KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Un camino para ser feliz

Autor: 
Cristo Rey García Paredes
Fuente: 
FC / MX

La alegría es el síntoma de la felicidad, es luminosa, expansiva, energizante. Nos acompaña en los momentos más bellos de la vida. Nos abandona cuando el ámbito vital se estrecha, cuando todo se hace angosto en torno nuestro. Su ausencia se expresa en un rostro sombrío e inexpresivo.

Felicidad y alegría son cómplices de una vida que tiende hacia la plenitud. Son graduales. Si aparece la felicidad, la alegría es su compañera inseparable y ambas caminan hacia un “sueño imposible”.

Pero, ¿qué es la felicidad? ¿En qué consiste? ¿Es una posibilidad real o meramente una ilusión? La felicidad es aquello que afecta determinantemente nuestra forma de ser. La alegría, por su parte, expresa un estado del alma. Pero es lógico decir que el estado de alegría anuncia que se acerca de alguna manera la felicidad.

La alegría se vende cara. De hecho, no hay demasiada gente alegre. ¡Cuántas lamentaciones! ¡Cuántos miedos, temores, culpas y escrúpulos de conciencia! Sonrisas de cortesía o de evasión nunca faltan. Por ello la urgente pregunta: ¿Somos felices? ¿Estamos alegres de verdad? ¡No nos engañemos! Con frecuencia sentimos perder la felicidad y caer en desgracia. Tal vez haya que decir que en ocasiones vivimos bastante por debajo de nuestras posibilidades de felicidad. Propongámonos, pues, reflexionar algunos puntos  esenciales que nos pueden encaminar a eso que llamamos alegría, felicidad.

1. Pregúntate por la felicidad

La felicidad es inseparable del sentido de la vida. Hay preguntas que hemos de hacernos aunque la respuesta sea ardua: ¿Qué me importa de verdad? ¿Qué necesito para ser feliz? ¿Qué me lo impide? ¿Qué es lo más importante en mi vida?... Lo cierto es que no hay un criterio objetivo para saber qué es importante o no en nuestro existir. Nuestra sociedad considera importantes algunas cosas, las cuales ocupan el primer plano en los medios de comunicación social. Pero nuestra subjetividad nos muestra que hay otras realidades, mucho más importantes para nosotros, que la sociedad no capta como tales. ¡De ellas depende nuestro equilibrio emocional, nuestra felicidad!

La felicidad no es una meta, sino un resultado. Es el bienestar extático resultante del encuentro con la Belleza, la Bondad, la Simpatía infinita de Dios. Todos los seres humanos tenemos vocación a la felicidad, porque el Señor nos ama y desborda ese don en mayor medida de lo que podamos pretender.

2. ¡Potencia tu deseo de felicidad!

La felicidad es algo irrenunciable de los humanos. La felicidad es nuestro “imposible necesario”. Por eso es importante desearla, conquistarla. Pero ¿cómo? Un caso seguro es que no hay felicidad sin encuentro. Ni encuentro sin relaciones interpersonales. Ni relaciones interpersonales sin intimidad mutua, sin amor, sin intercomunicación. Ser felices es el resultado del encuentro de amor que llena la vida, es el resultado del encuentro por excelencia (con Dios y con el prójimo).

Sin embargo, hay quienes se resignan a no hacer de la felicidad un objetivo vital. Esperan, tal vez, la felicidad eterna, pero no la felicidad de cada día, esa dosis de felicidad que Dios va distribuyendo diariamente entre nosotros. Para esas personas ¡son muy pocas cosas las que les importan de verdad! Tal vez el poder realizar la propia parcela de trabajo, el cuidar la propia salud, el vivir con un cierto desahogo, el que los “dejen tranquilos”, el seguir su propia marcha sin demasiadas complicaciones… Pero ese es el camino de la mediocridad, porque viven sin grandes pasiones.

Quienes tienen el talante de resignados no creen tener vocación para la felicidad, ni los carismas adecuados para vivirla. Son personas que se dejan vencer por la cobardía y la desesperanza. Se niegan a ejercer su responsabilidad vital.

Sin embargo, la vida es respuesta, proyecto, opción, pretensión. Sí, eso somos, ¡somos deseo!

3. ¡Atrévete… no temas la felicidad!

Uno de los factores que hacen más difícil la felicidad es no atreverse a desear. Hay quienes se contentan con una felicidad mínima y renuncian a la búsqueda de plenitud. El temor y la falta de imaginación son enemigos de la felicidad donada.

La felicidad no existe en cuanto tal. Es resultado de un encuentro, de una experiencia que afecta toda la vida. Y para que se produzca el encuentro es necesario desatarse, liberarse, desinstalarse… El miedo a la libertad coincide aquí con el miedo a la felicidad. El temor a dejar de ser uno mismo, a acoger lo desconocido, a desajustar nuestros esquemas.

Curiosamente, el temor a la felicidad coincide también con el miedo a la infelicidad. A veces nos vemos atrapados por el miedo y nos sentimos incapaces de esperar lo bueno. Tenemos miedo a un cáncer, a descubrir un secreto desgraciado, a perder la fama… El miedo nos fatiga, nos hace suspicaces. Es difícil hacer algo de importancia mientras persista en nosotros cualquier forma de miedo. Sólo la felicidad que consiste en la libertad nos permite realizar cosas importantes, desplegar nuestros carismas.

También la falta de imaginación nos impide acoger la felicidad. La imaginación es como el deseo de una revelación imposible que adviene como pura gracia, es aquella facultad interior que nos permite experimentar anticipadamente la plenitud personal.

La felicidad es el regalo que reciben quienes se arriesgan, quienes sueñan lo imposible y están dispuestos a jugárselo todo. No hay riesgo sin superación del miedo; no hay realismo sin imaginación. El que se expone a ser feliz, se expone también a ser infeliz. Pero el que no se expone, el que no se arriesga, no será ni una cosa ni la otra.

4. ¡Hazte como niño… abandona tu aburrimiento!

Quienes mejor aprenden el arte de ser felices son los niños. Jesús ya nos lo dijo: “Para entrar en el Reino de la felicidad es necesario ser como ellos: no sentirse demasiado importantes y vivir abiertos a las sorpresas de cada día” (cfr. Mt 18,3). Es admirable esa despreocupación de los pequeños, las mil formas de entretenimiento que se inventan, la intensa admiración con la que se dejan impresionar por la realidad, la imaginación con la que superan la monotonía de una vida que aparentemente es siempre igual.

Los niños nos enseñan a superar el vacío. Ese vacío que se experimenta cuando aparece el aburrimiento, que brota sobre todo en medio del bienestar de la abundancia, de la seguridad. Y donde hay aburrimiento no hay felicidad.

De los niños también podemos aprender que no es esencial para nuestra felicidad considerarnos muy importantes, ni considerar en exceso nuestro trabajo. Eso coincide con aquella idea que decía Jesús: “La abnegación y el olvido de sí nos preparan para la felicidad”.

5. ¡Diviértete… recréate!

“Di-versión” tiene una curiosa afinidad con la palabra “con-versión”. Para con-vertirse hay que di-vertirse. La diversión dilata la vida, nos da respiro; nos permite volver a la cotidianidad re-creados, con-vertidos. Pero, he ahí la cuestión: ¿qué tipo de diversión convierte?

Hay diversiones que no divierten: nacen de la falta de creatividad, no tienen lugares, presencias, paisajes, historia. Por eso hay que optar por las cosas más nobles, aquellas que dilatan la vida, nos hacen gozar, soñar, sentirnos interpelados. Diversiones sanas son aquellas que nos re-crean, que entretienen y potencian para volver a lo cotidiano con nueva energía.

La capacidad de juego, de diversión, forma parte de la infancia espiritual que anuncia el Reino aquí en la tierra. Las sanas diversiones hacen simpática y atrayente nuestra forma de vida. Una persona sin diversiones, sin juego, es un triste hijo de Dios.

6. ¡Ensaya a morir… sonriendo!

No son muchos los que consiguen mantener la felicidad a pesar del ambiente negativo que les rodea. Dichas personas son admirables, porque han logrado el equilibrio en su vida.

De ellas hemos de aprender su conciencia de que todo acaba... Todo menos el amor. Porque el amor conlleva un deseo imposible, y es la mejor profecía de la resurrección. Es un grito por la inmortalidad del alma y del cuerpo. En efecto, quienes no creen en el más allá, tampoco creen de verdad en el amor. El amor nos instala en el “desde siempre” y “para siempre”. Quien ama con todo su ser, ama con su pasado, con su presente y con su futuro. El amor es el símbolo de totalidad.

No hay muerte que pueda superar el amor. El amor transfigura la muerte y supera su mueca atroz, convirtiéndola en serena actitud de espera. Quien tiene en sí la fuerza del amor, es feliz y, por eso, puede sonreír.

Conclusión

Dice la Carta a los Gálatas que uno de los dones del Espíritu es la alegría. Tras el primer don, que es el amor, se habla de la alegría. El tercero es la paz. Allí donde el Espíritu de Dios actúa, todo lo enciende la alegría. El Espíritu es la Alegría de Dios.

Se nos plantea, por tanto, estar vigilando para acoger el don de la alegría, el mejor huésped del alma, que nos trae la felicidad cuando menos lo pensamos.