KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

San Justino, mártir

Autor: 
Ángel Gutiérrez
Fuente: 
RD

No es fácil resumir en pocas palabras una vida tan densa en la que confluye el filósofo cristiano, el santo y el mártir, sin que podamos prescindir de ninguna de estas tres dimensiones, porque van íntimamente ligadas. Y si las separamos quedaría desarticulada la vida de Justino, este gran hombre, laico para más señas.

Justino desde sus comienzos, fue un hombre dominado por la búsqueda de la verdad. Perteneció a las primeras comunidades de cristianos. Debió nacer hacia el año 100 d.C. en Flavia Neápolis, la ciudad conocida en el Antiguo Testamento como Siquem, donde tuvo lugar el encuentro de Jesús con la Samaritana, pero su familia no estuvo vinculada al judaísmo, sino que era pagana, de habla griega. Fue en este contexto donde se educó Justino, quien desde muy temprano se entregó de lleno al estudio de la filosofía. Así nos lo cuenta él mismo en su Diálogo con Trifón.

Entró en contacto con los estoicos y pensó que a través de su severa moralidad podía encontrar en ellos la paz que su alma necesitaba, pero al no ser así buscó en otras escuelas: pitagóricos, neoplatónicos, que tampoco acabaron por satisfacerle. Su corazón siguió hambriento, hasta que en el ejemplo de humildad y fraternidad de los primeros cristianos encontró satisfacción a sus anhelos. Justino descubrió que los mártires cristianos eran los que poseían la sabiduría plena, en el conocimiento de que la razón por sí sola no basta. Así que, a sus treinta años, este buscador de la verdad se abrió a la fe cristiana y en ella encontró la respuesta a sus inquietudes. A partir de este momento lo que le preocupó fue hacer partícipes a los demás de este prodigioso hallazgo, bien sea a través de la palabra, bien a través de los escritos. Y cómo no, sirviéndose del ejemplo, porque Justino fue un cristiano consecuente, que puso en práctica la teoría, llegando a darlo todo, hasta la propia vida.

Unión entre filosofía y fe

Su abrazo sincero al cristianismo no le impidió para nada seguir filosofando, solo que ahora podía hacerlo con más seguridad y gozo. La fe le ayudaba a entender, pero también a la inversa, el entender le atestaba que lo más razonable del mundo es creer. Tuvo un motivo, el mejor de todos, para abrir una escuela en Roma y dar a conocer allí las excelencias de la fe en Jesucristo. Dicha escuela hubo de ser probablemente la primera de filosofía cristiana, y se conoció como el Didascáleo romano, justo donde estudió Taciano. Desde el principio Justino supo que la filosofía estaba llamada a jugar un importante papel dentro del cristianismo y por eso desde la cátedra de filosofía por él fundada sirvió a la causa de Jesucristo. Po esta razón hoy es considerado el más grande apologista del siglo II.

Justino mártir

Justino no solo fue un filósofo cristiano que rumió reflexivamente los contenidos de la fe, también fue un hombre intachable, un santo que vivió lo que pensaba, que permitió a su alma llenarse de Jesucristo, dejándose poseer por Él. Justino fue ese maestro que supo nutrir su vida moral y su ejemplar existencia con el espíritu de fe y con la fuerza de la gracia.

Dejó dicho que los grandes maestros de filosofía como lo fueron Sócrates o Séneca habían tenido discípulos que los admiraban, pero ninguno de dichos discípulos estuvo dispuesto a dar su vida por ellos. En el caso de Jesús fue distinto: sus seguidores no dudaron en morir por Él. Justino, de hecho, tuvo que padecer la persecución a causa de la fe. A finales del siglo I, el filósofo Crescente, su enemigo, vio llegada la ocasión propicia para vengarse de él, y logró que a Justino se le condenara a muerte de manera inmediata. Ello sucedió en tiempos del emperador Marco Aurelio, cuando el prefecto de Roma era Junio Rústico, hacia el 165. Justino dio testimonio de su fe con su propia sangre. Sus últimas palabras fueron: “Nuestro mayor deseo es sufrir a causa de Nuestro Señor Jesucristo y ser salvos”.

Festividad: 1 de junio.