KÉNOSIS

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Los Cristeros, mártires de la libertad en México

Autor: 
Franco Pierini
Fuente: 
LFC - Mx

El 31 de julio de 1926, el culto católico público, por decisión de los obispos, fue suspendido en todo México, y las campanas callaron por tiempo indefinido. Los fieles sustituyeron al clero en la custodia de los edificios sagrados. La Iglesia mexicana se refugió en escondites. Habían entrado en vigor los artículos de una ley ordenada por el presidente Plutarco Elías Calles, precisamente con su nombre, “Ley Calles”, la cual prohibía la libertad de asociación y la propaganda religiosa; cancelaba los derechos civiles para sacerdotes; desconocía a los religiosos y religiosas; prohibía la existencia de sacerdotes extranjeros; reducía forzosamente a obispos y sacerdotes a la práctica de cura de almas; establecía vigilancia policiaca para cada aspecto de la vida de la Iglesia, pero sobre todo, ordenaba la confiscación de los bienes eclesiásticos aún antes de su traspaso al Estado. En fin, fue una especie de “funeral” para la Iglesia en México, país que en aquel entonces era oficialmente católico, al menos en un 95 por ciento.

Frente a esta amenaza, los católicos vieron la necesidad de organizarse hasta el punto de crear un verdadero ejército antigobiernista. A raíz de la iniciativa de la Liga por la libertad religiosa, se creó un movimiento de resistencia conocido con el nombre de Guardia Nacional, que más tarde se haría famoso con el sobrenombre de Cristeros (o sea “defensores de Cristo”), acuñado desde el primer momento por los mismos enemigos.

El día 11 de diciembre de 1925, en los últimos momentos del Año Santo, el Romano Pontífice Pío XI había promulgado, en su Encíclica Quas primas, la institución de la festividad litúrgica de Cristo Rey. Bajo ese patronazgo, y con el lema de “Viva Cristo Rey”, muchos católicos mexicanos, hombres y mujeres, adultos, jóvenes y viejos, combatieron, entre 1926 y 1929, una batalla que marcó definitivamente la historia de México.

Independencia (1810-1821), Reforma (1857-1861) y Revolución (1910-1920), habían sido hasta entonces las tres etapas recorridas en la historia de la Nación. En el período de 1857 a 1876, bajo la influencia política de Benito Juárez (que gobernó como presidente casi ininterrumpidamente de 1861 a 1872, guiando la lucha contra Maximiliano de Habsburgo), México había alcanzado su primera experiencia concreta de liberalismo anticlerical militante: con la ley del 23 de noviembre de 1855, se había procedido a la nacionalización de todos los bienes eclesiásticos, excepto de los edificios para el culto. Y con este espíritu se había instituido la nueva Constitución Política, la del 5 de febrero de 1857, en la que se proclamó la separación entre Iglesia y Estado (en 1874).

El movimiento de Reforma hizo madurar las condiciones para la Revolución: al ser despojada la Iglesia de sus bienes, muchos pobres quedaron más pobres que antes. Con razón y sin ella, la Iglesia lamentablemente soportó el “porfirismo” como un mal menor, pese a las sombras del dictador. Esto explica cómo cuando Porfirio Díaz debía escapar en exilio ante los primeros golpes de la Revolución (31 de mayo de 1911), concebida por Francisco I. Madero y guiada al norte por Pancho Villa (Doroteo Arango) y al sur por Emiliano Zapata, el movimiento onduló entre la inspiración religiosa y el anticlericalismo, sin una orientación bien precisa. Y así, entre los muchos slogan que circulaban (el de Madero: “Poco trabajo, mucho dinero, habas para todos, viva Madero”, o el de Zapata “Tierra y libertad”; el de Pancho Villa “La cucaracha, la cucaracha ya no puede caminar”) se pudieron escuchar también aquel de Venustiano Carranza, uno de los “señores de la guerra”, cuando entró a la ciudad de México en agosto de 1914: “El clero es oscurantismo”. Por el contrario, la gente de Villa y Zapata que también entró en la capital mexicana algunos meses después, fue siempre impulsada por los estandartes de la Virgen de Guadalupe.

Para entender la esquizofrenia de esta revolución surgida en medio de un pueblo católico, caído en el anticlericalismo más desenfrenado hasta el intento de un verdadero ateísmo de Estado, se pueden pensar muchas razones. Pero tal vez la explicación más simple y más veraz (aunque metafóricamente) nos la ha dado el escritor inglés Graham Greene, en su novela El poder y la gloria (publicada en 1940), cuando describe la figura del mestizo que se proclama como buen católico y al mismo tiempo ayuda a hacer caer al sacerdote casado en manos de la policía y así aprovechar la suma de setecientos pesos que “le caían muy bien”.

En México, de 1911 a 1940, particularmente en los periodos de 1926 a 1929, y de 1932 a 1938, sobrevino un verdadero acto sacrificial de las masas, algo así como aquellos que los aztecas celebraban en ciertas circunstancias sobre la cima de los teocallis : las víctimas fueron los católicos más coherentes, particularmente sacerdotes, religiosos y religiosas que no se despojaron de su testimonio.

En todo caso es necesario subrayar que quien pagó no fue sólo el clero, sino también, y sobre todo, el pueblo, el campesino en cuyo nombre la Revolución había comenzado. Efectivamente, fue hasta la segunda mitad de los años treinta, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), que se llegó a la Reforma Agraria, es decir, al reparto del latifundio que Emiliano Zapata había solicitado desde 1910, y a la nacionalización de los recursos petroleros. De hecho, las secuelas del ideal revolucionario se extienden hasta 1953, cuando por fin se logra conceder el voto electoral a la mujer en México.

El ataque a la Iglesia

Si la Constitución de 1857 había ya privado a la Iglesia de casi todos sus bienes, la del 5 de febrero de 1917 (Constitución de Querétaro) terminó por postrar en el suelo a la institución eclesial. Los artículos constitucionales anticlericales que estableció fueron fundamentalmente cuatro: el 3º propuso una enseñanza totalmente laica (desde Calles se intentó, de hecho, transformarla en socialista y atea); el 5º suprimió todas las comunidades religiosas del país; el 27º completó la obra de confiscación de bienes; y el 130º estableció una serie de limitaciones para la actividad del clero en perspectiva de su total eliminación.

A este resultado se habría llegado después de seis años de guerra civil de todos contra todos, con un saldo de un millón de muertos acribillados (masacrados) en una población de 15 millones de habitantes: primero la presidencia de Madero sostenida por Pancho Villa y rechazada por Zapata y Orozco; después el intento contrarrevolucionario de neoporfiristas encabezados por Félix Díaz; el asesinato de Madero y el brote de una segunda guerra civil; luego el triunfo efímero de Victoriano Huerta; la sucesiva victoria de Carranza, Pancho Villa y Álvaro Obregón; la intervención temporal de Estados Unidos para intimidar a los revolucionarios más aguerridos; la rebelión de Villa y Zapata contra Carranza; la derrota de Villa a manos de Obregón, mientras Zapata continuaba en la lucha; la promulgación de la nueva Constitución y la presidencia de Carranza, asesinado un año después de Zapata (1919) y seguido del asesinato de Villa (1923).

Al desaparecer Carranza, la lucha contra la Iglesia no terminó, más bien se recrudeció con su sucesor Obregón (1920-1924), pero aún más con Plutarco Elías Calles (1924-1928), quien se puso al frente de la situación hasta 1936, año en que fue expulsado del país por la incomodidad que causaba incluso para sus amigos.

Bajo Obregón se llegó al punto de hacer explotar una bomba bajo la venerada imagen de la Virgen de Guadalupe, de la que salió milagrosamente ilesa (14 de noviembre de 1921). También aconteció el boicot, llevado por todos los medios, contra el Congreso Eucarístico Nacional, que se celebró en octubre de 1924.

Así pues, se comprende que la Guerra de los Cristeros, o Cristiada, en defensa de la Iglesia perseguida, es parte de una amplia estrategia puesta en marcha por los católicos mexicanos y levantada simplemente contra toda tiranía, principalmente la gubernamental.

El presidente Calles estaba decidido a todo. Buscó el despojo de la Iglesia de todos sus bienes, hasta el punto de quererla desaparecer públicamente; además, no sólo favoreció a las sectas protestantes, sino que buscó implantar, en febrero de 1925, una Iglesia Nacional Cismática. Los católicos, en respuesta, constituyeron la Liga para la libertad religiosa (en marzo de 1925), que debía hacer contrapeso a la actividad de la Liga anticlerical mexicana y a las varias logias masónicas en pleno auge.

Con fecha del 2 de febrero, pero publicado el 19 de abril de 1925, se expidió el primero de los cuatro documentos dedicados a México por parte de Pío XI. En la Carta Apostólica Paterna sane sollicitudo (Un llamado paterno) el Santo Padre condenó a la iglesia cismática, animó en la fe a la acción católica y propuso la vía del diálogo, prohibiendo la constitución de partidos católicos (antipáticos de por sí al gobierno) y vedando al clero toda forma de participación en movimientos políticos.

No había nada que hacer. El presidente Calles, en julio de 1926, promulgó un Reglamento de treinta y tres artículos para que se cumpliera totalmente el artículo 130º de la Constitución en turno. Una petición con dos millones de firmas, entregada al Congreso para la derogación de dicho Reglamento, no fue ni siquiera tomada en cuenta; igualmente fue ignorada la carta pastoral que los obispos mexicanos emitieron; de hecho, la protesta de la Santa Sede no tuvo una mejor suerte. El Reglamento del presidente Calles se puso en marcha y, a causa de esto, los ánimos del pueblo enardecieron.

Tal vez se peca de simplismo, pero no se está lejos de la verdad cuando se dice que la verdadera lucha fue entre la fe y el petróleo. “Para mala suerte –decía un obispo mexicano– tenemos la fortuna de contar con mucho petróleo”. Obregón y Calles, a fin de cuentas, eran “perros de guardia” de los intereses de Wall Street y de la Casa Blanca en México, cuidando particularmente los millones de dólares invertidos en los pozos petroleros. Y es un hecho que, con el presidente Cárdenas, se nacionalizará el petróleo el 18 de marzo de 1938, y, con la aprobación de la Iglesia en México, la persecución terminaría.

La respuesta de los Cristeros

El ejército de los Cristeros, al inicio, estuvo constituido por una veintena de personas; tres años después sumaría algunas decenas de millares bien organizadas y adiestradas, a punto de preocupar seriamente al gobierno federal y estatales. Guadalajara, capital del Estado de Jalisco, fue el corazón y el centro del movimiento, luego se difundió, sobre todo, en las regiones occidentales de México. Cabe hacerse notar que el movimiento no tomó la misma fuerza en los estados de Tabasco, Querétaro, Veracruz, donde se habían fortificado regímenes anticlericales particularmente feroces.

El movimiento cristero estuvo integrado por mexicanos de todas las edades y condiciones sociales. Hubo incluso un Batallón Femenino de Resistencia Católica. Los sacerdotes, en su mayoría, participaron sólo como capellanes. El arzobispo de Guadalajara, Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, aunque exiliado en los Estados Unidos, fue el mayor inspirador de la agitación. El Papa Pío XI, el 18 de noviembre de 1926, con la Carta Encíclica Iniquis afflictisque, dio a conocer al mundo entero la situación de conflicto que reinaba en México, particularmente por el anticlericalismo.

Hemos de recalcar que los católicos mexicanos no tomaron las armas como primera opción. Intentaron, al principio del movimiento, efectuar todas las vías legales pacíficas, antes de la sublevación. A propósito, el 25 de julio de 1926, los obispos mexicanos escribían a sus feligreses: “Traten con todos los medios lícitos y pacíficos de lograr la supresión de estas leyes que a ustedes y a sus hijos pretenden arrancar el tesoro necesario e inestimable de la vida religiosa”. En todo caso, era legítimo y se podía aplicar el derecho a la Revolución como legítima defensa contra el injusto agresor como lo señalaban los pensadores teólogos, y que el mismo Pío XI reconocerá (con las precauciones debidas) en la Carta Apostólica Firmissimam constantiam, emitida el 28 de marzo de 1937.

Sin embargo, el boicot económico efectuado por la población católica entre septiembre y octubre de 1926, las manifestaciones como la de los quinientos globos lanzados al cielo en la ciudad de México el 1 de diciembre del mismo año, y el manifiesto de enero de 1927, abrieron, por fin, las hostilidades. El juramento que ligaba a los Cristeros a la causa era el siguiente: “Yo juro solemnemente por Cristo Rey, por la Santísima Virgen de Guadalupe Reina de México, y por la salvación de mi alma, en primer lugar, mantener un absoluto secreto sobre todo aquello que podría comprometer la causa que abrazo; en segundo lugar, defender con las armas en la mano la completa libertad religiosa de México. Si observo este juramento, que Dios me premie; si lo quebranto, que Dios me castigue”.

Como ya se ha dicho, en la Cristiada participaron hombres y mujeres, niños y aun personas mayores; hubo participaciones heroicas, tales como la de un muchacho de 14 años, llamado José Sánchez del Río –hoy canonizado–, quien fue apuñalado y finalmente fusilado el 10 de febrero de 1928; también la participación de un octogenario, Gabino Alcázar, muerto en combate el 12 de marzo de 1927. Se verificaron atentados como aquel del tren México-Guadalajara, en abril de 1927. Se trató, pues, de una guerrilla con numerosos encuentros donde los vencedores, por lo regular, fueron los Cristeros, guiados primero por el general Gorostieta,  y al morir éste (20 de junio de 1929) guiados por el general Jesús Degollado Guízar.

Entre las diversas batallas se puede recordar la de San Julián (Jalisco), el 15 de marzo de 1927; la del Puerto del Aire (Colima), en junio de 1927; la de El Cobre (Michoacán), en agosto de 1927; la del Asalto de Manzanillo (Jalisco), el 24 de mayo de 1928; la de El Fresnal (Jalisco), el 31 de enero de 1929; o la Batalla de Tepatitlán (Jalisco), librada el 17 de marzo de 1929.

El 13 de noviembre de 1927, entre tanto, ocurrió un atentado contra el general Álvaro Obregón, expresidente y candidato para suceder a Calles. Los autores del atentado se escondieron, pero la policía buscó “culpables” católicos, y mandó al patíbulo de ejecución, sin proceso alguno, al notable jesuita padre Miguel Agustín Pro Juárez. Pasados algunos meses, terminado el mandato de Calles, pero electo, como de hecho se preveía, el general Obregón, se cometió un segundo atentado, esta vez por obra del estudiante católico José de León Toral, el 17 de julio de 1928. Obregón murió, como se dice, “bendiciendo la Revolución”. En el proceso que se le hizo a Toral, del 2 al 8 de noviembre de 1928, él dijo: “Yo soy católico practicante, debo servir primero a Dios y luego a los hombres. Soy un soldado que, en guerra de defensa, abate al jefe enemigo para salvar al pueblo oprimido”. León Toral fue fusilado el 9 de febrero de 1929, y sus funerales fueron celebrados con gran triunfo, acompañados por un enorme cortejo de gentes que formaban en fila más de seis kilómetros.

Para todos era evidente que la revuelta armada de los Cristeros se convirtió en una revuelta moral, pues a ella se le sumó un gran apoyo desde la opinión pública. Entre marzo y abril de 1929, se produjeron disturbios y pronunciamientos de tres generales: Francisco Roque Serrano, Abundio Gómez y José Gonzalo Escobar, aprovecharon el movimiento Cristero y pusieron en grandes dificultades al nuevo sucesor de Calles, Emilio Portes Gil. En el mismo abril, el ejército del Gobierno fue abatido por los Cristeros en la batalla de Tepatitlán, Jalisco. Desde el callejón sin salida en el cual estaba metido el Gobierno, quiso encontrar una salida. De allí que ofreció de inmediato esperanzas de acuerdos a la jerarquía eclesiástica, al grado de alcanzar algunos “arreglos” el 21 de junio de 1929, para que, ocho días después, en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, las campanas volvieran a sonar en las iglesias de todo el país. Se reinició así la libertad de culto en México, después de que los campanarios habían permanecido en silencio durante tres años…