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Dios es misericordioso: "El testimonio de la misericordia en la Sagrada Escritura"

Autor: 
CT Internacional
Fuente: 
Kénosis

Santo Tomás de Aquino hizo una afirmación lapidaria en la Suma Teológica, la obra más famosa de la teología medieval. Su afirmación decía: “Es propio de Dios usar misericordia; y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia” (cfr. Sth II, II q. 30, a. 4c). El gran teólogo medieval subrayó el hecho de que la misericordia no expresa solamente una actitud exterior de Dios, y menos aún de debilidad. Ella es en cambio un atributo soberano y omnipotente. Dios, además de revelarse como ser trascendente, santo, eterno y omnipotente, se revela también, y ante todo, como misericordioso. Y aún más: su omnipotencia se manifiesta precisamente en la misericordia.

Así pues, el perdón y la misericordia son, en efecto, un acto soberano de la omnipotencia de Dios, tal y como se patenta en las Sagradas Escrituras, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento.

La misericordia de Dios en el Antiguo Testamento

Las palabras que expresan el contenido múltiple de la misericordia son muchas en todas las lenguas: compasión, piedad, clemencia, caridad, perdón, indulgencia, benevolencia, benignidad, humildad. Pero en el Antiguo Testamento, expresamente en los Salmos, la misericordia de Dios no se expresa solamente con palabras, sino también con símbolos, imágenes y actitudes misericordiosas y amorosas de Dios hacia todas las criaturas, y de manera particular, hacia su pueblo. En los cantos de oración, de invocación y de acción de gracias el Señor es celebrado como “piedad y ternura” (tal y como lo presenta el Salmo 111) y se exalta su nombre que es misericordia y bondad (justo como está patentado en el Salmo 145).

El tema de la bondad y la misericordia del Señor se recuerda a menudo, aunque con leves variaciones en los himnos hebreos. Por ejemplo, el Salmo 86 dice:  “Señor, dueño mío, Dios compasivo y piadoso, paciente, misericordioso y fiel, vuélvete a mí y ten misericordia”. O también como aparece en el Salmo 103: “Como se levanta el cielo sobre la tierra, así vence su misericordia a sus fieles. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con sus fieles”. En todas estas variaciones la bondad del Señor se manifiesta en acciones concretas de perdón, de curación y de ayuda. Por eso es comparado con un buen pastor que conduce con diligencia y premura a su rebaño hacia los pastos abundantes y frescos: “El Señor es mi pastor: nada me falta. En verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas” (dice el Salmo 23).

La ternura de Dios Padre

Pero la presencia dulce y consoladora del Señor en el Antiguo Testamento se expresa también con imágenes de ternura materna. Canta el salmista: “Como un niño en los brazos de su madre, como un niño destetado, así está mi alma en los brazos del Señor” (Sal 131,2). Su esperanza en el Señor es tan grande y total que se puede comparar a la serenidad y a la tranquilidad de un niño en los brazos de su madre. Por ejemplo, para el profeta Isaías Dios es más indulgente y comprensivo que las mismas madres de la tierra: “Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al niño de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidara, ¡yo nunca me olvidaría de ti!” (Is 49,15). Dios tiene una delicadeza materna con los propios hijos que están afligidos y los consuela (Is 66,13).

A Dios también se le concede el título de “Padre del pueblo” (cfr. Éx 4,22-23; Dt 1,31; 14,1; 32,5-6.10-11.18; Jr 2,27), y el de “Esposo fiel y amoroso” (cfr. Is 5,1-7; Éx 16 y 23). Y como padre y esposo él tiene sentimientos llenos de ternura, bondad y misericordia. Pero el título de “padre” atribuido a Dios es un enérgico llamado a la bondad (al mismo tiempo paterno y materno) que Dios como creador y providente demuestra frente al pueblo en caso de necesidad.

Jesús: la misericordia del Padre

Si el Antiguo Testamento expresa la misericordia divina con una multiplicidad de palabras, actitudes y semejanzas, el Nuevo Testamento concentra la manifestación de la misericordia de Dios en la persona y en la obra de Jesucristo: “En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a nuestros padres, por medio de los profetas, hasta que, en estos días que son los últimos, nos habló a nosotros por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2).

Jesucristo, “el Hijo unigénito que está en el seno del Padre”, “imagen visible del Dios invisible” es en su persona, en sus palabras, en sus acciones, en sus actitudes el rostro misericordioso del Padre “rico en misericordia” (cfr. Ef 2,4). Toda su vida, desde su nacimiento hasta la resurrección, es la narración más completa de la misericordia de Dios Trinidad. Él ve, habla, actúa, cura, movido por la piedad y la misericordia hacia los innumerables necesitados, desheredados y enfermos de toda clase y lugar que acuden a él: ciegos, sordos, paralíticos, pecadores, pobres, niños, mujeres, extranjeros, endemoniados, leprosos, enemigos (como dice Lucas en el capítulo 7). Vivísimas son las parábolas de la misericordia narradas por él para anunciar la bondad divina: aquella de la oveja perdida y reencontrada, la de la moneda perdida y recuperada, la del hijo descarriado y vuelto a los brazos abiertos de un padre bueno lleno de piedad (cfr. Lc 15).

En el evangelio de Mateo, respondiendo Jesús a las críticas de los fariseos repite dos veces una afirmación incisiva del profeta Oseas: “Misericordia quiero, no sacrificios” (cfr. Os 6,6). La primera vez lo hace después de haber llamado a Mateo, el publicano, cuando dice a los fariseos: “Vayan y aprendan qué significa: misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13). La segunda vez lo hace al responder a los fariseos que criticaban a los discípulos por haber cosechado las espigas en día sábado para quitarse el hambre, repite: “Si ustedes hubieren comprendido qué cosa significa: misericordia quiero y no sacrificios, no habrían condenado a ninguna persona inocente” (Mt 12,7).

Pero más allá del mensaje de Jesús, el misterio pascual de su muerte y resurrección es el vértice de la revelación de la misericordia divina: es el ofrecimiento del Hijo al Padre misericordioso en el abrazo de amor del Espíritu Santo. Por amor el Padre envía a su Hijo al mundo. Por amor Cristo se ofrece al Padre por la redención de la humanidad pecadora. Y por amor Cristo resucitado dona a su Iglesia el Espíritu Santo (Jn 20,22-23). De hecho, el último gesto de Cristo resucitado fue entregar a sus discípulos el poder divino de perdonar los pecados, lo cual iba acompañado de la exhortación a creer en Dios misericordioso y en el Hijo que es encarnación definitiva de la misericordia (cfr. DM no. 8).

La vocación del cristiano: una llamada a la misericordia

Toda la existencia de Jesús, Hijo de Dios encarnado, está tan llena de bondad y de misericordia. Por eso es que san Juan, el testigo verdadero (cfr. 3Jn 12), define a Dios con una sola palabra: ágape (que significa amor, caridad: 1Jn 4,8.16). Con esto se lleva a cumplimiento la revelación del nombre de Dios en el Antiguo Testamento: “Dios es Aquel que es piadoso y misericordioso” (Éx 34,6).

Si el amor es la naturaleza de Dios, por tanto, también la criatura, imagen semejantísima de Dios, está llamada a hacer misericordia: “Sean misericordiosos como es misericordioso su Padre celestial” (dice Lucas en el capítulo 6,36). Se trata de adquirir la perfección de la caridad del Padre: “Sean perfectos como perfecto es su Padre celestial” (Mt 5,48). El apóstol Pablo dice: “Él es el Padre misericordioso y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación, para que nosotros, en virtud del consuelo que recibimos de Dios, podamos consolar a los que pasan tribulación” (cfr. 2Co 1,3-4). Pues así ha hecho Jesús, que ha llegado a ser “un sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que se refieren a Dios, para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2,17). Por eso la misericordia es la bienaventuranza de todo discípulo de Cristo: “Bienaventurados los misericordiosos porque encontrarán misericordia” (Mt 5,7).

Hasta este punto podemos decir que la vida cristiana, cuya fuente existencial no es otra que la Palabra de Dios, está llamada al crecimiento en gracia y misericordia. Crecimiento que debe efectuarse al modo como Jesús ordenó a sus discípulos: “Siendo perfectos como Dios Padre es perfecto” (Mt 5,38). Este cometido cobra especial valor en la mentalidad contemporánea, la cual “parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende, más bien, a marginar de la vida y a erradicar del corazón humano la misericordia y la compasión” (DM no. 2).

Así pues, la misericordia divina es la raíz, el principio de todas las obras de Dios. Ella las compenetra con su fuerza y las domina. Con su título de fuente primera de todos los dones, ella es la que más influye; por esto supera a la justicia que está en segundo lugar y que le está subordinada.

La obra decisiva del Padre es la misericordia. En ella se encierra el misterio del amor que lleva hasta el perdón y nos llama a todos a una existencia nueva: la de los verdaderos hijos de Dios.

Fuente: Comisión Teológica Internacional