KÉNOSIS

Portal del Padre Rafa

Los cristianos ante el desafío ecológico

Autor: 
Xabier Pikaza
Fuente: 
VP - Mexico

En las últimas décadas los hombres nos hemos vuelto eminentemente “creadores” (vamos dando forma a nuestro mundo), pero también hemos descubierto que con nuestras “creaciones” podemos destruir el equilibrio de la vida en la Tierra.

Muchos acontecimientos dejan ver que el dominio que tenemos sobre el mundo es para ponerlo al servicio del sistema de poder y sus privilegiados, dejando que las grandes mayorías no puedan disfrutar de él, y poniendo así en riesgo el mismo equilibrio de la vida vegetal, animal y humana del planeta.

En ese contexto, es necesario que hagamos conciencia del desafío ecológico al que nos enfrentamos: “O nos cuidamos unos a otros y cuidamos nuestro planeta Tierra o nos destruimos como especies definitivamente”.

La era de la ecología

Los desastres ecológicos y la amplia degradación del medio ambiente están orillando a la humanidad a reflexionar sobre su capacidad para destruirse a sí misma (en el plano cósmico, personal y social), ya que con el tipo de ciencia, de política y educación que imperan en nuestros días corremos el riesgo de autodestruirnos, si antes no recapacitamos para retomar nuevos modos de relacionarnos con nosotros mismos y con la naturaleza.

Si cada uno de nosotros, cada uno de los pueblos y grupos humanos más ricos, busca únicamente su triunfo y razón, el despliegue de su propia verdad particular, acabaremos matándonos todos. Por eso, necesitamos un tipo de sabiduría nueva, una que esté más allá de los juicios antiguos del bien y del mal, más allá de los discursos triunfalistas, una sabiduría de renuncia creadora, al servicio de los más pobres y de la comunión entre todos. 

Es preciso que los hombres, en el amplio campo de la ética, la política, la economía, asuman una actitud comprometida de respeto por la vida, al servicio de todos, y de manera especial con los pobres y las especies amenazadas de muerte.

A continuación presentamos los principales problemas que nos orillan a reflexionar sobre el cuidado de nuestro mundo y sociedad:

a) Se acrecienta la degradación ambiental: gracias al consumo egoísta, se contamina la atmósfera, se degradan los mares y se acentúa la polución de las aguas. La humanidad vive despreocupada y codiciosa, dirigida por un capitalismo salvaje que es causa de un crimen irreversible contra la vida del planeta.

b) Existe una mala distribución de energía: en nuestras sociedades se da la apropiación y utilización desigual de la energía de la tierra, que es un bien común, y no exclusivo de aquellos que forman una pequeña élite capitalista.

c) Hay un plano político que afecta la vida de los pobres: la política burguesa del capitalismo poluciona el “barrio bajo” de su gran ciudad (“el patio trasero del capitalismo: los países pobres”) en vistas a que se mantenga limpia –por un tiempo– el área residencial de los más ricos. Para que eso cambie ha de cambiar de un modo radical la política de la humanidad, asumiendo de una forma universal los valores de la vida, por encima de una “libertad” entendida como poder de imposición social y de dominio dictatorial sobre el mundo.

d) La ecología nos sitúa ante una perspectiva religiosa: el mundo es obra de Dios, al servicio de la vida y la comunión entre los hombres. Por eso, urge descubrir la gratuidad, la aceptación de la vida como don; además, requerimos impulsar la comunicación gratuita entre todos los hombres y mujeres. Pues el principio y centro de la ecología es el respeto por el mundo y los “otros”. No podemos separar a Dios del mundo, ni dejar al mundo en manos de las fuerzas del mercado económico del capitalismo, sino que debemos descubrir al mundo como una realidad a favor de la vida, en la línea de la encarnación.

Cuatro factores que reflejan el problema

Dios ha querido poner el misterio de la vida en nuestras manos (Gén 1ss), de manera que podamos cuidarla, para vivir todos, o destruirla con nuestro “pecado” de orgullo –que consiste en imponer nuestro poder sobre la vida del mundo y sobre la justicia de los pobres–. Hasta ahora hemos optado por vivir, es decir, por reconocer y acoger la obra que Dios ha creado. Pero también damos indicios de haber optado por destruirnos, pues por primera vez a lo largo de la historia estamos al límite de una catástrofe. Para constatar esta idea basta recurrir a cuatro fenómenos que son alerta mundial:

1. La guerra universal

Nuestras vidas están inmersas en el fenómeno de globalización, formamos un único mundo, con sus ventajas y maravillas, pero también con un potencial de destrucción casi ilimitado (¡he allí la bomba atómica!). A pesar de los varios siglos de nuestra evolución, hoy tenemos la capacidad de matarnos en pocas horas o días, si algunos (dueños de la bomba) lo deciden, y si otros (todos) nos vemos envueltos en una espiral de violencia creciente, excitada por el miedo multiplicado y la venganza reactiva. Dios nos ha creado; pero nosotros podemos rechazar su obra y optar por una muerte global.

En nuestra sociedad urge la práctica de la justicia y el amor, el diálogo y el respeto, para superar así la opresión político-militar, cultual y económica, para implantar formas de administración “humana” al servicio de la humanidad, oponiéndonos al terrorismo de los poderes globales y a la posible respuesta reactiva de grupos marginados.

2. La transmutación genética

La ciencia ha puesto en manos de los hombres unas posibilidades insospechadas de manipulación e influjo genético, que parecen capaces de cambiar nuestra forma de concepción y nacimiento, rompiendo la línea de las generaciones, es decir, de los padres que transmiten su herencia de vida a los hijos. Ciertamente, la ayuda de la ciencia es buena, de manera que podría comenzar en nuestro tiempo una etapa fecunda de paternidad más responsable y consciente. Pero un tipo de ciencia manejada por élites de poder sin conciencia puede fabricar “humanoides” en serie, un tipo de híbridos humanos, no ya parcialmente condicionados, sino manejados y controlados desde fuera, como instrumentos al servicio de sus amos.

Si rompemos la cadena gratuita de transmisión de la vida –que se expresa por el amor de padres a hijos–, fabricando “humanoides” sin vinculación personal, es decir, sin libertad asumida y compartida, nos negaríamos a nosotros mismos y destruiríamos nuestra historia, poniendo en riesgo nuestra identidad como signo y presencia de Dios (¡En Dios nos movemos y existimos! Hch 17,28).

Una vida que no fuera transmitida de forma personal, directa, a través de unos padres, dejaría de ser humana. Sería vida sin libertad, de “humanoides” convertidos en máquinas al servicio del sistema dominante. Aquí no se trata de negar la ciencia, sobre todo los avances de la biología y la genética, sino de ponerla al servicio de la transmisión humana de la vida, en amor y libertad.

3. La angustia o cansancio vital

Gracias a que la sociedad vivía con más confianza en Dios, la humanidad pudo superar durante siglos muchas crisis y amenazas a lo largo de una historia inmensamente conflictiva. Pero hoy día, en que se da poco o casi nulo espacio a Dios en nuestra existencia, muchos sienten que ya no vale la pena existir; perciben esta vida no como un regalo sino como una carga, una tragedia y un riesgo, de manera que se niegan a engendrar nuevos seres humanos, promoviendo así un tercer tipo de suicidio, aquel que se da por la falta de deseo y por el cansancio de una vida que aparece sin base ni futuro.

4. La amenaza a la vida del planeta

En nuestros días la Tierra depende por completo de la conciencia y libertad humanas. Aquella fuerza inmensa que viene de Dios –y de la misma raíz del cosmos–, nos ha hecho crecer, asumir la libertad y vivir en un nivel particular de conciencia y dominio sobre el mundo. Pero junto con esta conciencia y libertad humanas también ha crecido el poder y la violencia mutua, el egoísmo de utilizar para nuestro capricho los dones de la Tierra, hasta llegar a destruirlos.

Bastan los siguientes ejemplos para darnos cuenta que hemos dado inicio a la destrucción ecológica:

a) Aumenta la chatarra volante de la atmósfera, que da vueltas a la tierra a velocidades inmensas... Si seguimos aumentado ese gran basurero, esa “nube de deshechos”, podrá llegar un día (algunos especialistas dicen que será el 2056) en que se producirá un gran estallido mortal en la alta atmósfera.

b) Gracias a las altas emisiones de gases estamos calentando y agujerando la capa de ozono y produciendo el “efecto invernadero”, que en los próximos años convertirán la tierra en un infierno, debido a las altas temperaturas.

c) Por fortuna no hemos podido secar todas las aguas de los mares, pero estamos envenenándolas con residuos tóxicos de todo tipo. Con estas acciones llegará el momento en que eliminaremos la biodiversidad que en ellos habitan...

Los ejemplos de esta “bomba ecológica” pueden enumerarse de manera extensa. De allí que es necesario recordar que el Dios bíblico quiere la vida de los hombres. No obstante, si nos empeñamos, por egoísmo y violencia, nosotros, los “poderosos” del mundo, caeremos en el error de destruirla y, con ella, también la vida que aparece en la Tierra.

¿Qué hemos de hacer?

Lo primero: desenmascarar las mentiras hipócritas de los que manejan las cuerdas, es decir los poderosos. No nos dejemos embaucar. Ellos intentan vendernos su sistema de gobierno y sus transgénicos como la solución para superar la crisis alimentaria.

Hemos de denunciar inteligentemente los abusos de todo tipo, con la verdad y sin fanatismos. Hemos de organizarnos como comunidad y establecer estrategias para superar la hambruna y la pobreza mundial.

En segundo lugar: hemos de hacer huelga a los productos que nos distribuye el capitalismo. Hemos de decir un “No” rotundo a los alimentos transgénicos. Si no los compramos, no podrán seguir produciéndolos. Además, hemos de hacer guerra a todo el aluvión consumista que nos invade, y comprar solamente lo que necesitamos, por más que nos lo envuelvan en lindos celofanes de colores.

Tercero: pasar a la acción; producir alimentos sanos en nuestros jardines de casa, aunque sea tomates en macetas. Cultivemos pequeñas parcelas de hortalizas, con abonos e insecticidas naturales, pues los hay. Volvamos a la espiritualidad de la tierra, acariciándola con cariño, como madre fecunda.

Cuarto: solidaridad. Los poderosos criminalizan en sus campañas a los campesinos, y peor aún a aquellos que no quieren cederles sus tierras. No nos dejemos cerrar los cerebros. Seamos solidarios con los desplazados. Apoyemos a las comunidades campesinas que aún resisten. Hace falta una mayor movilización de la opinión pública y más medios de comunicación independientes.

Quinto: apoyar y desarrollar las nuevas alternativas en marcha. Es decir, conocer más acerca de las nuevas corrientes de ecología: necesitamos una profunda terapia cultural y educativa.

Sexto: priorizar la dimensión espiritual. Requerimos profundizar en la poesía, el arte y la espiritualidad, si queremos tener energías para el inmenso desafío que enfrentamos. Hemos de desarrollar una nueva sensibilidad hacia la dimensión sagrada del universo. ¡Debemos reconocer  la presencia de Dios en nuestro mundo!

Urge redescubrir la dinámica del universo, en donde prevalece una comunión de sujetos, y no una colección de objetos. Si ponemos atención, no sólo los árboles o el agua nos hablan, también la Tierra misma lo hace, desde mi huerta casera al universo entero.

Nuestra responsabilidad frente a la Tierra

Los relatos de la Creación en el libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo, profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: a) la relación con Dios, b) con el prójimo y c) con la tierra. Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de “dominar” la tierra (Gén 1,28) y de “labrarla y cuidarla” (Gén 2,15). Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en un conflicto (Gén 3,17-19). Por eso es significativo que la armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella ruptura. Decía san Buenaventura que, por la reconciliación universal con todas las criaturas, de algún modo Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva. Lejos de ese modelo, hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza.

Recordemos: ¡no somos Dios! La tierra nos precede y nos ha sido dada… Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, “la tierra es del Señor” (Sal 24,1), a Él pertenece “la tierra y cuanto hay en ella” (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: “La tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y ustedes son forasteros y huéspedes en mi tierra” (Lv 25,23).

Los cristianos no podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De ese modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor, hasta pretender pisotear la realidad creada por Él sin conocer límites. La mejor manera de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses.

Papa Francisco

Laudato si’, nn. 66-67.75