KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Las obras de misericordia: corporales y espirituales 

Autor: 
Rino Fisichella
Fuente: 
PCNEP

I. Las obras de misericordia corporales

Como es sabido, el hombre puede experimentar en su cuerpo la falta de recursos, ya sea internos (1ª: comida y 2ª: bebida), ya sea externos (3ª: vestido y 4ª: techo), o sufrir carencias momentáneas internas (5ª: enfermedad) o externas (6ª: privación de libertad o 7ª: sepultura). Necesidades que pueden ser satisfechas con la ayuda de otros, dado que, por naturaleza, el ser humano es un ser social cuya plenitud se sujeta a las relaciones interhumanas (de ayuda y dependencia).

La Iglesia, en su sabiduría y tradición, también contempla la indigencia y la asistencia en el marco de las interrelaciones (desde el dato antropológico y desde la fe). En este sentido, la Doctrina cristiana propone las siete obras corporales (obras de misericordia) como camino hacia la plenitud en la caridad. He aquí unas sucintas notas bíblicas sobre cada una de ellas en particular.

Primera obra: Dar de comer al hambriento (Mt 25,35)

El hambre es una de las experiencias humanas más dramáticas. Por eso, la acción de “dar de comer al hambriento” se vuelve una responsabilidad humana, derivada de la misma acción del Padre misericordioso y de Jesús de Nazaret (Mt 5,6).

Hoy día en muchos lugares persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación. De allí que dar de comer a los hambrientos (cfr. Mt 25,35.37.42), que es manifestación de solidaridad, se convierte en un imperativo para todo cristiano.

Segunda obra: Dar de beber al sediento (Mt 25,35)

El agua encierra en la Biblia un significado simbólico. Por ejemplo, el agua que brotó de la roca del desierto significa el don que Dios hace a su pueblo escogido (cfr. Éx 17,1-7; Núm 20,1-13). Asimismo, el agua es un símbolo del mismo Dios, tal como aparece en la preciosa plegaria del Salmo 42,2s: “Como busca la cierva las corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío”.

Privar a alguien (y cuanto más a los pobres) del acceso al agua significa negar el derecho a la vida, derecho que está fundamentado en la inalienable dignidad humana. Por el contrario, dar de beber aunque sea sólo un vaso de agua, es un gesto que no será olvidado por Dios (cfr. Mt 10,42; Mc 9,41).

Tercera obra: Vestir al desnudo (Mt 25,36)

En la Biblia la desnudez se relaciona con la situación del encarcelado (cfr. Is 20,4; Hch 12,8), del enfermo mental que vive en condición de alienación (cfr. Mc 5,1-20), de la vida humillada del marginado (Job 24,7.10). Por eso, en la Biblia el vestido es signo de la condición espiritual del hombre y su dignidad (cfr. Qoh 9,8; Sir 43,18; cfr. Ap 2,17; 14,14).

Dios nos propone una actitud de compasión para con la desnudez: “Comparte tu ropa con el que está desnudo” (cfr. Tob 4,16), alaba al que “viste al desnudo” (Ez 18,16) y “al que lo cubre” (Is 58,7). De allí que, en el juicio final, tal acción es vista como una obra de misericordia (cfr. Mt 25,36).

Cuarta obra: Acoger al emigrante (Mt 25,35)

Las palabras de Mateo 25,35: “Fui emigrante y me hospedaron” marcan toda la historia de Israel. En efecto, el huésped que pasa y pide el techo que le falta, recuerda a Israel su condición pasada de emigrante y extranjero de paso sobre la tierra, tal como atestiguan los siguientes textos: “El emigrante que reside entre ustedes será para ustedes como uno de sus compatriotas: lo amarás como a ti mismo, porque también emigrantes fueron ustedes en Egipto” (Lev 19,34; Hch 7,6); “Escucha, Señor, mi oración, haz caso de mis gritos, no seas sordo a mis llantos; porque soy huésped tuyo, emigrante como todos mis padres” (Sal 39,13); “Salgamos, pues, hacia él, fuera del campamento... que aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura” (Heb 13,13s).

El ejemplo de acogida generosa y religiosa es Abraham con los tres personajes en Mambré (cfr. Gén 18,2-8), así como Job que se gloría de este paradigma (cfr. Job 31,31s) y el mismo Cristo que aprueba los cuidados que comporta la hospitalidad (cfr. Lc 7,44-46; 24,13-33). Los gestos de acogida para con el emigrante son manifestación concreta de solidaridad con el prójimo, quien es, por excelencia, la mejor mediación con lo divino (cfr. Rm 12,9.13).

Quinta obra: Asistir a los enfermos (Mt 25,36)

La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. De hecho, toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte” (CEC, no. 1500).

El acto de visitar a los enfermos, no muy frecuente en la Biblia, lo describe Ben Sira como acto de amor hacia el visitante: “No dejes de visitar al enfermo, porque con estas obras te harás querer” (Sir 7,35). El texto manifiesta la mentalidad judía que ponía su acento en el visitante y no en el enfermo, diversamente de Mateo 25,36, en el cual es el enfermo quien tiene una dignidad que debe ser reconocida, ¡ya que es Cristo mismo! 

En el evangelio de Mateo, “el enfermo tiene una sacramentalidad crística que le convierte en sacramento de Cristo”. Tal perspectiva exige del visitante que descubra en su encuentro con el enfermo pobre y desvalido, un camino y una interpelación que pueda conducirle a asemejarse con Cristo, que “siendo rico, se hizo pobre” (2Cor 8,9).

En el Nuevo Testamento aparece una forma típica de visita a los enfermos, en la que se articulan tres momentos: la visita, la oración y el rito, teniendo este último dos formas: la imposición de manos o la unción con aceite. Así, en Hechos 28,7-10 se narra la acogida de Pablo en casa de Publio y en la carta de Santiago 5,14 se afirma que se debe llamar a los presbíteros cuando alguien está enfermo: “¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor... La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado”. Este último texto ha sido considerado por la tradición cristiana como la base y el germen bíblico del sacramento de la Unción de los Enfermos, insinuado ya en la misión de los Doce, cuando “ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6,13).

La asistencia a los enfermos constituye, pues, un gesto de verdadera caridad, un signo orientado a promover vida y salud, tal y como lo realizó Jesucristo, el Ungido de Dios que pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el pecado, porque Dios estaba con él (cfr. Hch 10,38).

Sexta obra: Visitar a los presos (Mt 25,36)

En el trasfondo de la sexta obra de misericordia corporal están aquellos lugares emblemáticos de la Biblia que anuncian a los prisioneros la liberación, tales como “proclamar la amnistía a los cautivos” (Is 61,1), “proclamar a los cautivos la libertad” (Lc 4,18) o el “acordarse de los presos por piedad” (cfr. Heb 13,3), sin olvidar la referencia fundamental en palabras de Jesús: “Estaba en la cárcel y vinieron a verme” (Mt 25,36).

Otros ejemplos importantes de esta obra de misericordia son la proximidad de la comunidad por medio de la oración de intercesión a Pedro que estaba encarcelado: “Mientras Pedro estaba en la cárcel, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12,5); o bien, la gratitud que el apóstol Pablo expresa por la proximidad y ayuda de los cristianos de Filipos durante su cautividad (cfr. Flp 1,13-17; 2,25; 4,15-18).

Obviamente, la atención a los presos implica también el apoyo a sus familiares para que puedan asistir lo mejor posible a los presos... Además, la presencia cristiana en las cárceles pueden hacerse de múltiples y creativas formas, ya que, en definitiva, el “visitar a los presos” conlleva también un trabajo político y una reflexión que, en nombre de la dignidad de las personas y de los derechos humanos, busque entrever acciones que no priven de la libertad a los individuos y que prevean actos de reparación.

Séptima obra: Enterrar a los muertos (Tob 1,17; 12,12s)

En Israel, ser privado de sepultura era visto como un castigo, como uno de los peores males entre los hombres (cfr. Sal 79,3). Dicha acción formaba parte del castigo con el que se amenazaba a los impíos (cfr. 1Re 14,11s; Is 34,3; Jer 22,18s). Por eso, efectuar la caridad a través del entierro de una persona yacente era una de las obras de piedad más venerables en el judaísmo. De ahí las exhortaciones de Ben Sira: “A los muertos no les niegues tu generosidad” (Sir 7,33); “Hijo, por un muerto derrama lágrimas y, como quien sufre atrozmente, entona un lamento; amortaja el cadáver como es debido, y no descuides su sepultura” (Sir 38,16).

El testimonio relevante de esta práctica la ofrece el libro de Tobías: “En tiempos de Salmanasar hice muchas buenas obras a mis hermanos de raza: procuraba pan al hambriento y ropa al desnudo. Si veía el cadáver de uno de mi raza fuera de las murallas de Nínive, lo enterraba. Enterré también a los que mandó matar Senaquerib” (Tob 1,16s). Tobías incluye la obra buena de “enterrar a los muertos” después de las obras de misericordia de “dar de comer al hambriento” y de “vestir al desnudo”. Esta enumeración conjunta es la que posiblemente influyó para que esta práctica de caridad fuera incluida como la última obra de misericordia corporal después de las seis enumeradas en Mateo 25.

No obstante, es oportuno señalar que hay otra razón para colocarla en último lugar de dichas obras de misericordia. Esa razón es la influencia de santo Tomás de Aquino: el Santo subrayó que el silencio sobre la sepultura en las seis primeras obras de misericordia se debe a que las anteriores son de “una importancia más inmediata”, aunque eso no quite la profundidad y el alcance amoroso de sepultar a los muertos (cfr. ST II-II, q. 32, a. 2, ad 1).

En el marco de esta obra de caridad es conveniente abordar un tema que, en estos últimos tiempos, ha causado muchas inquietudes entre los creyentes. Nos referimos al acto de incinerar los cuerpos. ¿Qué respuesta da la Iglesia sobre dicha práctica? Desde del año 1963, una Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe, recogida en el Código de Derecho Canónico (1983), canon 1176, indica que la Iglesia católica, aun manteniendo su preferencia tradicional por la inhumación, acepta acompañar religiosamente a aquéllos que hayan elegido la incineración, siempre y cuando no sea hecha con motivaciones expresamente anticristianas.

La práctica de la incineración, a su vez, invita a reflexionar sobre el profundo interrogante que es la muerte para toda persona humana, conscientes de que la fe cristiana afirma la supervivencia y la subsistencia (después de la muerte) de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo ‘yo’ humano, carente mientras tanto del complemento de su cuerpo. Para designar este elemento la Iglesia emplea la palabra “alma” consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición, aunque no ignora que este término en la Biblia tiene diversas acepciones (según afirma la Congregación para la Doctrina de la Fe). 

En definitiva, se trata de la fe en la inmortalidad de la “persona” (o “yo humano” / alma), que sobrevivirá transformada por la acción salvadora de Dios en Jesucristo, cuando “Dios sea todo en todos” (1Cor 15,28), en “un cielo nuevo y una tierra nueva..., donde no habrá ni muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor” (Ap 21,1.4).

II. Las obras de misericordia espirituales

Además de las concurrentes necesidades corporales, la persona humana también sufre deficiencias en su dimensión espiritual: con frecuencia implora el auxilio de Dios (7ª: oración). Así mismo, en el marco de las dimensiones cognitiva y volitiva del individuo, suele aparecer la necesidad de asistencia al prójimo, bajo el aspecto de instrucción o consejo: (2ª: remedios a las deficiencias con la enseñanza, o 1ª: con el consejo), o bien, el requerimiento del consuelo (4ª: en el sufrimiento y la tristeza) y la orientación en los desarreglos de la acción (3ª: corrigiéndolo, 5ª: perdonándolo o 6ª: soportándolo). Por esta razón, las obras de misericordia espirituales cobran similar valor (o incluso mayor) que los auxilios materiales.

Ahora bien, estas siete obras de misericordia espirituales vienen propuestas como regla general para cada cristiano. Su desarrollo se inició en la etapa patrística, particularmente con Orígenes (años 185-254), a partir de su interpretación alegórica del texto de Mateo 25. La reflexión fue profundizada después con san Agustín y se consagró de forma particular en el siglo XIII dentro del mundo académico, especialmente con santo Tomás de Aquino.

Las siete obras de misericordia espirituales pueden agruparse en tres bloques: tres obras iniciales de vigilancia en las que se encuentra: 1ª: dar consejo al que lo necesita; 2ª: enseñar al que no sabe; 3ª: corregir al que yerra. A su vez, hay otras tres obras centrales en torno a la reconciliación, formadas por: 4ª: consolar al triste; 5ª: perdonar las ofensas; y 6ª: soportar con paciencia a las personas molestas. Finalmente, aparece una obra de síntesis: 7ª: la oración, centrada en rogar a Dios por los vivos y los muertos. He aquí, a partir de esta estructuración, una nota sucinta sobre cada una de ellas.

La necesidad de mantenerse vigilantes

La práctica de las tres obras de misericordia espirituales –a) dar consejo al que lo necesita, b) enseñar al que no sabe y c) corregir al que yerra– enseñan a mirar fuera de nosotros mismos. Invitan a una nueva vigilancia hecha de compasión y amor hacia quien lo necesita, al que no sabe o yerra.

Primera obra: Dar consejo al que lo necesita

La tradición bíblica pone de relieve la importancia del consejo de la siguiente manera: “La salvación está en un gran número de consejos” (Prov 11,14); “El consejo del sabio es como una fuente de vida” (Sir 21,13); “Los sabios/guías espirituales brillarán como el fulgor del firmamento” (Dan 12,3).

Pero, ¿dónde está el criterio para un buen consejo? He aquí las palabras del sabio Ben Sira que apuntan a la cuestión de la verdad y a la importancia decisiva de la conciencia  recta que vaya en su búsqueda: “Atiende el consejo de tu corazón, porque nadie te será más fiel. Pues la propia conciencia suele avisar mejor que siete centinelas apostados en una torre de vigilancia. Pero, sobre todo, suplica al Altísimo, para que dirija tus pasos en la verdad” (Sir 37,13-15). 

Blaise Pascal (1623-1662 d.C.) presenta de forma clara la fuerza de la razón, ya sea cuando duda, ya sea cuando sabe aceptar su límite de no poder ir más allá. En definitiva, lo que se juega aquí es el ejercicio de la libertad en la verdad, a lo que Pascal sabe responder con un delicado equilibrio: “Hay que saber dudar donde es necesario, aseverar donde es necesario, someterse donde es necesario. Quien no lo hace no escucha la fuerza de la razón. Los hay que pecan contra estos principios: los que aseveran todo como demostrativo, por no entender de demostraciones; los que dudan de todo, por no saber dónde hay que someterse; o bien los que se someten a todo, por no saber dónde hay que juzgar” (cfr. Pascal, Pensamientos, no. 268).

Si miramos el momento presente, podemos decir que quizá lo más urgente es aconsejar a partir de ciertas interrogantes que ayudan a tocar fondo de la existencia humana: “¿Quién soy?, ¿de dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?” (cfr. Juan Pablo II, Fides et ratio, no. 1).

Segunda obra: Enseñar al que no sabe

“¿Entiendes lo que estás leyendo?” (Hch 8,30), le preguntó Felipe al funcionario que leía al profeta Isaías. Y éste le respondió: “¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?” (Hch 8,31). En esta línea de guía de conciencias, se debe recordar el texto paradigmático de Jesús cuando afirma: “No se dejen llamar maestros, porque sólo uno es el maestro de ustedes” (Mt 23,10). Se marca así, con contundencia, que quien de forma definitiva “enseña al que no sabe” es Jesús el Mesías, dado que “ya vivamos o ya muramos, somos del Señor” (Rm 14,8).

En este marco surge la tarea fundamental de enseñar al que no sabe. El texto bíblico añade que, en la práctica educativa, resaltan sobremanera aquellos que “dan razón de la esperanza en Cristo” (cfr. 1Pe 3,15). San Juan Pablo II, en la Encíclica Fides et ratio (1998), puso muy de relieve esta decisiva tarea para nuestro mundo: “Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisión; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición” (no. 48). Por esto, concluye afirmando: “Lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (no. 102).

Tercera obra: Corregir al que yerra

Esta es una obra de misericordia inspirada en un texto clásico del evangelio de Mateo, cuando trata de los conflictos en el seno de la comunidad: “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a un hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18,15-17; cfr. Tit 3,10).

La cuestión de la corrección fraternal está presente en el Antiguo y Nuevo Testamento y en su uso se percibe un notable realismo. En este sentido, conviene notar que la corrección debe realizarse no como un juicio, sino como un servicio de verdad y de amor al hermano, ya que hemos de dirigirnos al pecador no como enemigos, sino como hermanos (cfr. 2Tes 3,15; cfr. Sant 5,19s; Sal 51,15).

La corrección fraterna debe ejercitarse con firmeza (cfr. Tit 1,13), pero sin asperezas (cfr. Sal 6,2), sin exacerbar o humillar al que es amonestado (cfr. Ef 6,4).

Es verdad que “ninguna corrección resulta agradable, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella” (Heb 12,11).

La necesidad de tener espíritu conciliador

La práctica de las tres obras de misericordia espirituales –a) consolar al triste, b) perdonar las ofensas y c) soportar con paciencia a las personas molestas– favorecen el espíritu conciliador. Estas tres obras forman parte de la actitud de las personas conciliadoras, atributo fundamental de todo discípulo de Cristo. Un espíritu es conciliador si reconoce la propia necesidad de reconciliarse con Dios. En efecto, no se puede consolar, perdonar y soportar pacientemente las injusticias, si uno no se reconoce deudor de Cristo, el cual nos ofrece continuamente el modo de reconciliarnos con Dios.

Cuarta obra: Consolar al triste

Jerusalén, en su historia, hizo la experiencia de total abandono. Cuando fue privada de toda consolación por parte de sus aliados (cfr. Lam 1,19), exclamaba: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado” (Is 49,14; 54,6-10), pero en realidad el Señor era su verdadero consolador al proclamar: “Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios” (Is 40,1).

Dios, en efecto, consuela a su pueblo con la bondad de un pastor (cfr. Is 40,11; Sal 23,4), con el afecto de un padre, con el ardor de un novio y de un esposo (cfr. Is 54) y con la ternura de una madre (cfr. Is 49,14s; 66,11-13). Y por esto ha legado a su pueblo su promesa (cfr. Sal 119,50), su amor (cfr. Sal 119,76), la Ley, los profetas (cfr. 2Mac 15,9) y las Escrituras (cfr. 1Mac 12,9; Rm 15,4) que le posibilitan superar el desconsuelo y vivir en la esperanza.

Jesús, a su vez, anunciado como “Consuelo de Israel” (Lc 2,25), y reconocido como “Consolador” (1Jn 2,1), proclama: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5,5).

Pablo, por su parte, recuerda que Cristo es la fuente de toda consolación (Flp 2,1) y que en la Iglesia la función de “consolar” es esencial, ya que atestigua que Dios consuela permanentemente a los pobres y afligidos (cfr. 1Cor 14,3; Rm 15,5; 2Cor 7,6; cfr. Sir 48,24). De hecho, tal como se presenta en la imagen conmovedora del Apocalipsis, la presencia de Dios es el consuelo máximo de los hombres: “Él nos enjugará toda lágrima” (Ap 7,17), y en su presencia “no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor...” (Ap 21,4).

Quinta obra: Perdonar las ofensas

La historia de la revelación bíblica es la historia de la revelación del Dios “capaz de perdón” (cfr. Éx 34,6s; Sal 86,5; 103,3). Esta afirmación comporta la superación de la Ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”: Éx 21,24). Jesús mismo nos enseñó: “Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen...” (Mt 5,44).

No se puede negar que el amor a los enemigos, desde un punto de vista humano, es seguramente la prescripción más exigente de Jesús. Pero se trata de un mandamiento que expresa lo más nuevo y propio del cristianismo, ya que “quien no ama a quien lo odia no es cristiano” (Segunda Carta de Clemente, 13s), pues el amor a los enemigos es la “ley fundamental” (Tertuliano, De la paciencia, no. 6) y la “suprema esencia de la virtud” (San Juan Crisóstomo, In Mat. 18,3s).

Por eso, para santo Tomás de Aquino, el perdón de los enemigos “pertenece a la perfección de la caridad” (ST II-II, q. 25, a. 8); es una obra que responde a una exigencia de verdad irrenunciable: reconocer los límites y las debilidades humanas.

Sexta obra: Soportar con paciencia las personas molestas

La tradición sapiencial subraya con fuerza que, ante hermanos que irritan, el sabio recuerda que “más vale ser paciente que valiente, dominarse que conquistar ciudades” (Prov 16,32). ¿Por qué este pensamiento? Porque “la paciencia persuade a un gobernante, porque las palabras suaves quebrantan huesos” (Prov 25,15; Sir 7,8).

Job es el paradigma de paciencia: antes de que el Señor le mandara pruebas él era un hombre intachable, recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1,11). Y una vez que fue puesto ante la prueba, se mantuvo fiel a su Creador, nunca pecó con sus labios ni renegó contra el Señor (cfr. Job 2,10).

Por otra parte, el modelo máximo de la paciencia ante los enemigos es Jesús, ya que lejos de ser implacable con los pecadores (cfr. Mt 18,23-35), fue tolerante y generoso. Él mismo dijo: “El Padre celestial hace salir su sol sobre malos y buenos” (Mt 5,45).

La paciencia, tal como el amor, es un “fruto del Espíritu” (Gál 5,22; cfr. 1Cor 10,13; Col 1,11); su ejercicio nos hace madurar en la prueba (cfr. Rm 5,3-5; Sant 1,2-4) y nos genera constancia y esperanza (cfr. Rm 5,5). El himno paulino del amor camina en este sentido: “El amor es paciente”, ya que “todo lo soporta” (1Cor 13,1-13.4.7).

Séptima obra: Orar

Como conclusión de estas siete obras de misericordia espirituales aparece la práctica de la oración (rogar a Dios por los vivos y por los difuntos) en clave de síntesis, dado que la oración es un don de Dios al hombre. En efecto: “La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (CEC, no. 2560). En definitiva: “La oración cristiana es una relación de alianza entre Dios y el hombre en Cristo” (no. 2564) y, por lo tanto, sostiene todas las obras de misericordia.

En la tradición cristiana se encuentra un hilo conductor para comprender el sentido de la oración y su relación con la vida, especialmente en el famoso díptico de la Regla de san Benito (siglo V) que ha marcado toda la espiritualidad, no solamente monástica sino también eclesial, cuando dice: “Ora y trabaja” (Ora et labora). Siguiendo este espíritu, san Ignacio de Loyola explicitó este díptico diciendo: “Oren como si todo dependiera de Dios y trabajen como si todo dependiera de ustedes” (cfr. CEC, no. 2834).

Esta obra de misericordia pone de relieve, además, la “comunión de los santos” en la Iglesia, la cual viene recordada ya en el Catecismo Romano (siglo XVI): “Todo cuanto posee la Iglesia es poseído comúnmente por cuantos la integran; todos (los bautizados) están constituidos para el bien de los demás” (cfr. 1Cor 12,23; Ef 4,11). En definitiva, se trata de la comunión de los miembros de la Iglesia, tanto de los que peregrinan aún en la tierra, como de los bienaventurados del cielo, calificados ambos como “santos”, gracias al Bautismo que han recibido en Cristo.

En este sentido, esta última obra de misericordia prepara y dispone a “aceptar” y “vivir” la voluntad de Dios, sea cual sea, ya que “si le pedimos al Creador algo según su voluntad, nos escucha” (1Jn 5,14; Ef 1,3-14).

Acerca del autorSalvatore Rino Fisichella, coordinador del presente escrito, es arzobispo y primer Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Ha sido profesor de Teología Fundamental en la Pontificia Universidad Gregoriana y en la Universidad Pontificia Lateranense, así como Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos.

Nota: El contenido aquí expuesto forma parte de los aportes del Pontificium Consilium de Nova Evangelizatione Promovenda, en el marco del Jubileo de la Misericordia 2015-2016. Título original: Le Opere di misericordia spirituali e corporali, Vaticano 2015. Traducción del español: Rafael Espino Guzmán.