La mano y el arado
"Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el Reino de Dios" (Lc 9,62)
Es la hora de la creatividad y la ilusión, la hora de trabajar y discernir para encontrar nuevas formas y maneras de hacer las cosas.
La mano y el arado
Lo sabemos y lo entendemos bien quienes hemos labrado en el campo con un par de mulas y un arado. El ejemplo de Jesús se nos muestra meridianamente claro y muy aleccionador: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el Reino de Dios; nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es buen labrador...” (cfr.Lc 9,62)
Si querías ser un buen labrador y trazar los surcos rectos y con la perfección debida tenías que evitar dos claros errores: mirar atrás y mirar hacia abajo. En uno y en otro caso, el surco se torcía y se malograba, como era absolutamente lógico. Volver la cabeza y la mirada hacia atrás, para contemplar el surco hecho, para ver si iba bien o mal, significaba inevitablemente torcer el pulso y el surco que se iba abriendo. Mirar demasiado al suelo, casi a los propios pies, solía tener las mismas consecuencias: torcer el surco. Para que las cosas fueran bien, para que el surco que se iba abriendo en la tierra terminara recto y bien hecho era necesario mirar adelante, a un punto fijo y no quitar la vista de él. Así se aprendía a ser buen labrador, a trazar surcos rectos y bien hechos.
Peligros del “mirar atrás”
El ejemplo del evangelio de Lucas, amigos lectores, tiene fondo; podríamos afirmar que tiene mucha sustancia. Vayamos por partes, en tres pasos sucesivos. Primero sobre el mirar atrás.
El ejemplo nos puede evocar el “pasado”, lo de atrás. El pasado, que es algo que configura nuestra existencia, tiene mucho de bueno y aprovechable; la memoria no se debe olvidar nunca. Pero también tiene sus riesgos y peligros.
Los peligros del mirar demasiado atrás, al pasado, son también muy claros y evidentes. Por ese vicio y pecado la mujer de Lot quedó convertida en sal... Por ese vicio y pecado algunos judíos no paraban de llorar junto a los canales de Babilonia, por pura nostalgia de lo que perdieron y ya no era, olvidando que no vivimos para llorar, sino que, en todo caso, hemos de llorar para vivir.
Del peligro y consecuencias de la nostalgia sabemos mucho y lo sabemos por experiencia. Es fácil caer en el lamento por lo que fue y ya no es o por lo que teníamos y ya no tenemos, y así justificar el no hacer nada bueno o hacerlo con tibieza y desilusión. Esto nos suele ocurrir mucho en la Iglesia. Ha cambiado todo tanto y se han perdido tantas cosas que podemos caer en tentación de dedicarnos simplemente al llanto o al lamento.
Peligros del solo “mirar el presente”
El ejemplo nos habla del “presente”. También, cómo no, tiene su agudeza –hay quien sostiene que sólo existe, en verdad, el presente–. Pero si se vive exclusivamente centrado en el presente, en el hoy, sin más perspectivas ni esperanzas del futuro, también aparecen algunos riesgos y peligros.
No es esta la ahora ni este el espacio para entrar en reflexiones más o menos sesudas sobre el presente, su consistencia y naturaleza. Demos por bueno que todos entendemos lo que es y cuál su valor. Sabemos que debemos, constantemente, llenar el presente de sentido, pero no al precio de encerrarnos en un círculo sin salida ni esperanza.
La grandeza de “mirar hacia delante”
El ejemplo nos habla también de mirar hacia delante, de mirar hacia el futuro. Si queremos ser buenos labradores de nuestra propia existencia y avanzar con surcos bien trazados en la propia tierra de nuestra historia –y seguro que eso es lo que todos queremos–, tenemos que vivir en perspectivas de futuro y de esperanza. La vida es un “quehacer permanente”, una tarea constante; la vida es un encarnarnos con el futuro, con lo que está por hacer y puede ser mejorado y engrandecido.
De este espíritu de ilusión y de esperanza, de compromiso de hacer las cosas mejor, necesitamos hoy en la Iglesia. Es la hora de la creatividad y la ilusión, la hora de trabajar y discernir para encontrar nuevas formas y maneras de hacer las cosas.
Con el Papa debemos gritar: “¡Que no nos arrebaten la esperanza!”Ahí radica nuestra grandeza y nuestro gozo, en seguir haciendo caminos al andar, en seguir lanzando las redes, mañana tras mañana, en el nombre del Señor para hacer algo nuevo, “eso poquito que hay en mí”, en cada uno de nosotros, como decía nuestra santa y mística Teresa de Jesús.
Texto publicado en: Cooperador paulino (Comunicación y pastoral), Editorial San Pablo, no. 178, septiembre-diciembre, Madrid 2017.