KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Palabra y silencio a la luz de la Biblia

Autor: 
Danilo Medina L.
Fuente: 
VP - Colombia

Palabra y silencio son dos realidades inseparables que constituyen la base misma de todo proceso de comunicación. En las Sagradas Escrituras tienen tanta importancia y significación, que se convierten prácticamente en un eje transversal que atraviesa toda la revelación bíblica, lo cual es un hecho más que lógico si tenemos en cuenta que la Biblia es fundamentalmente comunicación.

El Papa Benedicto XVI, en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales del año 2012, magistralmente puso de relieve la estrecha relación entre estas dos realidades en el contexto de la tarea que le corresponde a la Iglesia en el anuncio del Evangelio. El elocuente título de su mensaje era: “Palabra y Silencio: camino de evangelización”.

Desde el primer párrafo de su Mensaje, el Papa advierte que la relación entre palabra y silencio constituye un aspecto fundamental en todo proceso humano de comunicación, pues son “dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca un cierto aturdimiento o porque, por el contrario, crea un clima de frialdad; sin embargo, cuando se integran recíprocamente, la comunicación adquiere valor y significado”.

Esta premisa nos motiva a adentrarnos brevemente en el sentido que estas realidades tienen a lo largo de la historia de la salvación como nos la presenta la Sagrada Escritura:

a) Palabra:

Desde las primeras páginas de la Biblia, en los preciosos y poéticos relatos de la creación, se nos presenta el protagonismo de la Palabra creadora de Dios. Ella es la que pone orden en el caos y la soledad de los orígenes, y resuena en los abismos para dar existencia y vida al mundo y a cuanto contiene, incluido el ser humano. Aquel “Dijo Dios” se vuelve una especie de estribillo con el que inicia cada día de la creación (cf. Gén 1,1–2,4a). Y de allí en adelante, esa Palara se va haciendo cada vez más presente y activa en ese diálogo entre Dios y la humanidad, testimoniado por los textos inspirados, cuya riqueza es inagotable (cf. Papa Francisco, Aperuit illis, n. 2).

Los patriarcas son interlocutores privilegiados de Yahvé-Dios. Con ellos el Señor dialoga de manera directa y personal (Dijo el Señor a Abrán: “sal de tu tierra…”: Gén 12,1), y ellos supieron escuchar esa Palabra y transformarla en programa de vida al obedecerla (Abrán partió, como le había dicho el Señor: Gén 12,4). Abraham fue el primer modelo de este proceso de comunicación, y por eso su actitud fue propuesta como el gran ejemplo de la fe. Después de él, sus descendientes y sucesores se esforzarán por seguir ese mismo sendero.

Moisés es otro caso paradigmático; de él se dice en el libro del Éxodo que “El Señor hablaba a Moisés cara a cara, como se habla entre amigos” (Éx 33,11). Y en efecto, desde que recibió la llamada del Señor en el episodio de la zarza que ardía sin consumirse (cf. Éx 3,4-12)[1], Moisés empeñó todo el resto de su vida en obedecer esa Palabra divina, prestando su servicio en el diseño liberador de Dios a favor de su pueblo. En este proceso hubo un momento de particular protagonismo de la Palabra del Señor, en el contexto de la Alianza en el Sinaí, cuando Él comunicó en el código legal (Torah) sus mandatos y recomendaciones, que más que ser una imposición esclavizadora, eran un “camino de sabiduría” para el bien de todos, para que fueran fuertes y felices, para que tuvieran identidad como pueblo de Dios en medio de las otras naciones (cf. Éx 20,1-21: “Dios pronunció estas palabras”; Dt 10,12–11,25). Desde entonces, y a pesar de sus dramáticas y recurrentes infidelidades, el pueblo elegido trató de guiar sus pasos por esa Palabra de Yahvé contenida en la Torah.

Cuando el pueblo extraviaba sus pasos tras los falsos dioses, venía la Palabra del Señor sobre los profetas o a través de ellos, para interpelar, sacudir e invitar a la conversión (cf. 1R 21,28; Jr 7,1-2ss; 33,1; Ez 1,3; 3,1-4[2]; 6,1; 7,1; 21,1; 28,11; 33, 1; Jon 1,1; Ag 1,3; etc.). Los oráculos que el Señor transmitía a través de los profetas, recordaban la esencia de aquella Ley originaria, que muchas veces el pueblo olvidaba o desatendía, y por eso los reclamos y admoniciones de los profetas eran tan enérgicos y contundentes: “¿A quién he de hablar? ¿A quién conjurar para que escuche? Vean, su oído está incircunciso, no puede escuchar. Vean, la palabra del Señor es para ellos objeto de irrisión; han perdido su gusto” (Jr 6,10). Y se anuncia que llegarán días en los que el pueblo no tendrá hambre del pan, sino de la Palabra de Yahvé que han despreciado (cf. Am 8,11).

También la literatura sapiencial de la Biblia pone en evidencia la centralidad de la Palabra del Señor en la vida del creyente. Desde tiempos antiguos, los sabios guardan en el corazón la Palabra de Yahvé y la conservan como un tesoro (cf. Pr 3,1; 7,1-3). En efecto, en las palabras del Señor, el creyente encuentra su alimento y mayor riqueza (cf. Sb 16,26; Sal 12,7; 19,11; Job 22,22-25). En medio de las pruebas y aflicciones, la Palabra del Señor se vuelve motivo de esperanza y seguridad, pues ella es la luz que ilumina el camino de la fe y da vida a quien siente desfallecer (cf. Sal 119,37.77.81.105). Escuchar, atender y obedecer las palabras que el Señor comunica es garantía de felicidad y sabiduría (cf. Sal 78,1; Pr 4, 20; Eclo 32,15).

En los albores del Nuevo Testamento, esa palabra del Señor se sigue comunicando de diversas maneras, sea mediante sus mensajeros (cf. Lc 1,26ss), sea mediante sueños revelatorios (cf. Mt 1,18-25), para anunciar y preparar la plenitud de los tiempos con la llegada de su Hijo, que asume nuestra condición humana para redimirla; y ese acontecimiento central de la historia es interpretado, precisamente, como el momento en el que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). De hecho, la encarnación del Hijo de Dios señala el cumplimiento de todas las palabras y promesas anunciadas por el Señor en el Antiguo Testamento, es la muestra por excelencia de la fidelidad de Dios, es su “amén” (cf. 2Co 1,19- 20; Ap 3,14). Cristo es el Hijo de Dios que nos ha venido a revelar y hacer conocer al Padre, Él nos lo ha contado (cf. Jn 1,18).

Toda la vida de Jesús representa la más clara y perfecta comunicación de Dios a la humanidad. Así es como el autor de la Carta a los Hebreos interpreta en clave de comunicación toda la historia de la salvación: “Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo. Él es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser, sostiene todas las cosas con su palabra poderosa…” (Hb 1,1-3). El apóstol Juan, en la primera carta que se le atribuye, expresa algo muy similar, pero a partir de su propia experiencia de vida junto al Maestro: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, pues la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y les anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; eso que hemos visto y oído lo anunciamos a ustedes…” (1Jn 1,1-3; cf. Jn 1,1-18).

El evangelio de Juan pone de relieve el carácter revelador de las obras de Jesús; de manera que no solo con sus palabras Él habla y comunica: los signos que realiza son también manifestación de su gloria que busca conducir a la vida eterna a quienes deseen creer en Él (cf. Jn 2,11; 20,30-31). De manera que en Jesús todo es comunicación: su vida, sus acciones, sus enseñanzas. Obviamente, referirnos a todas las enseñanzas que el Maestro comunicó, implicaría un trabajo que supera nuestra pretensión en este momento, sin embargo, sí queremos insistir en que siendo Él la Palabra misma de Dios, todo cuanto dijo fue revelación del Padre y de su proyecto de salvación para la humanidad. Él se nutría de “toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,3), y por eso su alimento era hacer la voluntad del Padre que lo había enviado y llevar a cabo su obra (cf. Jn 4,34; 6,38-40).

Guardar la Palabra de Jesús en el corazón y llevarla a la práctica es anticipo y garantía de tener vida eterna (cf. Jn 5,25; 6,63.68; 8,52); precisamente porque las palabras que comunica Jesús vienen del Padre Dios, son Palabra de Dios (cf. Jn 3,34; 8,28; 12,49- 50; 14,24; 17,8.14). Esa palabra de Jesús tiene poder para realizar prodigios, para sanar, para devolver la vida (cf. Jn 2,1-11; 11,43; Mt 8,3; 15,28; etc.), es viva y eficaz, como espada de doble filo que lo discierne todo y escruta los sentimientos y propósitos más secretos del corazón humano (cf. Hb 4,12). Isaías ya había anunciado que la Palabra de Dios era como aquella agua que llueve del cielo para fecundar la tierra y permitirle dar fruto (cf. Is 55,10-11). También en los evangelios se compara el poder de la Palabra de Dios con el de la semilla que cae en tierra y germina, dando fruto en abundancia, dependiendo de la calidad del terreno que la reciba (cf. Mt 13,13ss).

Después de su infatigable labor, y previendo su cercana muerte redentora, el Señor envió a sus apóstoles a comunicar y retransmitir su Palabra hasta los confines de la tierra (cf. Mt 10,14; 28,19-20; Lc 9,1-6; 10,9; Mc 16,15-20). Obedeciendo la orden de Jesús que los enviaba, los apóstoles fueron a cumplir el encargo, empezando por Jerusalén, y luego toda Judea, Samaría y hasta los confines del mundo (cf. Hch 1,8; 3,6). Especialmente con la actividad apostólica de San Pablo y su equipo evangelizador, la Palabra de Jesús, su mensaje de salvación, rompió las fronteras y se abrió caminos entre las naciones paganas. La conversión del mundo grecorromano fue posible por la acción del Espíritu Santo, y gracias a que ellos supieron acoger la palabra de la predicación de los apóstoles no como una teoría filosófica más, sino como Palabra de Dios viva y operante en ellos (cf. 1Ts 2,13). Y a lo largo de los siglos, en la acción evangelizadora de la Iglesia, ha seguido resonando esa Palabra como anuncio de vida y de salvación, y seguirá llegando a cada persona, a cada pueblo y cultura, gracias a la acción misionera de la Iglesia que está firmemente convencida de las palabras del mismo Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán” (Mc 13,31; Mt 24,35; Lc 21,33).

b) Silencio:

“El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados solo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena” (cf. Benedicto XVI, Mensaje JCS 2012).

En la revelación bíblica el silencio está presente de muchas maneras, especialmente como condición imprescindible para la “escucha” del Señor. El concepto del “desierto” también está estrechamente ligado a la idea del silencio, entre tantos otros matices de su rico significado. En efecto, el desierto se convierte en lugar y ambiente privilegiado para el silencio fecundo que abre el corazón a la Palabra del Señor, es su antesala y preparación (cf. Is 1,2).

El pueblo de Israel, durante su peregrinación por el desierto tuvo que aprender a escuchar la voz de Dios, y distinguirla en medio de las numerosas voces de falsos dioses que le llegaban con propuestas distintas. El Sinaí fue lugar privilegiado de silencio para escuchar la voluntad de Dios revelada en su Torah: “Guarda silencio y escucha, Israel. Hoy te has convertido en el pueblo del Señor, tu Dios” (Dt 27,9). Pero apenas habían recibido esa Palabra, muy rápidamente permitieron que se embotara el corazón para escuchar y seguir otras voces de idolatría (cf. Éx 32,1ss). A lo largo de la historia, frecuentemente el Señor debía reconducir al desierto a su pueblo, para restaurarlo, perdonarlo, devolverle la capacidad de escucha y hablarle de nuevo al corazón (cf. Os 2,14; Ez 20,35).

Un episodio muy elocuente que ilustra la importancia del silencio como ambiente ideal para la escucha y el encuentro con Dios lo encontramos en la historia del profeta Elías (cf. 1R 19,11-18). La presencia de Dios se manifiesta en el silencio y en la calma, no en el ruido estruendoso ni en los acontecimientos tormentosos o apabullantes. En este mismo sentido, el ejemplo y la enseñanza de Jesús llevan a privilegiar el silencio y la quietud. Son abundantes, sobre todo en Lucas, las referencias al retirarse de Jesús a lugares apartados para orar. La búsqueda del silencio y la soledad facilitaban el encuentro y el diálogo con el Padre Dios (cf. Lc 3,21; 4,42; 6,12; 9,10.28; 11,1; 22,41; Mc 6,32; Mt 14,23; Jn 6,1.15).

Esto nos permite recordar el valor de la interioridad en la práctica y la enseñanza de Jesús: hay que saber “entrar en sí mismos” (cf. Lc 15,17), hay que hacer silencio para encontrarse consigo mismos y con Dios en lo profundo del propio corazón, pues es de lo profundo del corazón humano de donde brotan tanto los buenos y nobles sentimientos y propósitos, como aquellos no tan bueno (cf. Mc 7,6-23; Mt 15,1-20).

Es cierto que existe en la tradición bíblica otro silencio, no tan positivo, y que es el que percibe el ser humano en el Creador, en determinados momentos; es aquel silencio de Dios que se experimenta como aparente abandono suyo en las situaciones difíciles. Algunas veces, Dios parece enmudecer o esconderse, no dejarse encontrar ni sentir. Sobre todo, algunos Salmos, Habacuc y Job dan testimonio de aquel silencio indiferente de Dios, que incluso llega a ser experimentado como desprecio o indiferencia, como si Él ya no escuchara el clamor de quien sufre y lo invoca esperando su intervención (cf. Sal 10,1; 35,17-22; 83,2; 109,1; Ha 1,2-3.13; Job 24,12; 34,27-30). Sin embargo, los mismos autores sagrados interpretan ese silencio de Dios como una especie de recurso pedagógico del Señor, para que el ser humano no deje de buscarlo y de quererlo encontrar y escuchar (cf. Sal 121,1; Pr 1,24-33; Os 5,15). Hay que recordar que: “el Dios de la revelación bíblica habla también sin palabras: Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada… El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio” (Verbum Domini, 21). Sí, en el silencio de la cruz habla la elocuencia del amor de Dios vivido hasta el don supremo”

En definitiva, desde la perspectiva del creyente, el silencio es la actitud conveniente y necesaria, no solo como signo de sabiduría y prudencia humana (cf. Pr 12,18; 13,3; 17,27), sino, sobre todo, como valor espiritual que prepara y dispone a la escucha de la voz del Señor, pues “si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios […]. De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y oído”, para que todos estemos en comunión con Dios (cf. 1Jn 1,3). La contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su Mensaje de vida, su don de amor total que salva” (cf. Benedicto XVI, Mensaje JCS 2012).

Acerca del autor: Danilo Antonio Medina Leguizamón es sacerdote colombiano de la Sociedad de San Pablo. Es licenciado en Teología en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y licenciado en Ciencias Bíblicas en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Prepara su doctorado en Teología Bíblica en la UPB-Itepal. Es profesor de Sagrada Escritura y asignaturas afines en varias universidades (entre ellas, la Universidad Javeriana y la Universidad San Buenaventura, en Colombia), responsable de cursos bíblicos y vocal de la Asociación Colombiana de Escrituristas Católicos (ACEC). Fue profesor y formador del Seminario Menor de los Padres Paulinos, maestro de novicios y rector del Teologado Paulino en dos ocasiones. En los últimos años ha sido director del Centro de Estudios San Pablo (Filosofado Paulino), maestro de Postulantes (2008-2011, 2013) y maestro de Novicios (2012). Actualmente (2017-2021) es Superior Provincial de la Sociedad de San Pablo (Provincia Colombia-Ecuado-Panamá).