KÉNOSIS

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La familia: escuela de valores

Autor: 
Rafael González Beltrán
Fuente: 
La Familia Cristiana - Mx

Hoy estamos en condiciones de constatar la profunda influencia positiva que una auténtica comunión entre los esposos tiene en los hijos. Y, viceversa, también podemos constatar el incalculable daño que lo contrario puede producir. Por consiguiente, es comprensible que la formación de una familia exija una preparación, una sensibilidad, un compromiso, un aprendizaje.

Esos aprendizajes no los podríamos hacer en soledad, en una isla absolutamente desierta. Los aprendizajes los tenemos que hacer por nosotros mismos, pero ayudados por otros cuyo caminar, vivir y saber nos sirven de punto de referencia, de modelo, de testimonio. Aprendemos a caminar por nosotros mismos, pero dentro de un entorno donde otros caminan y nos enseñan a caminar.

Los testimonios o modelos que admiramos se convierten en punto de referencia para poder vivir los valores. Al principio, los valores que se transmiten son sólo pequeñas semillas. El primer lugar donde aprendemos con verdad los valores, es la familia. Pero nunca es tarde para mejorar nuestra comprensión de ellos para que, luego de aprendidos, se encarnen y se vivan.

¿Qué es un valor? ¿A qué llamamos valores familiares?

Un valor es algo que es bueno, que por serlo es valioso, y por valer provoca aprecio, estima y deseo de tenerlo. Un valor es algo bueno y valioso en sí mismo. La verdadera causa de su valía y bondad no le viene de fuera sino de dentro, del valor mismo. Ni siquiera nuestra opinión le agrega o le quita nada.

Los valores han estado presentes desde antiguo en la historia de la humanidad. Valores como el bien, la verdad, la belleza, la felicidad, la justicia se han plasmado en vidas virtuosas, bondadosas y justas. En la familia los valores se convierten en los principios que ayudarán a los hijos y a todos los miembros a resistir las tempestades de la vida y a iluminar las noches más oscuras con la luz de los ejemplos virtuosos.

Por ejemplo en la familia: aquella fuerza con la que se lucha y se persevera para conseguir la salud de un hijo enfermo es un valor en sí mismo. Cuidando al hijo los padres manifiestan la esencia misma de ser padres.

Otro valor que vivimos al interno de nuestra familia es la identidad de ser hijos, hermanos, padres o madres, esposos… hasta abuelos y tíos. Nuestra identidad familiar es personal, exclusiva e irrepetible. Somos seres de naturaleza familiar. Esta identidad profundad, además, la vivimos en una relación de unión y de comunión. Por eso es que la unión familiar es el principal bien o valor de una familia y, al contrario, la desunión y la desintegración su principal mal. Pero la unión no es prepotencia, dominio, sometimiento y anulación.

Esta unión va logrando su plenitud cuando, en familia, aprendemos a vivir en intimidad con personas que tal vez en otras circunstancias ni siquiera les dirigiríamos la palabra. Con el tiempo, llegamos a conocernos íntimamente; aprendemos hábitos y características particulares y privadas. Pero la vida de familia también conoce crisis mayores y menores –problemas de salud, fracasos y éxitos en la vida profesional, en el trabajo, en el matrimonio–, en casi todos los miembros de la familia. Con todo ello la vida familiar se va grabando en la memoria y en la personalidad. Hablando cristianamente, no hay otra realidad que nos podamos imaginar que alimente más el alma y la prepare para ser cristianos adultos.

Cuando en la sociedad las cosas van mal, inmediatamente indagamos cuál es el estado de la familia. Observamos una sociedad desgarrada por el crimen y la violencia, y exclamamos: “¡Ojalá regresaran los buenos tiempos, cuando la familia era sagrada!”

En cualquier época la familia ofrece apoyo y entristece; nos protege y puede destruirnos; nos “apapacha” y nos marca… La familia es la primera manera de ver el mundo, lo queramos o no; nos asigna un rol al momento de nacer, el cual debemos respetar; nos ofrece la posibilidad de poder demostrar qué estamos en grado de hacer.

Los valores están dentro de la familia

Una idea predominante sobre los valores familiares es que proceden desde los ámbitos de las normas morales y de la religión. A lo mejor proceden del terreno de la cortesía, de la buena educación o desde lo que es más útil y conveniente. ¿Será esto cierto? Nadie duda, por ejemplo, que ser justo, generoso, solidario y respetuoso son virtudes que favorecen la vida social y además coinciden con lo que la mayoría de los códigos éticos y mandamientos religiosos exigen. Pero existen valores que surgen desde lo más íntimo de la familia, de suerte que sin tales valores se desmorona la esencia familiar. Por ejemplo: ¿qué sucede con la madre que abandona o mata a su hijo o le maltrata con una violencia constante? ¿Qué sucede con la madre biológica que renta su cuerpo, aporta un óvulo o jamás se ocupa de su hijo? ¿No hay en el fondo una cierta repugnancia para llamarla madre? ¿Se puede llamar madre una mala madre? ¿Es padre un mal padre? ¿Es hijo un mal hijo?

Por otro lado, pensemos que no hay más grande motivación para la vida que el amor a los nuestros, a nuestros familiares, a los de nuestra misma carne y sangre. Comprender estos valores familiares sirve para mejorar en familia, con los nuestros, con aquellos a los que más amamos. Se trata de una tarea capaz de mover todo nuestro ser, toda nuestra ilusión y nuestro esfuerzo por conseguir un resultado verdaderamente importante: amar a los nuestros y ser amados por ellos con más verdad, bondad y belleza. Aquí está encerrado el valor del amor incondicional y el amor justo.

¿Dónde existe, dónde está el lugar en donde somos amados incondicionalmente por ser nuestra persona singular y única y en donde hemos de amar de la misma manera? Recordemos los espacios sociales en donde transita nuestra vida: la empresa o institución donde trabajamos, la asociación a la que pertenecemos, el banco donde depositamos nuestros ahorros, el sindicato o el partido político, nuestros círculos sociales, etc. Preguntémonos por la causa o razón por la que somos amados o, al menos aceptados. La verdad es que somos aceptados en el trabajo por nuestra competencia y utilidad, en suma, por nuestra rentabilidad. En el fondo, todas las relaciones tienen algo de condicional, de útil y de conveniencia: por ser inteligentes, competentes, ricos, influyentes, y mil y otras razones de conveniencia. Pero por esas mismas razones somos radicalmente sustituibles por otros en nuestro mismo papel o rol. La familia aparece como aquel lugar donde no se nos valora por la utilidad, sino por el valor incondicional de ser única y desnudamente hijos, hermanos o padres. Los vínculos familiares están anclados en nuestra persona desnuda. Amamos a nuestros seres queridos no por lo que tienen, sino por ser quienes son. Porque son nuestros, y sólo por eso son dignos de ser amados.

Acerca del autor

Rafael González Beltrán es sacerdote y miembro de la Sociedad de San Pablo; Doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma. Para mayores informes o contacto con el autor, escribir al correo: rafaelgbeltran@gmail.com

Nota: el artículo fue tomado de la revista La Familia Cristiana, enero 2016, México.

Si quieres saber más del tema, te recomendamos leer:

– El motor de la educación, de la autora: Laura Mattevi Dalla Torre, Editorial San Pablo, México 2014.

– El libro de los valores y los antivalores, del autor: Armando José Sequera, Editorial San Pablo, México 2015.