KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Nuestras raíces: "El descubrimiento de América"

Autor: 
Manuel Olimón Nolasco
Fuente: 
FC-MX

Durante los años en que cursé la educación primaria –hace ya seis décadas– el mes de octubre tenía cierto color de memoria de los comienzos de algo nuevo: el día 12 se conmemoraba el “descubrimiento de América” estando todos reunidos en el patio para escuchar algún discurso y dos o tres poesías. Esta fecha fue objeto de fuertes e inútiles polémicas sobre todo cuando, en 1992, se llegó al “quinto centenario”. Tal vez por esa causa a los festejos ha sucedido el silencio.

Hace poco pasé cerca del monumento a Cristóbal Colón en la Ciudad de México. No únicamente descubrí el descuido, sino alcancé a leer algunas pintas que manifiestan más que una reivindicación auténtica de los indígenas, una insatisfacción con la vida social sin rumbo definido que con dificultad podría ser motivada por la hazaña del navegante genovés y el posterior “encuentro de dos mundos”. Pues, ¿no sería mejor revisar decisiones y caminos de error o injusticia más cercanos a nuestros días y dejar de vaciar frustraciones y dirigir insultos y culpas a gente de otros siglos?

Por una parte, sin necesidad de ser idealistas, la observación de los avances tecnológicos europeos de finales del siglo XV, sobre todo en materia de navegación, el crecimiento de la población que comenzaba a necesitar tierra para asentarse y los cambios comerciales y mercantiles, impulsaban casi con naturalidad a abrir nuevos horizontes. Por otra, la fortaleza espiritual de comunidades religiosas católicas conscientes de que la evangelización “a todos los pueblos” seguía siendo un imperativo vital, no dejó que las nuevas tierras y las nuevas gentes fueran sólo espacios de explotación de sus recursos, como en el caso de América del Norte. El mestizaje mismo, de índole sobre todo cultural, es un enriquecimiento y sólo visiones miopes pueden vilipendiarlo o silenciar la aportación indígena en todo momento de nuestra historia: si los indígenas cambiaron, también cambiaron los europeos: el resultante fue un pueblo nuevo. Si bien sería ingenuo cantar loas a los primeros pasos del contacto entre los continentes antes desconocidos como si no fueran realidades con luces y sombras, es importante valorar aportaciones definitivas que forman parte de nuestra identidad.

En primer lugar, como lo subrayó el documento de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, nuestro continente está marcado con un “sustrato radical católico” que, aunque se manifiesta de modo principal en actos de religiosidad popular, descubre su verdadera hondura en la esperanza ante las adversidades y en el acercamiento “samaritano” a las necesidades del prójimo. El núcleo donde se manifiestan estas realidades que surgen de la fe es la familia, punto de apoyo para que los mexicanos y los latinoamericanos nos asomemos a la vida con menos temores y lejanos a las tentaciones del exterminio y del suicidio. A pesar de que fuertes corrientes nos han casi acostumbrado a recibir malas noticias y a hablar mal del pueblo al que pertenecemos, son muchos más los elementos de bondad y cercanía que encontramos a diario que los de maldad e indiferencia. Pero hay que tener bien abiertos los ojos para percibirlos. El Santo Padre Francisco, el día que se despidió de nuestro país, en ese lugar de dolor de la frontera norte en el que quiso expresamente estar, resumió en pocas palabras lo que había palpado en esas jornadas mexicanas de febrero de 2016: “Me alienta ver tanta alegría en medio de tanto sufrimiento”.

Las raíces católicas de nuestra identidad son tales que hasta al ateísmo local o al “laicismo” le dan un color peculiar. Son sobre todo un don y como todo don, han de ser también una responsabilidad. Pues no basta un lazo sutil o débil con esas raíces que podemos fechar en aquel octubre de 1492, sino tener y contagiar el entusiasmo por Jesucristo y el Evangelio de los primeros evangelizadores de América. El Papa Francisco nos alienta: “El entusiasmo evangelizador se manifiesta en esta convicción: tenemos un tesoro de vida y amor que no puede engañar, un mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita se cura con un infinito amor” (Amoris Laetitia, n. 265).