KÉNOSIS

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¿Qué significa ser santo?

Autor: 
Raymundo Gracián Pérez
Fuente: 
FC - MX

Toda época de transición histórica en la Iglesia –y podemos decir: toda época de la historia de la salvación– ha tenido como protagonistas a los santos. Sólo ellos han tenido el valor de ir contra corriente, de mantenerse firmes ante los traumas que comportan los cambios, de no dejarse aprisionar por las situaciones, sino de transformarlas, comenzando por la propia transformación. Podrán ser reformadores, pero no reformistas; y realizan lo que otros idealizan únicamente de palabra. Los santos no huyen del presente para evadirse en el futuro o para añorar el pasado. Los santos son portadores de esperanza y de vida, porque poseen en sí mismos la vitalidad y la fuerza invencible de Dios aun en medio de los más duros sacrificios, aun en el aparente fracaso.

Sin embargo, no son santos únicamente quienes han sido proclamados tales con la beatificación y canonización. Santos son todos aquellos cristianos de a pie, porque la santidad no es un lujo, sino “la única verdadera posibilidad de nuestra vida terrena”.

Ser santo en la Iglesia

Hoy día en nuestro mundo siguen apreciando santos “de rostro humano”, que saben escuchar todas las resonancias humanas. Esa “especie rústica de santos” que campea en la vida común, santos concretos, con los pies bien asentados en tierra, con el corazón abierto a todos los hombres; santos que pasan al lado de las miserias para aliviarlas…

Y es que la santidad, ha dicho el Concilio Ecuménico Vaticano II, es para todos: “Todos pueden (¡y deben!) ser santos. También los laicos”. De hecho, en el capítulo quinto de la Lumen Gentium encontramos la nueva teología sobre la santidad. Los siguientes son los puntos esenciales:

1. La santidad es un don gratuito de Dios. Lo recuerda san Pablo en la famosa doxología de la Carta a los Efesios: “Dios nos ha elegido antes de la creación para que seamos santos por medio de Cristo”.

2. La santidad donada por Dios en Cristo (objetiva) se ofrece a todos y llega a ser efectiva (personal) con la colaboración libre de cada uno.

3. Todos tienen la posibilidad de alcanzar la santidad con los dones y la vocación (género de vida, acciones, ministerios) recibidos de Dios. Aunque en realidad sólo existe una santidad: la de Dios. Sólo a Él podemos dirigirle el trisagio del profeta Isaías: “¡Santo, santo, santo!” La Iglesia, es decir, los cristianos, son santos (aunque pecadores) en cuanto son santificados por medio de Cristo en el Espíritu. Cristo es el autor y el consumador de toda la santidad de la Iglesia (GS 9 y 40).

Los santos preceden

“Los santos –escribe el monje Thomas Merton– están llenos de Cristo en la plenitud de su fuerza divina; lo comprenden y se entregan a Él, para que pueda ejercitar su poder dirigido a la salvación del mundo, aun a través de sus actos más insignificantes”.

Se es santo en cuanto hombres, es decir, como personas que viven la ley de la encarnación y el crecimiento, adaptándose a la realidad de cada día (ley de lo concreto), sin esperar ocasiones y experiencias extraordinarias o milagrosas, confiando únicamente en Dios. Porque la santidad es identificación de la voluntad humana con la voluntad divina, olvidando arrebatos y éxtasis.

El santo se acepta a sí mismo: es una persona normal. Acepta su tiempo: no suspira por vivir otro tiempo ni pasado ni futuro. Acepta su tierra, su gente, su cultura. El verdadero santo no es nunca un fanático, ni un frenético; vive en el “aquí y ahora” toda su tensión interior hacia la perfección del amor a Dios y a los hermanos, con ritmo de crecimiento paciente, es decir, con el coraje del amor, que no se asusta ante ninguna dificultad, obstáculo, contratiempo, crisis, caída, herida, y ni siquiera ante el pecado. Santo es aquel que sabe aceptar sus equivocaciones; que no se desanima ni se excusa; que reconoce la realidad con humildad y comienza desde el principio cada mañana y cada momento.

La santidad –o más concretamente el santo– es el don que las nuevas generaciones esperan hoy de la Iglesia. La santidad es irrupción de luz y esperanza; es paso de una presencia avasalladora junto al Adán de nuestro tiempo, en espera aún de un buen samaritano o de un cirineo capaz de sacarlo del abismo y de volverlo a la vida; es espíritu siempre nuevo; es levadura de crecimiento y maduración; es desarrollo de la persona para ser perfectos hasta la medida de Cristo, o sea, cristianos de alta tensión.

La vocación a la santidad se realiza en la paradoja de la propia debilidad. Así fue para san Pablo, como para todo apóstol; así fue para María y para el mismo Cristo, cuya encarnación sigue siendo portadora de salvación, mediante el anuncio de la Palabra de Dios y el don de la gracia a cada hombre.

La santidad, regalo de Cristo a la Iglesia

Dios no hace nunca las cosas en serie, y tampoco los santos nacen de una cadena de montaje estandarizada; sino que van surgiendo uno a uno de manera única, irrepetible, forjados en la fragua de la gracia de Dios y de la libertad humana.

La santidad es realización global de la persona en todas sus dimensiones y posibilidades: el verdadero santo, como ha sido desde el principio el cristianismo, es una unidad armónica.

Los santos son el mejor regalo de Cristo a su Iglesia, y el mejor regalo de la Iglesia al mundo. Los santos son irrupción de luz, de vida y de esperanza, en la Iglesia y en el mundo.

Los hombres de hoy y de siempre, sobre todo la juventud, harán una opción por Cristo y por los hermanos, en la medida, y sólo en la medida, en que se convenzan de que merece la pena vivir en Cristo. Y esto acontecerá si ven personas que encarnan el ideal cristiano en su vida diaria, porque ¡sólo los santos convencen! Por tanto, ¡hay urgencia de santos! ¡Hay urgencia de que cada cristiano se comprometa en su vocación a la santidad y dé testimonio de Cristo es fuente de alegría y paz!

“¡Se necesitan santos!” Se necesitan hombres y mujeres que hagan vida la vocación universal a la santidad…