KÉNOSIS

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La Biblia y la Tradición: depósito de la Revelación divina

Autor: 
Orlando Fernández Guerra
Fuente: 
San Pablo (Editorial)

Es un error creer que basta la Biblia para nuestra salvación. De hecho, Jesús nunca escribió un libro sagrado, ni repartió ninguna Biblia. Lo que sí hizo fue fundar su Iglesia y entregarle su Evangelio para que fuera anunciado a todos los hombres hasta el fin del mundo.

Fue dentro de la “Tradición de la Iglesia”(ver nota 1) donde se escribió y fue aceptado el Nuevo Testamento (que se terminó de escribir en el año 97 d.C.). Y también fue la Iglesia la que, en los años 393-397, estableció el Canon o lista de los libros inspirados que conforman la Biblia.

La Iglesia, por tanto, no saca solamente de la Sagrada Escritura la certeza de toda la Revelación Divina (la manifestación de Dios a los hombres). Para la Iglesia la fuente de la Revelación está conformada de Tradición y Escritura (custodiadas por el Magisterio). Ellas constituyen un único depósito sagrado de la Palabra de Dios, la cual contribuye eficazmente a la salvación de los hombres.

Veamos a continuación este tema un poco difícil, pero fundamental para la comprensión correcta de la fe católica.

¿Por qué y de qué modo acontece la Revelación divina?

Para la Iglesia católica, Biblia y Tradición constituyen un solo depósito de la Revelación. Esto significa que, aunque la Biblia contiene la Palabra que Dios ha revelado a su pueblo, en la Tradición de la Iglesia encontramos los criterios para comprenderla y vivirla mejor en cada tiempo y lugar; porque a ella le corresponde esclarecer y proponer las verdades de fe, con la asistencia del Espíritu Santo, según la promesa de nuestro salvador (Mt 28,20). 

La existencia oral del mensaje cristiano previo a la Escritura presume que no todo está escrito. El mismo evangelista san Juan nos dice que: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Y si se las relata detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían” (Jn 21,25). Es evidente que está usando la hipérbole, o exageración, como género literario, pero también es comprensible que no todo lo que podría haber dicho o hecho Jesús, durante sus tres años de ministerio público, haya quedado recogido en los evangelios. Sabemos que estos no son crónicas, ni biografías, ni historias, sino interpretaciones teológicas de la experiencia de fe vivida a su lado. 

Así, lo que llamamos Tradición  comprende aquello existe antes de que se escribiera el texto bíblico, durante la redacción del mismo, y lo que se vive y experimenta –en el campo de la fe– en el tiempo de la Iglesia, donde Jesús prometió que su Espíritu nos acompañaría, recordaría y enseñaría todavía más sobre el Reino de Dios (Jn 14,26-16,7). No olvidemos, por cierto, que a sus apóstoles les dio la misión de custodiar e interpretar estas verdades que habrían de ser propuestas a los fieles (Mt 28,20).

La misión que ha sido confiada al Magisterio de la Iglesia desde los apóstoles hasta sus sucesores hoy, no es sustituir a la Escritura en la vida de fe, ni proponer una palabra por encima de la Palabra, sino servirla a través de la misión propia de la Iglesia. 

Durante el Concilio Vaticano II (1962-1965) un obispo explicaba que no era posible la realidad de Cristo si no se unían la carne nacida de María con la acción del Espíritu Santo; de igual manera la Biblia no era Palabra viva sólo por ser un libro, sino por la fuerza vivificante del Espíritu. Y añadía: “La Tradición es la epíclesis (invocación) de la historia de la salvación, la teofanía (manifestación) del Espíritu, sin la cual la historia es incomprensible y la Escritura es letra muerta”.

La Biblia ha sido siempre para nosotros los cristianos el libro por excelencia. Pero eso no significa que la Iglesia católica se auto-comprenda como el “Pueblo del Libro”, nombre que suelen darse los judíos, los musulmanes y alguno que otro movimiento evangélico. Los católicos somos “el pueblo de la Palabra de Dios que se ha hecho hombre”, y cuyas enseñanzas orales se han convertido en libro. No en un libro abierto, susceptible de ser mejorado, aumentado o disminuido, menos aún, manipulado. Pues sabemos que es un texto cerrado y sellado por lo que llamamos el Canon de las Escrituras, que ha sido inspirado por Dios y es normativo para la vida de fe y la misión de la Iglesia.

Pero esto no hace inútil lo que llamamos Tradición como fuente de la Revelación (ver nota 2), porque su misión es desentrañar los significados del texto bajo la asistencia del Espíritu Santo. Por tanto, no hay contradicción entre la Escritura y la Tradición. La Escritura es la Tradición apostólica escrita y vivificada por el Espíritu. Y precisamente esta acción del Espíritu en la Iglesia ha conducido a descubrir la Tradición apostólica genuina que es la Escritura, convirtiéndola en su norma. Esto es lo que han hecho los Santos Padres, los Concilios Ecuménicos, los Papas, los obispos y todos los pastores que cuidan del rebaño del Señor (Jn 16,13).

En las Escrituras está todo, y sólo, lo que Dios quiere que sepamos en orden a nuestra salvación. No hay verdades de fe nuevas, porque nada puede agregarse al libro, pero sí hay un progreso en nuestra comprensión de la Verdad. Cada generación de cristianos, en todo tiempo y lugar, encuentra en la Biblia el alimento espiritual para su fe, y comprenden cada vez mejor su significado. En esta dirección corren los aportes de la Tradición y el Magisterio al proceso de comprensión y actualización de la Palabra para la vida de fe del pueblo de Dios.

Los cristianos de hoy conocemos mejor la Biblia que aquellos que vivieron siglos antes de nosotros. Y, seguramente, los cristianos del futuro nos sacarán ventaja, porque nuevos descubrimientos en los diversos campos de la investigación bíblica favorecerán la comprensión del texto. Y se acercarán más a lo que Dios ha querido decirnos a través de los hagiógrafos (autores-escritores de los libros de la Sagrada Escritura). Ahí es donde juega su papel el Magisterio eclesiástico, definiendo y proponiendo sistemáticamente las verdades de fe. Al respecto, hemos de reconocer que muchas interpretaciones no han resistido el paso del tiempo. Otras, en cambio, se erigen hoy como verdades eternas, porque la Iglesia, dócil al Espíritu, ha captado la voluntad de Dios y la ha hecho obra concreta.

El servicio que la Tradición presta a la Sagrada Escritura consiste en custodiar la Revelación recibida de Dios a través de muchas personas hasta Jesús. Consiste también en explicarla al pueblo de Dios y servirla a través de la evangelización, la catequesis, la liturgia y la vida diaria desde Jesús hasta nosotros.

Notas:

Nota 1: La Tradición (apostólica) se refiere a la transmisión del Evangelio de Jesús. O sea, es el mensaje de Jesús escuchado, vivido, meditado y transmitido oralmente por los Apóstoles y, luego, por la Iglesia (bajo la custodia del Magisterio, conformado por los obispos en comunión con el sucesor de Pedro que es el Papa).

Nota 2: La Revelación (divina) es la manifestación de Dios y de su voluntad acerca de nuestra salvación. Viene de la palabra “revelar”, que quiere decir “quitar el velo”, o “descubrir”. Dios, a través de la historia, se ha revelado a nosotros, y lo ha hecho, principalmente, de dos maneras: de manera natural (mediante la creación entera, puesto que Él hizo el mundo y todo cuanto existe, Rm 1,19-20) y de manera sobrenatural o divina (mediante los antiguos profetas y, de una manera perfecta y definitiva, en la persona de Cristo Jesús, el Hijo de Dios, Heb 1,1-2).

Fuente: el texto aquí publicado forma parte del libro: “Les dirás esta palabra” (Jr 14,17), del autor Orlando Fernández Guerra (Ediciones Paulinas – México). Puedes adquirirlo en: sanpablo.com.mx