KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

La cotidianidad del relato

Autor: 
Eduardo Berti
Fuente: 
LFC-Mx

Mi función en este mundo es contar una historia, llámese real o ficticia, narrar un suceso de manera sintética, ágil y con una dosis franca de acción. Mi propósito: que cualquier persona me pueda leer, como le dicen vulgarmente, “de una sentada”, sin hacer pausas, sin reflexiones, sólo con el mero afán de enterarse de ciertos sucesos que pueden ser parte de una noticia, pero que también pueden entrar en el ámbito del suspenso, o que pueden ser parte de una historia extraordinaria o irreal.

Soy uno de esos géneros al que cualquier escritor reconocido puede recurrir, como lo hizo Jorge Luis BorgesEdgar Allan Poe o Antón Chéjov; pero soy tan noble que cualquier persona puede utilizarme para contar algo importante, o cómo le fue en su día, las anécdotas más chistosas o las historias más tristes.

No soy un cuento, no soy una novela, no soy una fábula. Mi nombre es tan corto y puntual como las características que me definen: soy el relato, un género narrativo que tiene como objetivo sintetizar lo más importante y enfatizar sólo aquellos elementos que sirvan para el desarrollo de la historia que se está contando. No me gusta detenerme en los detalles, ni en reflexiones profundas, ni en descripciones largas y precisas.

Soy diferente de una fábula porque no siempre dejo una moraleja o una enseñanza; mi función es que quien escuche mi historia se entere de algo. Puedo hacer uso de personajes reales o ficticios. Tampoco soy igual a la novela porque en ellas caben muchos relatos cortos o extensos, porque los personajes son más complejos y las anécdotas más elaboradas. Tampoco parezco al cuento, porque la estructura que manejo es más sencilla; no necesito alcanzar un clímax o un momento de mayor tensión, ya que un buen relato siempre va a responder a este elemento de principio a fin.

Y entonces, ¿qué se necesita para que puedan hacer uso efectivo de todas las posibilidades que ofrezco? En primer lugar, en un relato siempre hay algo que contar: una escena concreta, una historia que transcurre en un tiempo breve. Eso sí, puedo utilizar diferentes tipos de narradores: en primera, segunda o tercera persona; también requiero que dentro de mi contenido haya personajes (pocos, de preferencia, no más de tres) y que estos personajes realicen acciones concretas, que les permitan cambiar constantemente de situación o de ambiente. Y lo que nunca debe faltar son los indicios, es decir aquellas pistas, aquellos elementos que permitan adivinar lo que puede pasar al final de mi historia, el cual siempre debe resultar sorpresivo e inesperado. Es decir, en mi estructura nunca puede faltar el asombro. Sobrevivo de acciones constantes y de movimientos continuos, pero también de rapidez, de concisión, de personajes simples que no por ello no se transforman casi de manera radical al final. Sí, como lo pueden ver soy un género complejo, pero nunca imposible; parto del día a día y en él me mantengo, ya sea con recuerdos, con imágenes, con anécdotas. Soy, y me enorgullezco de decirlo, parte de la vida cotidiana; sin ella, dejo de existir.

Y ya que estoy hablando mucho de mí, me permito, por tanto, estimados lectores, compartirles un breve relato. Con él entenderán mucho mejor cuál es mi identidad:

El inicio (Por: Eduardo Berti)

Hijo y padre caminan en silencio hacia la escuela, a menos de quince minutos de su casa. La mano de uno, más pequeña, va como perdida en la mano del otro; la palma suda y los dedos tiemblan un poco. Es el primer día de clases. Las dos siluetas avanzan recortadas contra un cielo crepuscular. La escuela es un viejísimo edificio, antes blanco, ahora grisáceo, semioculto tras un par de árboles torcidos y flacos. Por cómo mueven las cabezas y miran alrededor queda claro que, si no es la primera vez, es la segunda que acuden al lugar, luego quizá de la visita de admisión o de la inscripción. Pero esta vez cuenta distinto, es el bautismo, es el paso trascendental, mucho hablaron entre ellos y también con las mujeres del hogar: hermana y madre. Una de ellas afirmó: “Yo te enseñaría por mi cuenta a leer y a escribir, pero la escuela es otra cosa, es una experiencia más grande”. Otra habló de estar orgullosa y lo felicitó.

A medida que se acercan, el movimiento es mayor. Unos entran y otros salen de la escuela: chicos de siete, ocho, diez años; adultos con un par de libros bajo el brazo. Los alumnos avanzados escrutan a los novatos sin el menor disimulo. Los novatos, por su parte, tienen el raro instinto de reconocerse, no así el valor o el impulso de saludarse.

Por fin el silencio se rompe entre ellos dos. “Estoy feliz”, se oye. Y también: “Quién lo habría dicho”. Y por último: “¿Trajiste un cuaderno y algo para escribir?”.

Las manos se han separado y ahora están mucho más sudadas. El nuevo alumno le pregunta al otro, al experimentado, si él también se sintió así en su primer día de clases. “Por supuesto”, es la respuesta. El nuevo alumno sonríe. Luego se le ocurre decir: “¿Y si los otros estudiantes…?”, pero una ráfaga de viento se lleva el final de la frase.

“Ya lo hablamos, ¡no hay que pensar en los demás!”, llega a oírse por encima de la calma reinstalada.

Los dos siguen caminando, sin volver a unir las manos, sus pasos son tan iguales que uno parece el reflejo joven del otro, y así como algunas bandas musicales dejan de tocar de súbito, en un acuerdo perfecto, sin una seña que preanuncie la maniobra, casi de idéntica manera ellos se detienen a un tiempo, en total sincronización, y uno palmea con suavidad la espalda levemente encorvada del otro.

“Hay un café en la esquina, ¿lo ves?”, pregunta el que dio la palmada.

“Sí, lo veo, ¿por qué?”.

“Te espero allá, papá. ¿Está bien?”.

“Sí, está bien”, contesta el otro algo mecánicamente. Sólo al cabo de unos pasos (ya está dentro de la escuela, ya lo hizo, ya sus pies pisan el patio) gira y grita a la espalda de su hijo: “¡Son tres horas! ¿Qué vas a hacer, tanto tiempo?”.

Sonriéndole desde lejos, el hijo saca un libro que tenía guardado en un bolsillo y hace, abriéndolo, la mímica de leer, una mímica que nunca osó efectuar por un antiguo prurito, el mismo que aún impide a él y a las mujeres del hogar leer delante del padre una revista, un libro o lo que sea.

La mímica no ha caído mal, por el contrario. De modo que el hijo se aproxima al café blandiendo el libro, bien visible, como quien carga con orgullo algún trofeo, como quien carga con cuidado algo valioso.

En ese libro, se dice, están las letras que su padre finalmente va a aprender.

FIN.

Nota: este texto fue publicado en la revista La Familia Cristiana (México, enero 2019).