KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

La Navidad y la pobreza de nuestro mundo

Autor: 
Manuel Olimón Nolasco
Fuente: 
FC-Mx

Contrastes navideños

Apenas el año pasado logré que la comunidad que asiste normalmente al templo que tengo a mi cargo aceptara que el pesebre que se confecciona para la novena previa a la Navidad y que permanece hasta el día de la Epifanía, no tuviera foquitos de colores, “nochebuenas” o reflectores de mucha intensidad. Insistí e insisto en que la luz que ilumina el Nacimiento no viene de afuera, ni ha de competir con la profusión de luces de los centros comerciales, templos del consumismo y de la apariencia. La Luz viene de dentro del pesebre, de ese lugar que en su pobreza y austeridad es el más rico del mundo, es más, de donde viene la verdadera Luz del mundo, más intensa y casi cegadora que cualquier luminosidad mundana: el Hijo de Dios e Hijo de María.

Al no haber exceso de luces externas nos obligamos a acercarnos al pesebre y a musitar una plegaria a quien aleja las sombras del mundo y que en la debilidad de un Niño pequeño es el Rey del Universo. Si queremos que el Nacimiento sea predicación, trasmisión silenciosa de los valores del Evangelio como lo pretendió san Francisco de Asís, autor de esa maravillosa idea, no hemos de estorbar la transmisión del mensaje con luces vanas que parece que en lugar de llevar a ojos, oídos y corazones la limpidez evangélica, llevan el mensaje pagano que calla la verdad de estos días y sólo se atreve a desear “Felices fiestas”, pues parece que hubiera consigna para diluir toda Buena Nueva en conceptos ambiguos y fatuos.

Mirar la pobreza de nuestro mundo

Dirigir la mirada al pesebre de Belén con nuestros ojos interiores, es dirigirla a la pobreza del Niño Dios y contemplar una escena que con naturalidad convoca a la reflexión, pues parece negación de la omnipotencia divina y de la grandeza que todos los pueblos, con toda razón, le han atribuido a Dios. Pero es precisamente esa característica de la Palabra de Dios hecha carne –debilidad, pobreza– la que le da al cristianismo su color especial y su orientación solidaria a las realidades humanas. Se trata de una línea orientadora difícil de definir, cuya mejor descripción –me parece– es la del poeta Paul Claudel: “la sangrienta flor del cristianismo”.

La pobreza, sin embargo, tiene muchos otros escenarios en el mundo en que vivimos:

El primero, desde luego, es el de los pobres a causa de las circunstancias económicas: los que viven en condiciones tales que la subsistencia diaria no está asegurada, quienes están en situaciones de marginación o sin oportunidades de trabajo digno o de una remuneración justa; quienes tienen cerradas las puertas a la educación y a la posibilidad de desarrollar sus potencialidades físicas y espirituales; quienes han sido despojados a causa de la corrupción creciente; quienes no se les ha reconocido su derecho a una nacionalidad y a una tierra, de manera tal que viven en espacios prácticamente cerrados a la comunicación auténticamente humana.

Sin embargo, el mundo de hoy tiene otros tipos de pobreza que muchas veces no reconocemos como tales: la carencia de valores y de sentido de la vida que conduce a un lento suicidio, la del desconocimiento de la auténtica libertad a causa de persecuciones o de la violencia institucionalizada que no es únicamente la de las armas sino la de la opresión de las ideologías y de las falsedades elevadas en ocasiones a “derechos humanos”. De esta manera, ser pobres no se queda dentro de las fronteras de la carencia económica, sino que amplía su horizonte sobrepasando límites y vaciando corazones.

En estas fechas cercanas a la Navidad –no lo dudo– será́ ejercicio saludable detenernos frente a tantas imágenes de la pobreza; no sólo a la que nos refleja el pesebre de Belén, sino todos los pesebres del mundo, aunque unos parezcan mansiones o palacios.

Mirar la propia pobreza

No estarían completas nuestras miradas si no nos acercamos también a las señales de pobreza dentro de nuestro propio corazón, a los signos que no nos dejan ser felices aunque creamos serlo: la pobreza de la soberbia, que no nos permite conocer nuestra propia realidad de seres humanos frágiles y necesitados; la pobreza de la envidia, los celos o los rencores, que nos impiden amar con libertad; la pobreza de nuestra falta de generosidad, el fatal egoísmo que causa tanto dolor en los demás pero también en uno mismo, aunque esto se disfrace con la máscara de la “autoestima”.

Al mundo, a pesar de dos mil años de cristianismo, le falta todavía mucho para teñirse del color del Evangelio. Ese color ha de ser el que nos distinga a los cristianos de los demás, no para sentirnos superiores o seguros de que somos amados por Dios, sino para sentirnos y ser servidores de la humanidad. Es tarea nuestra hacer lo que podamos, comenzando por el testimonio de una vida congruente, para que se acerque el Reino de Dios, para que la petición del Padre Nuestro: “venga tu Reino” se realice en la constancia de nuestros pasos.

El camino del cristiano comienza en Belén. Los caminos de la humanidad entera, como el de los Magos de Oriente, conducen a Belén. ¡Vayamos allá!