KÉNOSIS

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Una Iglesia sinodal: ser Iglesia en el tercer milenio

Autor: 
Mario Grech
Fuente: 
VP - México

La pandemia como crisis y como kairós

Desde hace muchos meses la pandemia (Covid-19) golpea a la humanidad desde un extremo al otro del planeta, haciéndonos tocar con mano un aspecto bastante inquietante de la globalización.

No hay duda de que nos encontramos frente a una crisis: muchos incluso sostienen que se trata de la crisis mundial más grande desde el período de la posguerra. Sin embargo, creo que es importante subrayar que la palabra crisis no tiene necesariamente un significado funesto. En el griego antiguo, el sustantivo recuerda la idea de separar, discernir, juzgar. En este sentido, el término posee un matiz positivo, ya que puede transformarse en una ocasión de reflexión, evaluación, discernimiento. Siendo así, sería el presupuesto necesario para mejorar, renacer y emprender un nuevo inicio.

Si queremos utilizar un lenguaje más cercano a la Sagrada Escritura, podríamos afirmar que cada crisis lleva consigo un kairós, es decir, una oportunidad, un tiempo precioso misteriosamente atravesado por Dios, un período propicio que interrumpe el ciclo siempre idéntico de los días y de los años (el krónos) y que nos pide asumir una actitud distinta, es decir, vivir una conversión.

En este horizonte se pueden comprender las palabras con las que el Papa Francisco ha concluido su homilía de Pentecostés del año 2020: “Lo peor de la crisis que ha causado esta pandemia será el drama de desaprovecharla”. El Papa ha repetido, con una expresión de eficacia inmediata, una convicción afirmada varias veces: la convicción de que el tiempo de la cruz es también el tiempo de la gracia, pues incluso en la noche más oscura Dios no hace faltar su estrella y, por lo tanto, toca a los hombres saber extraer el bien del mal.

La teóloga italiana Stella Morra ha comparado el tiempo que estamos viviendo con un tiempo de marea baja, que deja emerger, por un lado, la extraordinaria belleza del fondo: pensemos en este último período en la oración más intensa en tantas familias, en el acercamiento a la espiritualidad, en la búsqueda de nuevas formas de expresar la fe, en la fantasía pastoral de muchos ministros y laicos comprometidos, en la caridad más generosa hacia los “viejos” y “nuevos” pobres, en el nacimiento de nuevas relaciones fraternas y en la profundización de contactos antes muy superficiales y rápidos.

Pero la “marea baja”, al mismo tiempo, trae escombros, como vidrios rotos, botellas de plástico, desechos de todo tipo: me refiero metafóricamente a la fragilidad de las relaciones conyugales y familiares, a la debilidad de nuestros caminos de catequesis, a la desorientación interior de muchos que siempre se consideraban creyentes, sin excluir a algunos pastores.

Si los aspectos positivos deben convencernos de que no podemos volver a modalidades pastorales que existían antes de la pandemia, los negativos —entre algunos cristianos, consagrados y laicos— revelan un enfoque profundamente clericalista.

Nos damos cuenta de que, a pesar de los repetidos llamamientos del Papa Francisco para promover una “Iglesia en salida”, capaz de hacerse cargo de los hombres y mujeres de este tiempo como un “hospital de campaña”, la nuestra sigue siendo a menudo una “Iglesia de sacristía”, lejana de las calles o con la intención de proyectar la sacristía a la calle.

La sinodalidad como recurso para ir más allá de la pandemia

No es exagerado sostener que precisamente la aparición de la pandemia, lejos de desviar la atención de la agenda de reformas eclesiales, está impulsando con fuerza el tema de la sinodalidad como “estilo” de la Iglesia. El teólogo francés Christoph Théobald es conocido por haber hablado del cristianismo como estilo. Con esta expresión pretende afirmar, refiriéndose simultáneamente al Evangelio y al Concilio Vaticano II, que el cristianismo no se ocupa sólo de algunos aspectos de la vida humana, sino que toca la existencia en su totalidad. Se podría decir que el estilo cristiano es una forma de habitar el mundo, un modo específico que se inspira en el ejemplo de Jesús (imitado por sus discípulos) a lo largo de la historia de la Iglesia.

El Papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, nos ha estado ayudando a redescubrir que el estilo cristiano es, necesariamente, un estilo sinodal. La sinodalidad no es una invención de este Papa. Al contrario, es tan antigua como la propia Iglesia, dado que el Nuevo Testamento y la época de los Padres ya nos muestran el rostro de una Iglesia pluriministerial, atenta a valorar los dones y carismas distribuidos a cada uno por el Espíritu Santo, y dispuesta a resolver las cuestiones más complejas con la participación de todos, como en el paradigmático “Sínodo de Jerusalén” descrito en los Hechos de los Apóstoles. Así que nos encontramos en un “retorno a las fuentes”, aunque puedan aparecer nuevos acentos, sobre todo si se compara con los modelos de Iglesia predominantes en los últimos siglos, claramente caracterizados por el predominio de una disposición piramidal.

Si es cierto, como afirmó el Santo Padre en el importante discurso del 50 aniversario del Sínodo de los Obispos, que “el camino sinodal es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”, la sinodalidad se revela también como un don precioso para el tiempo excepcional que vivimos, en el que el “problema común” de la pandemia sólo podrá ser afrontado y superado con un “camino juntos”.

Como sabemos, “sínodo” significa “caminar juntos”: se funden la idea del camino —es decir, de una Iglesia que no es inmóvil sino dinámica y que se extiende por los caminos de la historia— y la idea de estar juntos. Esto es, apoyarse mutuamente, experimentando ser un solo Pueblo de Dios. La Comisión Teológica Internacional lo explica muy bien:

“La sinodalidad expresa la condición de sujeto que le corresponde a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia. Los creyentes son synodoi, compañeros de camino, llamados a ser sujetos activos en cuanto participantes del único sacerdocio de Cristo y destinatarios de los diversos carismas otorgados por el Espíritu Santo en vista del bien común. La vida sinodal es testimonio de una Iglesia constituida por sujetos libres y diversos, unidos entre ellos en comunión, que se manifiesta en forma dinámica como un solo sujeto comunitario que, afirmado sobre la piedra angular que es Cristo y sobre columnas que son los Apóstoles, es edificado como piedras vivas en una casa espiritual (Cfr. 1Pe 2,5), morada de Dios en el Espíritu (Ef 2,22)”.

El estilo sinodal como propuesta para la sociedad civil

Hablar de sinodalidad, en el contexto actual de la pandemia, no significa esconderse detrás de una palabra para los expertos. De hecho, a pesar de ser un término del léxico eclesiástico, la sinodalidad puede convertirse en una propuesta real para la sociedad civil. Esto es lo que insinuó el Santo Padre en las palabras finales del discurso del 50 aniversario del Sínodo:

“Nuestra mirada se extiende también a la humanidad. Una Iglesia sinodal es como un estandarte alzado entre las naciones (Cfr. Is 11,12) en un mundo que —aun invocando participación, solidaridad y la transparencia en la administración de lo público— a menudo entrega el destino de poblaciones enteras en manos codiciosas de pequeños grupos de poder. Como Iglesia que camina junto a los hombres, partícipe de las dificultades de la historia, cultivamos el sueño de que el redescubrimiento de la dignidad inviolable de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad podrán ayudar a la sociedad civil a edificarse en la justicia y la fraternidad, fomentando un mundo más bello y digno del hombre para las generaciones que vendrán después de nosotros”.

No es difícil para nosotros reconocer en estas expresiones el “espíritu” de Gaudium et spes, que desde su prefacio traza el rostro de una Iglesia solidaria con la humanidad, que participa en las alegrías y angustias del mundo, inmersa en los pliegues de la historia y en la fidelidad al misterio de la encarnación del Verbo de Dios.

La sinodalidad, adoptada como principio operativo por el mundo laico, podría ser un estilo que fortalezca las relaciones interpersonales y la fraternidad humana, conjugando los principios de participación, solidaridad y subsidiariedad a los que se refieren los documentos constitucionales de muchas democracias contemporáneas. La sinodalidad es un antídoto contra el cierre egoísta de pequeños grupos y grandes naciones, y nos ayuda a apreciar la belleza de ser una comunidad capaz de integrar creativamente las diferencias. Sin embargo, no debemos engañarnos: caminar juntos no es una empresa fácil, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, y todos debemos formarnos en este ejercicio vital para el futuro.

En este sentido, la sinodalidad puede ayudarnos a repensar el mismo concepto de “bien común”, querido por la doctrina social de la Iglesia y hoy, en época de pandemia, recordado por muchos, con la conciencia, pues la batalla contra el virus sólo se podrá vencer todos juntos, gracias a una alianza entre diferentes actores. A menudo, este concepto del bien común se ha malinterpretado en un sentido utilitario y materialista; de hecho, según una acepción muy difundida, el Common Good consiste en el reparto de bienes e intereses por una pluralidad de individuos. Sin embargo, también tiene otro significado, no limitado a la dimensión económica; un significado según el cual el bien común surge más bien del acuerdo sobre qué valores y objetivos son dignos de la persona humana, contribuyendo a su “buen vivir” y, por tanto, va garantizado a todos los miembros de la comunidad. El bien común, visto desde esta óptica, no sólo tiene que ver con los “bienes”, sino sobre todo con el “bien” integral de la persona, es decir, con lo que permite a los miembros de una sociedad alcanzar la plena autorrealización.

Estas reflexiones nos conducen de manera natural a la última encíclica del Papa Francisco, con su título sumamente evocador: Fratelli tutti, en la que recogió y organizó sistemáticamente algunos temas recurrentes de su magisterio. En cierto sentido, la sinodalidad “rima” con la fraternidad, es decir, representa el presupuesto doctrinal y la traducción jurídica de un concepto —el de fraternidad—  que pertenecía originalmente al ámbito de la reflexión moral.

En la encíclica, el Pontífice afirma claramente que, ante la irrupción de la pandemia de Covid-19, “se evidenció la incapacidad de actuar conjuntamente. A pesar de estar hiperconectados, existía una fragmentación que hacía más difícil resolver los problemas que nos afectan a todos” (núm. 7). Esta constatación, continúa el Papa, “despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Nos hemos dado cuenta de que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos” (núm. 32). Salvarse juntos: ¿no es ésta la esencia de la sinodalidad? Ojalá —continúa el Papa— que al final de la crisis sanitaria ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros” (núm. 35).

Hacia el próximo Sínodo

En algunos aspectos, la irrupción de la pandemia ralentizó los trabajos preparatorios de la próxima Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada por el Papa Francisco el 7 de marzo de 2020 sobre el tema: “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”. Por otro lado, la situación planetaria actual puede ofrecer ideas importantes para abordar un tema tan vasto y complejo de la manera correcta, evitando un “retiro” de la Iglesia en sí misma y sus problemas, sino más bien propiciando una extensa reflexión sobre la relación entre la Iglesia y la sociedad contemporánea. En este sentido, los estudios que se están desarrollando sobre las relaciones entre sinodalidad eclesial y democracia civil pueden resultar útiles, siempre teniendo clara la diferencia fundamental entre ambas.

Un tema tan amplio como la sinodalidad requiere, ante todo, una clara delimitación. Por eso el Santo Padre nos da una orientación muy segura: la referencia a la comunión, la cual permite enraizar la sinodalidad en el misterio de la Trinidad, comunión eterna de las Tres Personas Divinas, haciéndonos comprender que la eclesiología sinodal es un desarrollo coherente de eclesiología de comunión desarrollada por el magisterio posconciliar; la invitación a la participación postula el compromiso de superar el clericalismo, redescubriendo la “individualidad eclesial” de todos los bautizados, incluidas las mujeres, a pesar de la diversidad de ministerios y de los dones recibidos; la llamada a la misión confirma también la convicción de favorecer el desarrollo de una Iglesia cada vez más extrovertida, es decir, abierta al mundo, al que Cristo la envía a llevar la Evangelii gaudium(la alegría del Evangelio).

Sin duda, para lograr estos objetivos será necesario emprender de inmediato una atenta escucha de todas las voces eclesiales. La condición forzada de distanciamiento social que impone el virus nos compromete a idear nuevas formas de encuentro e intercambio, exhortándonos a usar ese don especial del Espíritu Santo que es la “fantasía” y a aprovechar las tecnologías digitales, que nunca como ahora pueden ayudarnos a “acortar distancias”.

Sólo así lograremos un ejercicio de sinodalidad. Sólo así haremos vivo el deseo del Santo Padre de conformar una “Iglesia de la escucha”:

“Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar es más que oír. Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, Obispo de Roma, uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el “Espíritu de verdad” (Jn 14,17), para conocer lo que Él dice a las Iglesias (Ap 2,7)”.

Acerca del autor

Mario Grech estudió filosofía y teología en el seminario diocesano de Gozo. Se licenció en Derecho Civil y Canónico por la Pontificia Universidad Lateranense y se doctoró en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino. Fue nombrando por el Papa Francisco Secretario General del Sínodo de los Obispos (2021-2023) y participó como miembro del Sínodo para la Amazonía (2019).