieron de él vendiéndolo como esclavo a una caravana de mercaderes que bajaba a Egipto. Con José, el autor sagrado introduce un concepto destinado a convertirse uno de los hilos de oro de la acción misericordiosa de Dios en la historia: el concepto del “resto”. Es decir, la elección de unos pocos para la salvación de muchos, la cual ya se anticipa en la historia del diluvio, cuando Noé y su familia huyeron de la catástrofe universal para convertirse en cepo santo de una historia nueva; o también cuando Abraham, el patriarca separado de su familia, se convirtió en depositario de una vocación destinada a recoger en la unidad a todas las naciones de la tierra. Pero es con José que el tema de la elección particular de “unos cuantos” por parte de Dios asume su desarrollo más completo. El patriarca, después de ser prisionero –de frente a sus hermanos que lo habían relegado y vendido–, así relee su triste destino: “Dios me mandó por delante para que sobrevivan en la tierra, pudiendo tener recursos para vivir” (Gén 45,7). 

Es así como José, guiado por la misericordia de Dios, se convierte en “resto santo”. Y tras ello esconde tres actitudes personales que, con certeza, nos ayudan en el crecimiento espiritual:

Primera actitud: José lee la historia a la luz de Dios

“Dios me ha mandado aquí primero que a ustedes” (Gén 45,5). Su primer testimonio es el de leer los eventos a la luz de Dios, y no a la manera humana. José sabe recorrer las páginas más dolorosas de su historia y ver en ellas la acción de la Providencia divina. Al menos por cuatro veces se repite este estribillo (“Dios me ha mandado aquí”), que al lento pasar de los años será ligado a una conciencia plena de tener una misión particular en la historia israelita. Es decir, José, en el discernimiento paulatino de su existencia, reconoce el primado de Dios; demás, alcanza una certeza tal de ser un simple siervo, instrumento inútil, más allá del rol y la posición que alcanza en el poder político de Egipto.

Segunda actitud: José reencuentra la paternidad de Dios

“Yo soy José. ¿Vive aún nuestro padre?” (Gén 45,3). El segundo testimonio de José es el de restituir el palpitar de la paternidad a la historia (con todo lo que implica). Antes de hacer venir hacia él a sus hermanos y abrazarlos, les pregunta: “¿Aún vive nuestro padre?”, con los cual coloca los gestos en un horizonte bien preciso: el del amor.

La reconciliación, si se comprende bien, no solamente es el fruto de una relectura en Dios (los hermanos llegaron a Egipto a tomar grano, y José era para ellos, en cierta medida, un “signo de la Providencia”), sino también el fruto de una paternidad que comporta una común vocación a la fraternidad. La pregunta planteada por José no concernía solamente a la vida física de Jacob, sino al deseo de unión en la fraternidad, en el amor por los suyos. José dijo a sus hermanos: “¿Vive aún nuestro padre?”. Se entiende como: “¿Vive aún en nuestros corazones el designio que Dios nos ha confiado a través de nuestro padre? ¿Vive aún la experiencia de gracia de la cual él es portavoz? ¿Vive aún aquella bendición originaria a la cual estamos todos unidos?”

Tercera actitud: José vive la fraternidad

“Yo soy José, su hermano, al que ustedes vendieron en Egipto” (Gén 45,4). El tercer testimonio es la de la fraternidad humilde; una fraternidad purificada por el crisol de la misericordia de Dios, que no deja pasar ni rencor, ni acentos polémicos, ni amargos, ni resentimientos. José primero se hace reconocer, después invita a sus hermanos a avecinarse –en tanto, ellos no logran pronunciar una sola palabra–. Y es entonces que José se lanza al cuello del hermano que ama mucho, después besa y abraza a cada uno de sus otros hermanos… Hasta este punto el diálogo se restablece. Y, además, salen a luz los miedos que son vencidos, los preconceptos que se dicipan, las resistencias que han de quitarse. Con la actitud misericordiosa de José todo comienza a tomar una paulatina gradualidad y humildad. Pues el amor así acontece, y para quien lee la historia con los ojos de Dios, sabe que, a final de cuentas, la misericordia siempre vence.

Las lágrimas de la misericordia 

Por otra parte, el signo que explica el proceso de José y que permite a la familia de Jacob de reencontrar la propia unidad y de ser “resto para las naciones” son las lagrimas. De hecho, a lo largo de todo el capítulo 45 de Génesis se repite el verbo “llorar”. Y esto hace, incluso, que José sea considerado como uno de los hombres bíblicos que llora mucho (cfr. Gén 43,39; 46,29; 50,1.2.17). Sus lágrimas son siempre lágrimas de reconciliación, de misericordia, de perdón. A través de sus lágrimas se fusionan los rencores y se abajan las defensas entre sus hermanos.

Digámoslo con más exactitud: la literatura rabínica considera las lágrimas como un don de Dios. El dato coincide con el pasaje de Adán y Eva, a los cuales, junto al don del vestido, después del pecado de los orígenes, Dios les otorga el don del llanto. Y por el llanto la tradición bíblica llega a considerarlos como la pareja a la que el Señor se complace guardar en el pecho de su misericordia... Dirigiéndose a ellos y anunciando las tristes consecuencias del pecado, el Dios omnipotente les declara: “Sé que tienen muchas penas y tribulaciones, las cuales les serán duras y les amargarán su vida. Por eso sacaré mis mejores tesoros para ustedes, y se los otorgaré como una perla: las lagrimas. Así, cuando el peligro amenace su destino, cuando estén llenos de dolores y derribados, entonces las lagrimas caerán de sus ojos, y la carga les será más ligera y tendrán alivio…”, tal como lo describe uno de los pasajes del Hagadá del Génesis 3, el comentario que –en forma narrativa– los maestros del hebraísmo adoptaron para ilustrar el contenido de la Torá. 

Los frutos de la misericordia

Volvamos a José: sus lágrimas anuncian el renacimiento y la recomposición de su familia, un proceso que está firmado por tres bellísimas imágenes, tras de las cuales se ocultan los efectos de la misericordia divina y humana (Gén 45,21-28):

a) El vestido nuevo: el restablecimiento de las relaciones familiares está sellado por un don: “José dio a todos sus hermanos un vestido nuevo, pero a Benjamín le dio cinco” (Gén 45,22). Es decir, después de la reconciliación entre los hermanos el primer gesto de José para con ellos fue el de donarles vestidos nuevos. El don de los vestidos resana las heridas pasadas. Si veinte años antes la túnica era símbolo de favoritismo y de discordia, ahora ella se convierte en símbolo de reconciliación y de relaciones estables. El vestido se convierte en signo de una nueva identidad, de una renovada misión, y permite a los hermanos de José ser personas nuevas. 

b) La experiencia de Dios: el motivo por el cual José perdona a sus hermanos no está en ellos o en el cambio de sus sentimientos; es más bien la Providencia divina quien, a favor de José, recalca el poder del bien sobre el mal. Es decir, José perdona no porque los hermanos se lo merecieran, sino porque Dios, quien lo ha conducido y lo ha mantenido bajo su protección, lo amerita. Si no hubiera esta base, la reconciliación y la unidad no resistirían al desgaste del tiempo. La reconciliación, por cierto, no es un superficial “queremos el bien”. Toda ella es posible porque a la base está un Dios que ama gratuitamente.

c) El recuerdo del Padre: recordemos que después de la desaparición de José, Jacob fue sacado de la escena, permaneciendo en la oscuridad. El autor del Génesis, en este modo, estaba comunicando que la primera persona en morir, cuando José fue vendido, no era el hijo, sino el padre. Ahora, en el momento en el cual la familia se encuentra a sí misma, y en sintonía con el designio de Dios, Jacob regresa al centro de la escena; de hecho, él se vuelve el corazón de la historia, el canal vivo por el cual pasó la bendición y la gracia de Dios. Las palabras que pronuncia José desde el inicio del diálogo nos ayudan a recordarlo: “¿Vive aún nuestro padre?” (Gén 45,3). La figura del padre, entre estos hijos, no es una presencia ponderada por el tiempo y sepultada en la historia, sino una figura que anima a la reconciliación. Ninguno puede construir un mañana sin la presencia de un padre que lo generó, lo custodió, o lo vio crecer. La paternidad, a propósito, es un elemento constitutivo de la historia de la salvación: por ella somos convocados al amor, a la filiación y a la fraternidad.

A manera de cierre

Podríamos explayarnos en explicaciones detalladas en torno a este bello capítulo 45 del libro de Génesis. Pero bástenos, por ahora aquellas que remiten a la misericordia y al perdón. Pues, en efecto, la figura de José nos hace pensar en el actuar providencial de Dios, quien, a través de “unos pocos”, efectúa su proyecto de misericordia entre los pueblos. Misericordia –instrumento divino entre los hombres– que lleva consigo estos tres caminos simbólicos:

a) el “vestido nuevo” como el signo de la conversión y transformación

b) la percepción más profunda del amor gratuito de Dios (que es padre y desea que vivamos la fraternidad)

c) y la conciencia de ser instrumentos (igual que José) de una historia más grande (la de la salvación)

Tres caminos simbólicos que germinan en el terreno rociado por las lágrimas: las de un hombre (José) que ha sabido relegar la propia y atormentada experiencia como espacio en el cual Dios hace maravillas.