KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

¿Quieres curarte?

Autor: 
Enrique Monasterio
Fuente: 
Pensar por libre

El búho aún no había nacido cuando Rubén se rompió la espalda por una mala caída y quedó paralítico. Ahora —treinta y ocho años después—  su hermano Elías lo arrastra en la camilla por las enmarañadas callejuelas de la ciudad justo al rayar el alba. Rubén ya apenas se queja, a pesar de que las asperezas del camino le dejan molido como si  hubiera recibido una paliza.

Al llegar frente a la piscina de Bethesda, Elías lo deposita siempre en el mismo lugar. Allí están sus amigos: Esther,  Marcos, Tobías, cada uno con su mal a cuestas. Sí, el búho contempla la escena.

Una bella pregunta

El Maestro llegó al caer la tarde. Mis amigos y yo habíamos compartido la comida que traíamos y jugábamos a los dados y a la taba, apostando monedas imaginarias. Día tras día seguíamos el mismo ritual.

Ninguno conocía a Jesús, pero cuando apareció junto a la piscina se hizo un silencio denso, como el que se guarda en presencia del Sumo Sacerdote.

El Señor me miró (“¿por qué a mí?”) y me hizo la gran pregunta:

— “¿Quieres curarte?”

¡Claro que quería curarme! Por eso venía cada día a este lugar, igual que la muchedumbre de enfermos que me rodeaban. Según los viejos, de tarde en tarde baja un ángel y remueve las aguas del estanque. Aseguran que el primero en lanzarse queda curado de todos sus males. Ni mis amigos ni yo habíamos presenciado jamás ese supuesto milagro y sabíamos que nos sería imposible entrar en el agua antes que nadie, pero, después de tantos años, ¿qué otra cosa podría hacer? Allí estaban mis compañeros, mi partida de dados, incluso la copa de buen vino, que en los días fríos traía mi amiga Esther.

Traté de explicar todo eso al Maestro, pero él insistió:

— “¿Quieres curarte?”

¡Qué liviana fue mi camilla cuando Jesús me dijo que la cargara sobre los hombros y volviera a casa! Tan feliz iba yo que incluso me olvidé de despedirme de los demás enfermos…

Han pasado algunos meses y he vuelto a trabajar en la herrería. Ahora voy, vengo, salto y corro sin la menor dificultad; pero nadie está curado del todo, y yo, desde luego, no lo estoy. 

Hablo del pecado, que aún es capaz de encadenarme más que ninguna invalidez del cuerpo. Las tentaciones más inconfesables se abrazan a mi carne como una sustancia repugnante de la que no sé si quiero librarme del todo.

Muchas veces he pedido perdón al Señor, y es entonces cuando vuelvo a escuchar la más bella pregunta que me han hecho en toda mi vida, y a la cual nunca he sabido responder con elocuencia:

— “¿Quieres curarte?”

— “Señor, tú sabes que el pecado es parte de mi existencia. Tú me has creado así. ¿Por qué me pides lo imposible? Yo no quiero ofenderte. Daría mi vida antes que hacerte daño, pero necesito huir de ti de vez en cuando, olvidarme de tu amor y refugiarme en otros afectos, aunque dejen en mis labios el sabor agridulce de la cobardía y la vergüenza”.

Un día me atreví a responder a Jesús que quería dejarme curar del todo y seguirle. Y fue precisamente cuando se repitió el milagro de la piscina. Desde entonces, cuando hablo con algunas personas tristes, casi sin esperanza, les hago la gran pregunta en nombre de mi Señor:

— “¿Quieres curarte?”

 

Confrontar: Juan 5:1-18 (“El paralítico de Bethesda”)