KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

La misericordia en los orígenes cristianos

Autor: 
Mario A. Flores Ramos
Fuente: 
VP-Mx

La misericordia es una de las virtudes cristianas de mayor novedad en el mundo antiguo y, tal vez, de las menos comprendidas en el mundo moderno. Surge de la extraordinaria ponderación que hace de ella el mismo Jesús en diferentes momentos: “Sean misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso” (Lc 6,36), con consecuencias inmediatas y contundentes en palabras del mismo Jesús: “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados” (Lc 6,37-38). Por otra parte, sabemos de las duras críticas que lanzó Jesús contra los escribas y fariseos por carecer de esta virtud: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta y el comino y descuidan lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe!” (Mt 23,23), como continuidad surge aquella expresión en la que los llama “¡guías ciegos, que cuelan el mosquito y se tragan el camello!” (Mt 23,24). Por el contrario, en el juicio final habrá una alabanza hacia los justos por aquellas actitudes que coinciden con lo que llamamos obras de misericordia: “Vengan benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; era forastero y me hospedaron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y vinieron a verme” (Mt 25,34-36). Aquí nos encontramos con una clave de interpretación muy explícita de la famosa bienaventuranza: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). 

La misericordia es propiamente el amor de Dios hacia nosotros, ya que se trata de aquel atributo divino por el que se inclina hacia su creatura predilecta, lleno de compasión por nuestros pecados y nuestros sufrimientos, para perdonar y remediar nuestra situación. Efectivamente, “Dios es rico en misericordia” nos dice san Pablo (Ef 2,4.9). La mejor imagen de esta actitud de Dios para nosotros está expresada en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) pero, sobra decir, que la máxima expresión de su misericordia es Jesús mismo, que se entregó por nosotros para nuestra salvación: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).

Todo esto se vio reflejado inmediatamente en el ideal cristiano de la vida virtuosa, como queda patente en el testimonio de los Padres de la Iglesia y en el desarrollo de la vida cristiana. Vale la pena hacer un breve recorrido por algunos textos que han llegado hasta nosotros para descubrir la importancia de la misericordia en los orígenes del cristianismo.

La misericordia es lo más propio de Dios

No hay nada más admirable de Dios que su misericordia, nos dice san Juan Crisóstomo (Homilía sobre la 2ª. Carta a Timoteo, Homilía VI), por ello es un tema del que hablan todos los profetas y que Jesús ha puesto como la referencia más grande para sus discípulos: “Sean misericordiosos como su Padre celestial” (Lc 6,36). Decía san Agustín (Comentario al Salmo 76) que “es más fácil que Dios contenga su ira que su misericordia”; “la ira de Dios dura un instante, mientras que su misericordia dura eternamente”. Si bien, ya no en tiempo de los Padres de la Iglesia, sino mucho más adelante, en la alta Edad Media, seguimos encontrando afirmaciones donde se destaca la misericordia de Dios como la mejor manifestación de su misterio para con nosotros. En palabras de santo Tomás de Aquino (Summa Theologiae, II, II, q. 30 a. 4): “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia”. Por otra parte, Beda el Venerable comenta la elección de Mateo con aquella frase elegida por el papa Francisco como lema de su episcopado: Miserando atque eligendo. Jesús miró a Mateo, pecador y publicano, con un amor misericordioso, y lo eligió, “venciendo la resistencia de otros discípulos”.

Es la virtud más excelente del hombre

Para los Padres de la Iglesia, lo más importante es la consecuencia que tiene este atributo divino, como una virtud que debe desarrollarse en todos nosotros. No basta admirar la misericordia divina sino iluminar con ella nuestra vida y apreciar a quienes viven conforme a ella. San Gregorio de Nisa intentó una definición cuando dijo que “La misericordia es una disposición del espíritu que, por amor, nos une con los que sufren cualquier clase de dolores o molestias. Así como la violencia nace del odio, la misericordia se engendra del amor” (Discurso V: Sobre las bienaventuranzas). Efectivamente, no se trata del amor en sentido fraterno, en sentido familiar en todas sus formas, o la amistad que expresamos hacia aquellos con quienes nos identificamos en la vida. Se trata de un amor más radical y comprometido, que supone una condescendencia hacia quienes menos tienen y más necesitan, hacia aquellos que de manera natural, no tendríamos porqué amar, y sin embargo, nos vemos impulsados a compartir lo que somos y tenemos para remediar su situación personal; esta clase de amor supone compasión, benevolencia y generosidad, “la misericordia, como pudiera explicarse en una definición comprensiva, es una pena o dolor voluntario que nace ante los males ajenos” (Discurso XIV: Sobre el amor a los pobres). 

No se trata de un sentimiento pasajero y superficial, como pudiera ser el sentimiento de lástima ante los males de los otros, sino una convicción profunda que nos lleva a compadecer (padecer-con) con los demás a fin de resurgir con ellos. La realidad en que vivimos está marcada por contrastes: mientras que unos abundan en bienes materiales, otros viven en la miseria; mientras unos gozan de salud corporal, otros están marcados por limitaciones y enfermedades. Qué significa que los misericordiosos recibirán misericordia, se pregunta el niceno, “El sentido más obvio del dicho del Señor –responde–, invita al hombre al amor mutuo y a la compasión, comoquiera que, por razón de lo desigual e irregular de las cosas de la vida, no todos se hallan en la misma situación… Ahora bien, Dios quiere que lo deficiente se iguale con lo abundante, y lo que falta se supla con lo que sobra, y para ello pone por ley a los hombres la compasión… que ablanda el alma… para aliviar la desgracia ajena”.

Sabemos que la mayor virtud cristiana es el amor, la caridad, tal como lo dice san Pablo (cfr. 1Cor 12,31 y ss), siendo también el mayor de los mandamientos y la síntesis de toda la Ley y los profetas como lo reafirma Jesús mismo (cfr. Mt 22,36), pero este amor en su plenitud no es otra cosa que la misericordia que podemos tener a los más necesitados, a los pobres, a los humildes, a los elegidos de Dios, a los que no nos van a corresponder. San Gregorio de Nacianzo llega a decir que la misericordia es la virtud que más nos acerca a la gracia de Dios y la que mejor refleja nuestra gratitud a él . Muchos de los Padres están convencidos que la mejor forma de imitar el amor que Dios nos tiene, es practicando la misericordia, no dejándonos envolver por los bienes pasajeros y superfluos, ya que “la misericordia y beneficencia son virtudes muy gratas a Dios y divinizan al hombre que las posee en una imagen del bien, con lo que viene a ser copia de aquella primera e inmortal substancia que sobrepasa toda inteligencia”.

Necesaria para la salvación

Todos estamos llamados a la salvación por Cristo, Él es nuestra salvación, pero debemos corresponder con una virtud que no es prescindible: la misericordia. Ninguna otra es más grande ni tiene el mismo peso en orden a la vida eterna. Podríamos no tener la virtud de la pobreza o de la paciencia o incluso carecer de la piedad, y sin embargo, llegaremos al Reino de los cielos, pero difícilmente lo alcanzaremos si no practicamos la misericordia, tal como lo afirma san Juan Crisóstomo: “Sin la virginidad es posible ver el Reino de los cielos; sin misericordia es imposible. La misericordia pertenece a las cosas necesarias, a las que lo sustentan todo. No sin razón, la llamamos corazón de la virtud” .

La vida es el tiempo oportuno para desarrollar y practicar esta virtud, la más agradable para Dios, la que más nos hace ser semejantes a Él. Ni siquiera es necesario entender todo su significado, lo más importante es realizarla auténticamente. De hecho, toda nuestra vida está marcada por la misericordia de Dios, para justos y pecadores, porque Él hace salir el mismo sol para unos y otros, pero esperando de todos la respuesta de la conversión por medio de la misma misericordia. Para esto es el tiempo que Dios nos da a todos, por ello, cuando encuentres a alguien que tiene hambre, si puedes, ayúdale, dice san Agustín, cualquiera que sea, ayúdale, no porque sea bueno, no porque lo merezca, sino porque es creatura de Dios. “No disminuyan tus entrañas de misericordia porque se te acerca un pecador… en cuanto hombre, es obra de Dios, en cuanto pecador, es obra del hombre: da a la obra de Dios”.

Al final del tiempo, en el juicio final de parte de Dios, pasaremos por la prueba de la misericordia, que no se improvisa en el último momento, sino que se refleja como el rostro de cada uno ante el espejo. El espejo muestra nuestro rostro tal como somos. De modo semejante, el juicio de Dios nos da lo mismo que halla en nosotros. “Vengan –dice–, benditos de mi Padre”; y, por otra parte, “Apártense de mí, malditos…” (Mt 25,34.41) . Alcanzarán misericordia los que la hayan practicado. Es tan amplia esta exigencia que no depende de la fe o de la instrucción religiosa sino de su cumplimiento, tampoco de la condición social o cultural, sino de la respuesta que brota del propio sentido de humanidad, así lo dice san Cipriano de Cartago: “¿Con qué razones podremos defender, con qué motivos excusar, disculpar las inteligencias de los ricos, oscurecidas por las tinieblas de la noche y atenazadas por la esterilidad más sacrílega?... ¿Qué excusa puede haber para el que no da limosna; qué disculpa para el que no hace obras de misericordia?” (Discurso XXV: De las buenas obras y de la limosna).

Actualidad de esta virtud cristiana

La misericordia es una virtud que debe acompañar a todo creyente porque es parte de la exigencia de nuestra vida cristiana. No es cuestión de ser misericordiosos una vez en la vida, o dos o diez, sino siempre. Es una actitud que transforma a los no creyentes, más que mil palabras, porque la misericordia se dirige a todos sin distinción de credos o condiciones sociales. Si hacemos esto, creerán aún los infieles, dice san Juan Crisóstomo, porque si ven que tenemos compasión de todos y llevamos el nombre de aquel Maestro (Jesucristo), sabrán que obramos así para imitarle (Homilía sobre la carta a los Filipenses, no. 3).

La misericordia es una actitud testimonial: ¿Cuáles ventajas llegarían a nuestra realidad humana si todos practicáramos la misericordia?, está de sobra decirlo y saltan a la vista sus beneficios: “La pobreza no afligiría al hombre, la servidumbre no lo rebajaría, la ignominia no lo apenaría; pues todo sería común a todos y la igualdad de la ley y el derecho imperarían en la vida de los hombres” (Gregorio de Nisa, Sobre las bienaventuranzas, Discurso V).

Cuando el papa Francisco convocó a toda la Iglesia a vivir “un año de la misericordia” (2015-2016), señaló que la Iglesia es la primera destinataria de la misericordia de Dios, pero también es la primera comprometida a comunicarla a nuestros contemporáneos, a fin de transformar toda realidad humana con la experiencia del amor de Dios, tal como decía san Juan XXIII al inaugurar el Concilio Vaticano II: “En nuestro tiempo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad… quiere mostrarse madre amable de todos” (Gaudet Mater Ecclesia, 11 de octubre 1962). La misericordia de Dios manifestada en Jesucristo es el mejor camino en el mundo antiguo como en el mundo actual para llegar a Dios.

Acerca del autor: Mario Ángel Flores Ramos, sacerdote diocesano, es Licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma; Licenciado y Doctor en los Padres de la Iglesia por la Pontificia Universidad Lateranense, Roma. Fue Secretario Ejecutivo de la Comisión Episcopal de Doctrina de la CEM, Director de la Comisión de Cultura de la Arquidiócesis de México y Miembro del consejo de IMDOSOC. Además, fue Profesor, Prefecto de Disciplina y Vicerrector del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de México (ISEE). Benedicto XVI lo nombró Miembro de la Comisión Teológica Internacional. Desde el año 2012 al 2021 fungió como Rector de la Universidad Pontificia de México (UPM).